(XXXV) DIARIO DE UN LINFOMA (una escuela taller y una empresa de moda).
30 de junio de 2022.
Último día de este mes de junio tan especial para mí. Siempre lo recordaré como el mes de la quimio y de mi diario, dos de mis medios de curación, porque aunque será la primera la que más repercusión tenga en mi recuperación, el segundo también hará su parte, y su contribución no es para nada desdeñable.
Ayer y esta noche sigo con molestias estomacales, pero nada que ver con las que tuve tras la primera sesión. Estoy tomando el protector Esomeprazol por las mañanas y, a demanda, un par de pastillas antiácidos: Almax y una de plantas llamada neoBianacid. Por lo demás, voy recuperando mis fuerzas y algo muy agradable, el saboooor, que diría Samanta la de Masterchef. No es el más insoportable de los efectos, pero, desde luego, que te sepan tan mal algunos alimentos, para mí, que disfruto tanto de la comida, es bastante fastidioso. Prefiero mil veces que no me sepa a nada, que también ocurre, a que algo que debería ser delicioso, te provoque arcadas.
Ayer conté dos “fracasos” laborales: los exámenes no superados para entrar en la Caja de Ahorros de Cádiz y en lo que hoy se conoce como la Agencia Tributaria. Espero haber sabido transmitir el sentido de las comillas que he empleado en la palabra fracaso, porque como expliqué ayer, en realidad supusieron un giro en un cruce de caminos hacia otra ruta más satisfactoria.
Después de un año en el asador de pollos de El Bosque, me presenté a unos exámenes para un puesto de administrativo en el Ayuntamiento de Ubrique. Se trataba de una escuela taller que duraría 3 años, con 7 talleres: Albañilería, Jardinería, Cerámica, Carpintería Metálica, Carpintería de Madera, Electricidad y Pintura. Disponía de un presupuesto de más de 100 millones de las antiguas pesetas y permitiría contratar a 8 monitores, un arquitecto, un arquitecto técnico, un delineante, un psicólogo y un administrativo, además de 105 alumnos para los 7 talleres.
Nos presentamos unas 20 o 25 personas para el puesto de administrativo. Al final superamos las pruebas dos personas, una chica amiga mía y yo. Nos hicieron una entrevista el concejal de cultura y un psicólogo. Yo había puesto en mi currículum algo que les resultó curioso a los dos, que recibía clases de oratoria semanales desde los 13 años. Yo no sabía exactamente cuál iba a ser la naturaleza de mi trabajo y pensé que quizás tuviera que dar clases de administración, por aquello de llamarse escuela taller. En realidad mi función sería, al final, meramente administrativa, llevaría las cuentas y toda la documentación de aquel proyecto. Tuve ocasión de explicarles que, como testigo de Jehová, en una de nuestras reuniones se nos enseñaba a hablar en público. Entonces se hacían lo que seguimos llamando asignaciones, que eran participaciones de 5 minutos, leyendo ante el auditorio o exponiendo un tema y recibiendo posteriormente consejos sobre distintos aspectos de la oratoria: contacto visual, introducciones eficaces, énfasis, entusiasmo, modulación, volumen, uso de micrófonos, ilustraciones, etc. Bueno, aquel detalle del currículum creo que solo satisfizo su curiosidad, pero no creo que fuera determinante para que finalmente me eligieran para el puesto.
Ese trabajo no resultó mal remunerado y era solo en horario de mañana, así que cumplía con los requisitos necesarios para dejar el asador de El Bosque en otras manos. Fueron casi 3 años los que permanecí en aquella escuela taller y la verdad es que me gustaba mi trabajo. Aprendí muchísimo de mi oficio y tuve ocasión de conocer una administración pública desde dentro. La escuela taller tenía como objetivo restaurar el antiguo Convento de Capuchinos como un recinto de uso municipal para lo que hoy es, por ejemplo, el Museo de la Piel. Mientras se trabajaba en su restauración, los alumnos aprendían los 7 oficios y lo ponían en práctica en el propio edificio y sus exteriores. A mí me tocó comprar toda la maquinaria y herramientas para los 7 talleres que se montaron, con el asesoramiento, lógicamente, de los monitores de cada uno de ellos. Aprendí a conseguir buenos precios y contacté con multitud de empresas, adquiriendo un bagaje de conocimiento que me ha servido a lo largo de toda mi vida.
