(XXXVII) DIARIO DE UN LINFOMA (la tiranía de los ojos).

(XXXVII) DIARIO DE UN LINFOMA (la tiranía de los ojos).

2 de julio de 2022.

Ayer fue un magnífico día. Físicamente me encontré bastante mejor, las molestias digestivas disminuyeron y me permitieron olvidarme de ellas la mayor parte del tiempo. Las fuerzas volvieron y, en general, me vi prácticamente normal. El pelo se me sigue cayendo, pero lo que más noto es que pierde fuerza, el cabello que me queda es mucho más fino y el de la barba crece mucho más lentamente. El parte médico hoy es muy breve.

Al mediodía estaba echando mi siesta en el sofá cuando a las 15:15 aproximadamente, ¿quién creéis que llamó a mi puerta? Escuché chirriar las bisagras de la cancela de la calle, que son nuestro “portero electrónico” que nunca tuvimos, y escuché unos pasos subiendo las escaleras. Por rápido que me levanté para evitar que tocara el timbre, no me dio tiempo, porque mi suegro, que ha estado subiendo a casa esta semana a regar el huerto y echarle de comer a los gatos mientras estábamos en Jerez, había cerrado con llave la puerta. Le dije que esperara un momento mientras la buscaba y escuché una voz con mucha gracia decirme: “Tranquilo, no corra usted, que vengo a sacarle los cuartos”. Sí, era el repartidor feliz del que ya os hablé. He descubierto que se llama Jaime, y le da igual que sean las 3 y cuarto de la tarde de un mes de julio, que el hombre no cambia la sonrisa y los buenos modos. Me dijo que qué verdes tenía las tomateras, que este año me iba a comer unos buenos tomates. Ya os digo, este hombre es la alegría en forma de mensajero. Cualquier día que me lo encuentre le contaré que hablo de él en mi diario.

Efectivamente, me sacó los cuartos, concretamente, 22 euros, pero la mar de bien empleados, porque me traía por contrarreembolso el libro de mi amiga Montse, la psicóloga, “Desde la azotea”, que precisamente presentó ayer en Cádiz. Me leí unas cuarenta y tantas páginas y os lo recomiendo. Hace un repaso por esas “trectulias” que organizó en Cádiz durante 4 o 5 años. En ellas se abordaron los distintos aspectos de la TREC (Terapia Racional Emotiva Conductual), que es la terapia que Montse emplea con sus pacientes. Es una terapia psicológica destinada a desterrar de nuestra mente, lo que Albert Ellis, su originador, llamaba creencias irracionales (CI). Si habéis leído algo al respecto os sonarán las expresiones necesititis o terribilitis, que son algunas de las fuentes de nuestras angustias innecesarias actualmente. 



Por la noche, a las 8:30, fui a probarme jugando con mi amigo Jorge, con el que he echado partidos extraordinarios de tenis a muy buen nivel. Le advertí que estaba en baja forma, pero él me dijo que el tenis sería una excusa para echar un rato de charla. La reserva de pista es de hora y media, pero yo no esperaba aguantar ni siquiera una, y me llevé una grata sorpresa. Mi cuerpo respondió como a un 80%, que ya es muchísimo, después del apaleamiento que supone la quimio. Pude correr haciendo sprints, sacando y voleando sin apenas notar ninguna molestia. ¡Qué buen rato, de verdad! Le dije a Jorge que, como el ejercicio está demostrado que genera endorfinas y aumenta el sistema inmunológico, si el martes tenía los neutrófilos bien, él habría contribuido a lograrlo.

Hoy voy a hacer un alto en mis relatos biográficos y quiero abordar un tema que me surgió el lunes por un momento incómodo que vivió mi Rubi en la sala de espera de la consulta de un médico. Un hombre de 87 años, una mujer de algo más de 40 y ella, estaban allí sentados. El hombre se dirigió a la mujer en estos términos: “Hija, ¡estás gordísima!”. Ni Rubi ni la mujer se esperaban semejante indiscreción, porque aquel anciano no la conocía de nada. Ella le respondió con bastante elegancia y tacto: “Señor, usted no me conoce de nada, y no debería decirme lo que me ha dicho. Usted no sabe el daño que hace. Si yo fuera una chiquilla de 14 o 15 años, me habría dejado fatal, pero con mi edad, yo ya no me asusto de nada, pero a una jovencita le habría creado un problema importante”. El hombre intentó enmendarlo, pero no se disculpó. Rubi abordó a la señora posteriormente para mostrarle su apoyo y la pobre le dijo que ese tipo de situaciones se le habían dado en otros sitios y que “hoy no le tocaba llorar”. Como no coincidieron después de la consulta, Rubi no pudo retomar la conversación con la señora, pero se quedó con ganas de haberle expresado su apoyo con una charla un poco más significativa.

