(XXX) DIARIO DE UN LINFOMA (un asador de personas y una boda descafeinada)

(XXX) DIARIO DE UN LINFOMA (un asador de personas y una boda descafeinada)

25 de junio de 2022.

Tercer y cuarto días post-quimio, vuelve a repetirse el proceso, están siendo los peores. Después de ver frustradas mis esperanzas a raíz de los dos primeros en los que me sentí mejor que en la primera sesión, la realidad de un envenenamiento controlado, pero envenenamiento a fin de cuentas, se abre paso. Anoche volví a ese agotamiento absoluto, la respiración entrecortada, las náuseas acentuadas, la febrícula, la cabeza en un mar de tinieblas y un hormigueo tan extraño que te recorre el cuerpo y tensa tus nervios, aunque no tengas un ápice de energías para moverte. 

En esos momentos, la negatividad te invade, la noche se vuelve más oscura y las creencias irracionales anticipatorias tratan de apoderarse de tu raciocinio sereno. Es entonces cuando echo mano de mis reservas de sensatez para hablarme en voz alta: tranquilo, hay que pasar por esto, son unos días, volverá a salir el sol, te repondrás. Me dirigí a la cama abatido pero, una pastilla de Primperán y otra de Paracetamol, apaciguaron un tanto los síntomas y me permitieron dormir las primeras 4 horas, y después pude volver a conciliar el sueño, más ligero, eso sí, hasta las 9. La mañana se ha despertado con 18 grados de temperatura y un cielo absolutamente despejado. Después del desayuno, me siento un poco mejor y lo voy a aprovechar para evadirme con mi diario. Ahí vamos.

Hoy me apetece seguir contando mis andanzas por los años 80, después del 1985, en el que Rubi y yo empezábamos a construir nuestra futura vida en común. Innumerables cartas, llamadas y conversaciones irían determinándonos a diseñar un porvenir compartido. Éramos y seguimos siendo muy distintos en la forma de sentir ciertos estímulos externos, pero coincidíamos en lo más importante, nuestras metas y enfoque de la vida. En el año 1988, un 27 de febrero, nos casamos. Sí, éramos dos chiquillos, de solo 21 y 22 años. Si hubiésemos diseñado sobre un papel la forma y momento de hacer las cosas, con la cabeza fría y atendiendo solo al peso de la lógica y la razón, habríamos esperado, al menos, 3 o 4 años más para unir nuestras vidas en matrimonio, pero el corazón caliente emana vapores que nublan los pensamientos, los esconden. No me gusta mirar hacia atrás con pretensiones de reescribir la historia, porque, entre otras cosas, es inútil, ya no se puede cambiar, por lo tanto, asumo los errores de cálculo y me quedo con los aciertos que pudo haber en aquellas decisiones. 

Es llamativo el vuelco que han dado las relaciones románticas en el siglo XXI, ahora nos hallamos, a mi entender, en las Antípodas de lo que se solía hacer 50 o 60 años antes. Asumiendo que lo nuestro fue de una precocidad excesiva, en aquellos tiempos las parejas se solían casar en el segundo quinquenio de la veintena. Hoy día, esto se produce 10 años más tarde. No voy a entrar en la defensa o rechazo de una de las opciones, pero atendiendo a la biología, creo que los hijos vienen al mundo demasiado tarde. Hay tantos factores sociológicos, laborales, y, sobre todo, de valores morales envueltos, que influyen en la decisión de formar un vínculo de pareja y procrear, que no voy a detenerme en ellos, cada cual tiene derecho a plantearse la vida como le parezca, pero voy a contar someramente, lo que supuso para nosotros aquella decisión, a todas luces, un poco precipitada.

