Y Foreman seguía en pie.

Y Foreman seguía en pie.

22 de junio de 2023.

Una vez vi pelear a George Foreman contra Evander Holyfield. No apruebo el boxeo y para nada soy aficionado a él, pero en aquellos años de finales de los 80 y principios de los 90 se anunciaban mucho los combates en los informativos de deportes, se retransmitían y se les dedicaban amplios resúmenes. Foreman tenía para ese entonces más de 42 años, lo que no era nada habitual en un púgil. Holyfield era mucho más joven. Foreman había sido famoso por una pelea que se siguió en todo el mundo contra Muhammad Ali que se celebró en Kinshasa, la capital del entonces llamado Zaire, unos 15 años antes. 

Ya llevaba 10 años retirado cuando decidió volver a pelear. Su forma física nada tenía que ver con la de Holyfield, un púgil de enorme musculatura, muy definido y sin un gramo de grasa. Foreman estaba pasado de peso y era muy lento. No solo contra Holyfield, sino en otros combates posteriores mostraba la misma estrategia, se dejaba golpear con si fuera un saco de boxeo y acababa agotando a su oponente. Entonces era cuando podía golpear a su rival, y así ganó varios combates hasta que acabó recuperando el trono de los pesos pesados con 45 años y 20 después de la primera vez que lo obtuvo.

La pelea de la que yo vi un resumen era lamentable. Holyfield no dejaba de golpear a Foreman por todos lados, pero este encajaba los golpes casi sin pestañear. Era, como ya he dicho, un saco de boxeo con patas. Aún así, aguantó los 12 asaltos y perdió por puntos ante un rival de 28 años. 

Llevo al menos 3 años sintiéndome un Foreman en mi vida. Me vienen golpes por todos lados y apenas me dan tregua. Para no ir más allá de los dos últimos años: mi suegra acaba con un Alzheimer acelerado que lleva a tener que ingresarla en una residencia, mi mujer también tiene que pasar 8 meses en tratamiento psicológico por una depresión grave con complicaciones, me entra un cáncer linfático, se muere mi mejor amigo y segundo padre y anteayer lo hace también mi auténtico padre. ¿Quién da más?

Son los 5 golpes más severos, pero también me han caído otros ganchos de izquierda que me ahorro de contar. ¿Y sabéis una cosa? Que llega el momento que acaba uno como el boxeador que parece noqueado y le llueven los puñetazos sin apenas inmutarse. Si tenéis ocasión de buscar alguna de las últimas peleas del protagonista del comienzo de esta entrada, veréis que Foreman estaba a sus casi 50 años muy lento. El contrario parecía el doble de rápido y sus golpes duplicaban a los que podía dar él. Aun así, Foreman apenas se tambaleaba y seguía buscando al rival. 

El lunes, mi padre nos sorprendía a todos dejando de respirar. Quizás algún amigo de la familia que me lea diga: “Hombre, sorprender que se muera alguien con 98 años…” Pues sí, he visto tantas veces en los últimos años a mi padre muriéndose y resucitando al día siguiente, que nos parecía que este momento no iba a llegar nunca, pero al final lo hizo. Yo le pedí a Jehová, el 31 de diciembre pasado, una tregua de 6 meses de malas noticias. No tuvo a bien concederme el deseo: el día 1 murió mi gran amigo Diego y el 19 de junio, cuando todavía no ha concluido el primer semestre, lo ha hecho mi padre. Entre tanto, también lo hizo mi querida gata que tantos años nos acompañó (por favor, que no se entienda como frivolidad esta muerte en medio de dos mucho más importantes, pero no quería dejar de mencionarla).

El caso es que esta semana me he sentido como Foreman, lento de reflejos, pero magnífico encajando golpes. El lunes lloré, sobre todo se me encogió el alma cuando entré a su dormitorio, en el que pasé con él muchos ratos estas últimas semanas, y lo vi cubierto por una sábana hasta la cabeza. Allí, en unos minutos que me quedé solo, pasó mi vida con él por delante, desde aquellas veces que me sentaba en su regazo para enseñarme a mover el volante de su Citröen, o cuando me mostraba cómo limpiarle el filtro del aire al mismo coche. Aquella habitación en la que se acostaba tan temprano cada noche, cuando vivía con él en casa, en la que roncaba, silbaba y emitía todo tipo de ruidos mientras dormía. Era, como yo lo llamaba, el hombre orquesta. Ahora estaba allí, estático, con la piel fría y el típico gesto del recién fallecido que tanto se parecía al de mi madre en idénticas circunstancias. La segunda vez que no pude contener las emociones fue cuando varias horas después ayudé a introducir el féretro en el coche fúnebre que lo llevaría al tanatorio.

