Gotas en mi ventana.
5 de diciembre de 2025.

Dicen que esas figuras geométricas que forman los copos de nieve son únicas, que no hay dos iguales. Esta tarde gris y fría de diciembre, húmeda y oscura por la espesa capa de nubes que cubre el cielo, y serena, después de la lluvia y del ajetreo de la semana laboral que acaba en gran parte a las 3 de la tarde, me ha llevado de nuevo, después de algún tiempo, al teclado de mi ordenador para comprobar en la ventana de mi escritorio que las gotas de agua que permanecen ingrávidas en el cristal también son irrepetibles. Tienen curvas y picos redondeados, pero con disposiciones que no se replican en ninguna de las demás.
Esas gotas que parecen inmóviles sobre la lisa superficie vidriosa, en realidad se comportan con acelerado dinamismo, pues en poco tiempo desaparecerán y volverán a evaporarse formando parte del aire que una vez las contuvo antes de precipitarse sobre nosotros; pero no se disolverán del todo sin dejar una huella, como bien se observará con los primeros rayos de sol que delaten esas manchas de polvo que opacarán en parte su transparencia y que permanecerán mucho más estáticas hasta que las eliminemos con un limpiacristales.
No sé por qué las tardes plomizas del invierno o, como en este caso, de los últimos días del otoño, despiertan la nostalgia y con ello los recuerdos, unos mejores que otros, pero que acuden a nuestra memoria como gotas que salpican nuestro sosiego. Son también vivencias polimorfas y variadas, únicas e irrepetibles, pero quedan en nuestros registros desvirtuadas y desposeídas de la realidad que una vez contuvieron y ahora son solo ligeras manchas que tan solo atestiguan que existieron con todo detalle.
¿Qué hace despertar de forma tan caprichosa los recuerdos sin orden ni concierto? ¿Por qué afloran, sin ningún tipo de intencionalidad, del fondo de nuestra mente ciertos pasajes de nuestra vida que nos parecía que habían desaparecido y, por el contrario, no somos capaces de traer, a conciencia, aquellos otros en los que nos gustaría volver a deleitarnos?
Hace algunas mañanas me levanté recordando el regalo que le hice a una chiquilla de otra clase en el colegio, cuando tendríamos unos 10 u 11 años, porque nuestras miradas de complicidad en los recreos nos había llevado a pensar que empezábamos un enamoramiento. Fue una pequeña cajita metálica que había contenido una especie de crema perfumada, que llevaba años olvidada, según creo recordar, en un cajón de una vieja cómoda de mi casa. No sé por qué, ese episodio prácticamente desaparecido de mi memoria durante años, de repente surgió con extraña viveza. Sin embargo, cuando hago el esfuerzo consciente de intentar revivir la visita a un hermoso sitio de uno de mis viajes recientes, me frustra la incapacidad de volver a traer a mi mente olores, paisajes, comidas, en definitiva los momentos agradables que tan buen sabor dejaron en mi boca.
Es de agradecer, no obstante, que muchos de esos pasajes escondidos en la intrincada retícula de nuestros cerebros, que aparecen aleatoriamente, sean tan agradables como aquel obsequio a mi fugaz amada. Pero otras veces, saltan a la pantalla de nuestra memoria otras vivencias mucho menos reconfortantes, las cuales no somos capaces de filtrar, porque cobran vida en nuestro recuerdo por mucho que tratemos de sepultarlas.
De todos modos he aprendido a no renegar de ninguno de mis recuerdos, porque en el fondo suponen nuestro único patrimonio permanente. Los bellos lugares de nuestra infancia que recordamos con añoranza han cambiado, ya no circundan mi antigua casa aquellos verdes huertos llenos de árboles frutales. Hasta las más inmutables montañas que rodean mi precioso pueblo de la infancia han cambiado: su vegetación, el tono de sus rocas y, en parte, hasta el perfil de su horizonte. Si pensamos en las personas que formaron parte de nuestras vidas, el cambio ha sido todavía más radical, hasta el punto de que muchas de ellas ya no existen. Comidas, ropas, adornos, vehículos, todo lo material que hemos observado ha cambiado dramáticamente.
Pero igual que las gotas en el cristal, cada una de nuestras vivencias, compuestas de tangibles e intangibles, deja una marca particular en el amplio cristal que forma el lienzo de nuestra existencia. Y ese conjunto es tan único que no se repite en ningún otro ser humano. Para bien y para mal ese particular registro nos define y nos hace incunables, especiales y valiosos.
El tiempo actúa desgraciadamente como un paño impregnado de un limpiador que va frotando sobre nuestra memoria y difuminando sus vívidos recuerdos, pero aquellos que se aferran a ella o los que, de repente, cobran protagonismo, nos ayudan a tener presente que existimos, que lo vivido movió nuestras emociones, que los seres queridos que ya no están, formaron parte real de nosotros y todavía lo hacen cuando aparecen por nuestra imaginación con la misma sonrisa, también con sus enfados, unas veces más jóvenes que cuando desaparecieron, otras mejores de lo que eran y hasta, a veces, nos hablan con palabras que nunca pronunciaron. Son marcas permanentes, irrepetibles, las que nunca queremos limpiar del cristal de nuestra historia, porque en lugar de reducir la luz que lo traspasa, lo hacen más brillante.