Destellos, muchos destellos.

Destellos, muchos destellos.

21 de abril de 2025

La semblanza de un ser querido que se fue siempre tiende a ensalzar sus cualidades y olvidar sus defectos. Suele ser una pena que esa generosidad no la tengamos con quien nos acompaña en vida. Solemos dejar que sus pequeñas o grandes miserias enturbien la visión que tenemos de los que nos rodean. 

Nos duele sobremanera aquel desprecio que nos hizo, su comentario desafortunado, el olvido a la hora de tenernos en cuenta para sus alegrías, su falta de tacto, en fin, esa multitud de ofensas que todos, por omisión o acción, cometemos contra nuestros congéneres, sean más o menos cercanos. 

Pero el día de su muerte parece que una imaginaria aspiradora de almas extrae de nuestro recuerdo muchas de esas lacras que a todos nos acompañan en nuestro historial y un abrillantador mágico da lustre a sus puntos fuertes. 

Acabando de enterrar a mi querida Lily, mi apreciada suegra, intento no dejar de recordarla por lo que realmente fue: sin duda, una buena persona. Como todos, tenía su lado más gris, nunca oscuro, que le ganó algunas enemistades y desapegos. Su defecto principal recaía en su poca habilidad para hablar de otros en el entorno más adecuado. Todos hacemos comentarios desafortunados de los demás, pero algunos sibilinos tienen la discutible virtud de dejar caer sus desagrados ante las personas adecuadas, capaces de guardar el secreto necesario para no dañar al agraviado o con la suficiente ambigüedad para que nadie pueda acusarlo de injuriar. Otros. como era el caso de ella, vivían en la ingenuidad de que hablar del supuesto defecto de alguien nunca llegaría a los oídos del afectado por el comentario.

Pero mi querida Lily era de esas personas de hechos brillantes y algunas palabras torpes. Desgraciadamente solemos quedarnos solo con lo último y opacamos lo primero. Conozco impertinentes llenos de hechos bondadosos y con cero popularidad y carismáticos parlanchines de actos vacíos con una gran coral de aplaudidores.

Hoy en su entierro estaba casi toda su familia hasta un grado lejano de consanguineidad y también muchos de primer grado de la “con-afinidad” que nos da la fe compartida. Todos supongo que honramos su memoria con nuestra presencia por lo que ahora resalta en nuestro recuerdo de ella, su enorme generosidad, entre otras grandes virtudes. Era capaz de acoger en su casa a hijos huérfanos de su querida hermana, y no solo darles cobijo, sino todo lo que ello conlleva de esfuerzo personal y económico. ¿Conoces a alguna madre que tras el divorcio de su hijo, su exnuera siga comiendo en casa de su exsuegra, y no solo esto, sino que su exnuera conozca a una nueva pareja y la exsuegra le siga poniendo un plato de comida diario durante meses a ambos? Pues eso hizo Lily a pesar de que algunos no acabábamos de entender que estuviera del todo bien lo que estaba haciendo.

Les llevaba comida y les daba dinero a unos vecinos que todo el mundo sabía que despilfarraban y gastaban en vicios, pero ella tenía la excusa de que de su ayuda se beneficiaba también el perro que tenían (era una de sus debilidades, entender a los animales como si fueran personas).

Durante años nos hacía de comer al mediodía a Mar y a mí para facilitarnos el trabajo y, de alguna manera, recibir nuestra presencia durante un rato en el almuerzo. Cada mes era una lucha pagarle un dinero que cubriera mínimamente los gastos que ocasionábamos. Ni siquiera una vez aceptó esa aportación sin decirme que le daba vergüenza que le diéramos nada.