Probablemente aquel anciano no estaba en sus mejores momentos de lucidez, pero su observación tan desacertada saca a la luz un problema grave que tenemos en nuestra sociedad y del que todos, de una manera u otra, estamos afectados: la importancia desmedida que le damos a la apariencia física y el rechazo que nos supone todo aquel que no encaje con los cánones aceptados. Aunque no queramos reconocerlo, a todos nos predispone una determinada imagen de otros. Lo vemos continuamente en las entrevistas de trabajo, cuando nos recibe un médico, nos visita alguien a nuestra puerta u observamos a la gente en la playa, por la calle, en las redes sociales o en la televisión. De un primer vistazo, emitimos un juicio.

Está claro que estamos sometidos a la tiranía de nuestro sentido visual, que es el más poderoso que tenemos, pero el grave problema que crea este hecho indiscutible, es que la más predominante de nuestras capacidades es la menos importante para valorar a las personas. 

Hay un texto de la Biblia que me encanta. Vale, son muchos, no me tachéis de pesado, pero es que la Biblia es muy amplia. Cuando el pueblo de Israel pidió tener un rey como las naciones vecinas, Dios, aunque no estaba de acuerdo con la petición, encargó al profeta Samuel que fuera a casa de Jesé y escogiera a ese futuro rey de entre sus hijos. Samuel, por muy hombre de Dios que fuera, como se le conocía entonces, y por mucha perspicacia que tuviera, que la poseía, se dejó llevar también por la tiranía de los ojos y emitió un juicio erróneo cuando se encontró al primero de los descendientes, Eliab,  un hombre imponente, de tremendo físico y porte. Inmediatamente pensó que era el elegido, sin embargo, Dios lo descartó, como hizo con los 6 siguientes. Dios le dijo algo a Samuel que nos hace pensar:  “No te fijes en su apariencia ni en lo alto que es, porque lo he descartado. Dios no ve las cosas como las ve el hombre. El hombre ve lo que tiene ante los ojos, pero Jehová ve el corazón”. (1 Samuel 16:7).

La pregunta que yo me hago muchas veces es esa: ¿veo yo a las personas con el corazón? ¿Qué significa en realidad esto? Pues sencillamente ver lo que hay más allá de la piel. Una noche, en mis desvaríos nocturnos, me imaginé un guion para una peli. Imaginemos un mundo en el que todos los hombres tuviéramos exactamente la misma apariencia, y las mujeres también, todas exactamente igual. Tampoco hablo de todos adonis y ellas sílfides, no, un modelo estándar del montoncito. ¿Con quiénes nos relacionaríamos para irnos a tomar una cerveza? ¿A quién elegiríamos para compartir nuestra vida? 

Para acercar más el ejemplo a nuestra realidad cotidiana. Voy a cambiar a los chicos y chicas de mi gallinero por esos imaginados modelos estandarizados, ahora ellas son todas de la misma apariencia y ellos también. Si encima vistiéramos todos con el mismo uniforme, ¿cómo los distinguiríamos? Bueno, más allá de que llevaran su nombre en una tarjeta en la solapa, serían para nosotros lo que suponen sus cualidades. Una sería la que nos ayuda a todos con los problemas informáticos, que se agobia algunas veces más de la cuenta, pero que es muy generosa con su tiempo; otra la que trata de no ofender a nadie, que es tímida y no quiere destacar, pero cumple siempre con su trabajo; otra la que pone la alegría al grupo con sus ocurrencias, que siempre trata de animar; otra la que fácilmente encuentra una solución para cada problema, que no pierde el tiempo agarrando el rábano por las hojas; otra la que procura tenerlo todo organizado, que siempre trata de anticiparse a los problemas, aunque algunas veces lo haga antes de lo necesario; otro… así podría seguir definiendo a mis compañeros de trabajo. Uno destacaría por su humildad, otro por su laboriosidad, otro por su ingenio. No es el caso, pero si uno de ellos fuese el que siempre pone palos en las ruedas, el aguafiestas, el que siempre ve un problema donde no lo hay, esa sería la sensación que nos vendría a la mente cuando nos refiriéramos a él, porque, a fin de cuentas, por fuera sería igual que yo.