En todos los sitios en los que he trabajado rodeado de colegas, he intentado crear buen ambiente y es lo que hice en la escuela taller. Tuvimos un primer director que era una buena persona, pero muy introvertido y con pocas dotes de mando y organización, lo que provocaba algunas fricciones por sus, en ocasiones, desacertadas decisiones. El resto de monitores y técnicos que trabajamos juntos creamos un grupo cohesionado y nos llevábamos muy bien. No sé por qué, pero a menudo me he convertido en confidente de los que me rodean. Tampoco me explico por qué han visto algunos en mí un observador neutral de lo que sucede a mi alrededor, como me han dicho más de una vez, para hacerme partícipe de sus pequeños litigios. Me ocurrió muchas veces en aquel trabajo con las típicas trifulcas que surgen entre personas que trabajan juntos. La mesa de mi oficina se convertía, puntualmente, en una especie de confesionario a la que acudían los monitores para consultar mi opinión y mediar en algunos malentendidos.
También puse siempre una chispa humorística en todos los sitios en los que he trabajado, soy amigo de las bromas de buen gusto, porque las acepto de buen grado cuando soy la víctima, pero tengo que decir que, más de una vez, las carga el diablo, y como consecuencia me he llevado algún chasco con alguna de ellas. En la escuela taller, el vicedirector, Sergio, el arquitecto técnico, era, como dicen en Cádiz, un chuflón de cuidado. Muy mal hablado, pero con mucha gracia. Siempre andaba con chanzas subidas de tono. Le encantaban las rimas picantes con todo lo que decían los demás, y él mismo provocaba esas particulares coincidencias fonéticas, ya sabéis la típica del cinco. Yo, por el contrario, nunca he dicho palabrotas ni me han gustado las ocurrencias de ese tipo, pero me llevaba muy bien con él, porque además del respeto mutuo que debe existir en toda buena relación, teníamos una debilidad especial por reírnos todo el rato.
Un día se me ocurrió la infeliz idea de gastarle una broma al monitor de Carpintería, Manuel. Al cabo de un año y pico, el director del que he hablado dejó su cargo. Todos hacíamos cábalas sobre quién sería nombrado para sustituirle. Desde luego Manuel no era uno de los candidatos, puesto que era un hombre ya mayor, muy formal y buen carpintero, pero no tenía ni la formación ni las habilidades para ocupar dicho puesto. Falsifiqué un escrito con el membrete del Ayuntamiento y la firma del Concejal del que dependíamos y busqué la complicidad del encargado de repartir la correspondencia del Ayuntamiento para que le entregara la carta en mano a Manuel en la que se le nombraba nuevo director de la escuela taller. Había congregado a todos los monitores en el Convento para que estuvieran presentes cuando se le hiciera entrega del nombramiento oficial y observaran su reacción y reírnos un rato todos juntos. Hoy día, pensándolo bien, menudo descerebrado fui, porque la cosa no salió como preveía. Cuando Manuel recibió el escrito lo abrió y se quedó pálido. Él sabía lo grande que le venía el cargo, pero yo pensaba que nos lo iba a comentar a todos e inmediatamente le diríamos que era una broma y nos partiríamos de la risa, pero no, solo llamó en secreto a su amigo Paco, el monitor de pintura, un hombre casi a punto de jubilarse, muy discreto y al que le dijo lo del nombramiento y que se iba para el Ayuntamiento a decirle al concejal que no podía aceptar el cargo porque no estaba preparado para esa responsabilidad. Paco, casualmente, era el único que no sabía de la broma y cuando se lo dije, Manuel ya iba por la puerta en dirección al Ayuntamiento. Como el concejal se enterara de que yo había falsificado su firma en un documento “oficial”, a ver cómo salía del atolladero. Salí corriendo y lo llamé para decirle que todo era una broma, que el escrito lo había hecho yo. Me miró muy serio y me dijo: “Con estas cosas no se juega, que te puedo buscar un lío por haber falsificado un documento oficial”. Le dije: “Vamos Manuel, que siempre estamos de broma, hombre, no te lo tomes a mal”. Se dio media vuelta y regresó a su taller y la cosa no pasó a mayores, pero me hizo tragar saliva durante un buen rato. Tenía 24 años, era un chiquillo, y mis ganas de guasa habían llegado demasiado lejos. Otra lección aprendida.