Acogió a mis dos hijas en su casa durante mucho tiempo como si fueran las suyas y nunca reclamó nada a cambio. Podría seguir hablando de su faceta desprendida y generosa, pero lo que quedará a fuego marcado en mi corazón era la debilidad inmerecida que sentía por mí. Buscaba mi opinión en cualquier desacuerdo y atesoraba mis palabras como si fueran sentencias. Una de mis frases me pidió imprimirla y pegarla en la puerta de la nevera para recordar mi consejo. En ese tiempo ya hacía estragos el comienzo del Alzheimer y se aferraba a los recuerdos y palabras que le hacían mella intentando no olvidarlos.

Con este escrito solo pretendo dos cosas: derramar mi pena en estas líneas conmemorativas para realzar la figura de una persona que albergaba un noble corazón y pedir a todos los que la conocían generosidad a la hora de juzgarla en su memoria.

El sábado nos partía el corazón la llamada del médico, Manuel, que la atendió por la mañana de su o sus ictus. Este doctor nos ha demostrado que practica el noble arte de tratar de curar almas y no solo cuerpos. Sabía que su hija se encontraba a 1300 kilómetros de distancia y le dedicó media hora de calmada charla para hacerle saber de la situación de su madre. Este mismo médico fue el que 17 horas más tarde (dentro de esas maratonianas guardias de 24 horas que hacen) venía a las 3 y media de la mañana a certificar su defunción. Con la misma humanidad trató de aliviar el sufrimiento de una familia desolada a través de su cálida y calmada voz y su rostro afable.

En la misma línea se portó el enfermero, Abel, que terminando su guardia a las 8:45 y teniendo que viajar a Sevilla para incorporarse a otro servicio al día siguiente, esperó a que llegáramos para ponernos al corriente de la situación de nuestra Lily y de lo que podíamos esperar de su agonía. La sedación ya estaba haciendo sus efectos, y él quería que supiéramos de primera mano lo que podíamos esperar, para no hacernos falsas esperanzas, y para guiarnos en un proceso que, por su profesión, él conocía mucho mejor que nosotros. Los abrazos sentidos que nos dio al despedirse, a personas que apenas conocía, no se me olvidarán fácilmente.

¿Qué podemos decir de María y Cristina, las dos auxiliares que atendían la guardia nocturna de la residencia? Además de recibirnos como si estuviéramos en nuestra casa, iban haciendo altos en su agitada actividad de cambiar pañales y atender a sus queridos ancianos para ofrecernos una taza de caldo, agua, o lo que hiciera falta y acomodarnos la habitación con estufas y mantas si necesitábamos combatir el frío de la noche.

Habíamos llegado después de un largo viaje de tren y coche de casi 11 horas a la brillante luz blanca de la enfermería de una residencia en la que una de sus tres camas la ocupaba nuestra agonizante Lily. Impacta, y mucho, ver a una persona en las últimas horas de su vida. Sentarse en una silla y contemplar cómo la vida se escapa en cada exhalación de una entrecortada respiración, es plato de muy mal gusto al principio. Te hace preguntarte si es buena idea estar allí y contemplar un sufrimiento que acaba por aplastarte el pecho, pero, a la vez, a medida que pasa el tiempo, entiendes que ese es el sitio en el que quieres estar. 

Tomar la mano fría de la persona que nunca volverá a tenerla caliente, llega a convertirse en un acto de amor que enciende corazones. Es un momento en el que te das cuenta de que recibes tanto como das. Morir es el momento más inapropiado para el aislamiento, acabar tu recorrido solo es lo más cruel. Es como partir en un barco hacia otro océano en el que nadie te dice adiós desde el muelle. Afortunadamente pudimos despedirnos de ella en un ambiente cargado de más cariño que de ansiedad, de más ternura que angustia. 

Querida Lily, sabes bien que esto es un hasta pronto. Mientras tanto, tu recuerdo resalta mucho más repleto de luces que apenas dejan sitio a pequeños rincones oscuros. Sigues brillando en nuestra memoria porque no tenemos que hacer ningún esfuerzo por recordar mucho más tus destellos que esas pocas sombras. 



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