En realidad, cerremos de vez en cuando nuestros ojos y despojemos a los que nos rodean de sus apariencias, pensemos que fueran todos iguales y detengámonos en definirlos por lo que en realidad son. ¿Verdad que nos quedaríamos con lo que es la esencia de ellos? Pues eso es lo IMPORTANTE, lo demás es totalmente accesorio. 

No tendría ningún éxito, seguramente, pero si a Instagram, por ejemplo, le quitaran las fotos y solo permitieran las reflexiones, ¿quién tendría más seguidores? Desde luego no esa influencer cañón de labios perfectos, pose exquisita y piscina de lujo de fondo, sino aquella que nos mueva las entrañas con sus palabras, que nos suba el ánimo con sus buenos consejos, que nos saque de un atolladero con sus ideas. Desgraciadamente, esta sociedad está sumida en el despotismo de la ostentación y la vana apariencia.

Esto podría ser un tema de menor relevancia si no fuera porque está produciendo efectos absolutamente negativos en las mentes más influenciables. La ansiedad cunde entre los jóvenes que se ven tan lejos de esos estándares artificiales de belleza o por estar en un nivel adquisitivo tan precario y lejano de lo que aparentan otros. Muchas, y uso el femenino por su abrumadora mayoría, caen presas de graves trastornos de alimentación deslumbradas por esos cuerpos perfectos que esconden retoques fotográficos, muchas veces, y días de hambruna en otras. Estos problemas, como ocurre con la anorexia, son los trastornos psicológicos que más muertes producen y una recuperación más lenta necesitan.

Yo hace tiempo que tengo mucho cuidado con mis observaciones físicas sobre otros. Puedo equivocarme y lo haré, seguro, porque me afecta también ese ambiente en el que se le da tanta importancia al peso, la altura o la imagen que proyectamos, pero llevo tiempo intentando desterrar de mis conversaciones con otros las que se refieren a la apariencia de los demás. Antes, cuando hacía tiempo que no veía a un amigo, solía hacerle algunas: oye, te veo más delgado o has cogido algún peso o esos zapatos te hacen más alto o ese pantalón más esbelta. He aprendido que hay personas a las que los elogios físicos, incluso, le hacen daño. A una persona con anorexia, decirle que la ves mejor, significa en su mente que ha engordado y eso la predispone a restringir todavía más lo que come. 

Hay que ejercer cuidado incluso con los supuestos halagos, cuando hay varios presentes. ¿No os ha ocurrido en algún evento de esos que exigen más arreglo físico del habitual, que veis llegar a una amiga que, ya de por sí, por ser especialmente agraciada, cuando se viste de gala, aparece imponente y le has dicho: “Madre mía, vienes deslumbrante”? Quizás la acompaña otra persona con la que la naturaleza no ha sido tan generosa, y tratamos de arreglarlo diciendo: “Ah, tú también vienes guapísima”, pero ella ya ha cazado el mensaje inicial: “La que atrae las miradas es la otra, yo soy la amiga simpática.” 

Ahora, cuando veo a alguien, si le hago algún elogio, intento que sea de tipo cualitativo: “Me encantan las decisiones que tomas ahora. Te veo más maduro. ¡Qué mérito el trabajo que haces con tus padres! Qué bien has superado los reveses que has sufrido”. Ya digo, también haré algún elogio físico, no estoy diciendo que haya que erradicarlos de nuestro lenguaje y, como siempre, cada uno que haga lo que le parezca, quién soy yo para influir en otros, pero si tratamos de ver el corazón, como le dijo Dios a Samuel que Él hacía, le daremos la importancia a lo que de verdad lo tiene y nos libraremos de las cadenas a la que nos somete la tiranía de la mera apariencia.

Autor foto: Rob Simmonds. Creative Commons.

Seamos como los animales. Les da exactamente igual lo gordos o flacos que estén ellos o sus congéneres.






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