Pero exceptuando esas dos ocasiones, y una tercera en la identificación del crematorio, este severo golpe, apenas me ha hecho tambalear. He estado sonado, como llamaban a los púgiles que se quedaban casi sin consciencia y continuaban deambulando por el ring dando golpes al aire. En ese estado, nuevos impactos no duelen. 

Esta situación emocional tiene cierta ventaja, el dolor no te limita hasta el punto de impedirte seguir con tu vida. Los reveses severos en la vida te insensibilizan en cierta medida al dolor. Cuando pasen los días, me ocurrirá, seguramente, como con mi madre. Notaré el vacío que deja en mi vida alguien tan importante. Será muy extraño entrar en mi casa y ver los dos sillones que usaban mis padres vacíos. Ya asumí hace muchos años que había desaparecido de mi casa aquella laboriosa mujer que recorría infinitos kilómetros de la cocina al patio para lavar unos paños, del patio al jardín para tender la ropa, del jardín a los dormitorios a hacer las camas y de vuelta a la cocina, el baño y la alacena. Ya no trajinaba por allí con sus rápidos pasos y su eterno delantal. 

Ahora tampoco lo hará mi padre con sus paseos al servicio, su bajada de los 6 escalones a la terraza del bloque para, agarrado a la barandilla, pasear en incontables idas y vueltas por ella, observando a todo el que pasaba y diciéndole adiós a todos los conocidos. Ya no tendré que reñirle más por hacer sus pinitos en la cocina cuando apenas veía si estaba el fuego apagado o no. Ya no me hará las eternas preguntas en las que se acordaba de su Mari (mi Rubi) o de mis hijas. Hace ya tiempo que perdí sus llamadas por teléfono, porque no era capaz de marcar mi número, tampoco lo entendía mucho cuando hablaba con dificultad estas últimas semanas, pero siempre mostraba, en esa comunicación tan limitada, que su mente seguía funcionando con cordura, que todos los que eran importantes para él, seguían en su recuerdo.

El lunes se fue después de unas horas un tanto agónicas, pero no insoportables. Tenía que expirar porque ya no le quedaban más latidos que dar a su corazón, ni aire que insuflar a sus pulmones. Se fue apagando como una tenue vela cuya cera desaparece cuando la mecha llega a su fin. La llamada de mi hermana Virtudes con la fatal noticia fue un nuevo golpe a mi mentón, pero también resultó un alivio. Sin vista, sin movimiento y sin comunicación apenas, mi padre ya no deseaba seguir respirando, y ahí sí que Jehová colaboró con su voluntad. 

3 días después, sigo un poco sonado. Mi sonrisa a todo el que me pregunta cómo estoy, y mi respuesta: “Bien”, no es sino un acto reflejo, fruto de ese rasgo genético que mi padre ha dejado corriendo por mis venas: su increíble positividad, de la que soy un feliz portador, pero en una cantidad mucho menor. Por fuera estoy como si nada hubiera pasado, pero por dentro me siento como cuando una faringitis aguda te irrita la garganta hasta el pecho y la más mínima tos te desgarra. Los golpes siguen llegando y no he besado la lona. Como Foreman, estoy dispuesto a aguantar los 12 asaltos, a lo mejor, en no mucho tiempo,  mi rival se cansa y ya no tiene fuerzas para lanzar los puños, o en un descuido, uno de mis ganchos, acaba con la pelea y puedo bajarme por fin del ring.

El legado de mi querido padre no es apenas material, pero lo que quiero atesorar de él, y ojalá lo consiga, es enfocar la vida hasta mis últimos momentos como él lo hacía el día que grabé este vídeo, un 12 de mayo, apenas un mes antes de morir. En una de esas tardes de lucidez, cuando ya no podía moverse solo de la cama, sin vista frontal alguna, siendo un saco de huesos y pellejo, y con tremendas dificultades para deglutir, me decía lo que espero que podáis oír de su boca. 

 

 



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