Al segundo año de trabajo en la escuela taller, me salió la oportunidad de llevar las cuentas, algunas tardes de la semana, de una empresa de piel que se dedicaba a las prendas de ropa, algo que no era común en Ubrique, puesto que la industria de la marroquinería solo abordaba los artículos como maletines, bolsos, billeteros y demás, pero ninguna firma se dedicaba al calzado o las prendas de vestir. Ana, una emprendedora del pueblo, tuvo el arrojo de echar a andar una marca que llegó a tener bastante repercusión en España. Consiguió abrir tiendas en Madrid, La Coruña, Logroño y hasta en Tokio, más adelante. La entrevistaban en numerosos programas de televisión y participó en desfiles como Cibeles y otros internacionales. Esther Arroyo, la que fue posteriormente Miss España y rostro televisivo famoso, desfiló en varias ocasiones para Ana y visitó nuestras instalaciones en diversas ocasiones. Juan Antonio, un trabajador que hacía de todo en la empresa, estaba prendado de ella y aseguraba que no había visto una mujer más bella, y le auguró el éxito que a la postre consiguió la popular modelo. A finales de los 80 y principios de la siguiente década, la firma de Ana apuntaba a todo lo alto. A mí me ofrecieron llevar la contabilidad por ordenador de la empresa.
Ana era todo un personaje, una mujer de fuerte carácter, con muchísima iniciativa. Era muy guapa, con unos ojos de un azul casi celeste. Su marido, Luis, era el pediatra de mis niñas, un hombre con un cerebro privilegiado, pero el típico sabio despistado. Eso sí, tenía un tremendo ojo clínico. Podía preguntarte el peso de la niña 3 veces en la misma consulta, pero luego era un excelente profesional cuando se trataba de hallar el diagnóstico acertado. Al hijo de un amigo le salvó la vida cuando en urgencias le quitaban importancia al supuesto cólico del bebé y él, sin embargo, le dijo que se lo llevara de urgencias al hospital porque preveía lo que finalmente fue, una obstrucción intestinal que tuvo que ser intervenida inmediatamente.
La empresa de Ana fue al cabo de los años un fiasco. Una pena, la verdad. A Ana le faltaron dos cosas para triunfar con su firma: un mecenas que hubiera creído en ella y le hubiera aportado la financiación que precisaba para llegar a la cima y un pueblo que hubiera apostado por ella. Ubrique es mundialmente conocido por su industria de la piel. Hoy día se fabrican aquí los bolsos y complementos de las mejores firmas de lujo, pero nunca tuvo una marca propia. La de Ana pudo ser aquella que podría haber llegado al nivel de una Carolina Herrera. En su apuesta, Ana lo arriesgaba todo con mucho trabajo y apoyándose en financiación bancaria que conllevaba unos tremendos intereses. Cuando yo entré a llevar las cuentas, la empresa era deficitaria y lo continuó siendo en los dos años siguientes.
Ahora bien, Ana era una experta pegándole capotazos a los acreedores. Yo no me podía creer cómo salía airosa vez tras vez de los enfurecidos reclamantes que aparecían por la fábrica. Un día llegó su marido, Luis, todo alarmado porque venía un señor de un banco de Jerez reclamando un descubierto que había que arreglar en una cuenta de crédito. Luis se creía todo lo que Ana le contaba, y cuando esta le enseñaba el colmillo, agachaba la cabeza y daba un paso atrás. Aquella tarde yo estaba frente al ordenador con mis tareas y Luis me contó lo que pasaba, el representante del banco se sentó a esperar que llegara Ana con muy malos modos y despotricando de la empresa. Al rato llegó Ana y antes de recibir al visitante, pasó por la oficina donde estábamos Luis y yo. Luis, muy asustado, le contó lo que le había dicho el del banco. Ana dándole voces le dijo: “Luis, ¿tú te vas a creer lo que diga un extraño o lo que diga yo? Eso es una confusión, tú déjamelo a mí, que yo lo pongo en su sitio”. Increíblemente, una vez más, aquel directivo salió del despacho de Ana con el rabo entre las piernas y con la falsa promesa de que la deuda sería saldada. Esa situación se dio vez tras vez mientras yo estuve en la empresa.
En el año 1991 me presenté a las oposiciones de la enseñanza y mañana contaré cómo llegué a ser el director gerente de la empresa de Ana durante unos 6 meses y accedí a mi puesto de profesor técnico de F.P. Juan Antonio, el trabajador de Ana, unos 10 años después murió muy joven de un infarto y Luis, años después de yo dejar la firma, se sacó brillantemente la carrera de psicología, además de la que ya ejercía como médico, se separó de Ana y también, tristemente, murió de un cáncer de garganta. ¡Cuántas mentes brillantes han desaparecido y caído en el olvido!
Siento terminar hoy con connotaciones tan tristes, pero así es como ha discurrido esta mañana mi relato. Yo no estoy para nada apenado, con el día tan bonito que hace, aunque no pueda disfrutar de que me dé el sol, lo aprovecharé para leer, charlar y hacer otras cosas útiles. Disfrutadlo vosotros que me leéis también, no merece la pena desaprovechar ninguna ocasión que se nos presente. ¡Ánimo!