Desde 1985 hasta finales de 1987 trabajé en la agencia Renault. Mi sueldo era de 57.000 pesetas. A finales de ese año, mi Rubi y yo buscábamos una vivienda de alquiler para casarnos. Yo era capaz de meterme en un zulo, pero ella tenía expectativas un poco más altas, así que calmaba mis ansias y seguíamos buscando. Si hoy resulta complicado encontrar un alquiler asequible, no pensemos que en aquellos años lo era mucho menos. Conseguimos un piso de dos habitaciones por 15.000 pesetas. Si establecemos porcentajes entre el sueldo y la renta de la vivienda, observaremos que el esfuerzo que había que hacer para pagarla no se aleja mucho del que hay que hacer hoy. Además, éramos dos niños buscando piso, y muchos arrendadores nos miraban con desconfianza, tanto era así, que la referencia que pedían algunos era la de nuestros padres. Como cantaban Los Chanclas, te preguntaban: ¿y tú de quién eres? 

La arrendadora de nuestro piso se llamaba Petra y conocía a nuestras familias, así que en su piso de una primera planta de la Avenida de la Diputación establecimos nuestro hogar. Sin demora preparamos nuestra boda. Mi Rubi y yo siempre le hemos dado un valor relativo a ese día y se lo seguimos dando. Respeto absolutamente al que vuelca en ese momento todas sus ilusiones, dedica ingentes esfuerzos y recursos para que se convierta en una jornada irrepetible e inolvidable, pero para nosotros, el de la boda siempre fue el primero de los miles que vendrían después, que tendrían la misma o mayor importancia. Desgraciadamente he asistido a bodas de ensueño, con Rolls Royce alquilados, fuegos artificiales, cientos de invitados y manjares exquisitos, para tristemente comprobar que la boda fue infinitamente más exitosa que el matrimonio, que, en algunos casos, no aguantó el paso de un solo año. 

La nuestra fue, por llamarla de alguna manera, sencilla. Sí, ya sé que hubo amigos que la calificaron de otro modo: aburrida, sosa o descafeinada. No os preocupéis, seguís siendo mis amigos. Ya he explicado que Rubi y yo venimos de familias humildes. Mi madre se preocupó de comprarnos parte del ajuar de la casa: platos, cubiertos, sábanas y objetos similares. Mi suegro le regaló a su hija el traje de novia, que, si mal no recuerdo, costó 50.000 pesetas. Para de contar, el resto de fondos que se necesitaron para empezar nuestra andadura como matrimonio tuvimos que aportarlos nosotros. Yo, con mi escaso sueldo, y Rubi con las 20.000 pesetas que ganaba cuidando dos niños de una pareja de maestros. Algunos amigos y familiares nos hicieron regalos de boda, pero, de antemano, no disponíamos nada más que de lo justo para echar a andar. 

En lo que éramos verdaderamente ricos era en el amplio número de auténticos amigos y familiares queridos que nos han rodeado siempre, por eso, un banquete de boda suponía un absoluto desafío. Los dos teníamos claro algo que, casi 40 años después, permanece intacto. No entendemos una invitación a un momento feliz, como uno que genere presión en los invitados y los anfitriones. Hoy día, no acabamos de entender en lo que han derivado algunas recepciones de bodas: un intercambio de obligaciones, yo te tengo que invitar y tú me tienes que pagar el cubierto. Cuando, posteriormente, hemos acogido a multitud de amigos en nuestra casa, hemos intentado agasajarlos en la medida de nuestras posibilidades, pero nadie se plantea que los que acuden a tu hogar tengan que costear los gastos de lo que consuman. En definitiva, la pregunta era: ¿podemos invitar, sin esperar nada a cambio, a todos los amigos que nos apeteciera? Evidentemente no. Además, a lo que no queríamos renunciar era a un modesto viaje de novios, como el que realizamos a Tenerife. Con todos esos condicionantes y factores envueltos, decidimos, simplemente, no hacer ningún banquete de bodas. En nuestro salón del Reino se realizó la ceremonia religiosa, después pasamos nuestra luna de miel en el Parador de Arcos de la Frontera y, al día siguiente, tomamos un vuelo a las Islas Canarias. Todavía hoy, algunos de esos que siguen siendo nuestros amigos, nos recuerdan: quillo, ¡qué boda más sosa la vuestra! Y yo pienso: sí, pero 38 años después, aquí seguimos, con la misma ilusión, una boda sosa, pero un matrimonio feliz.

Coincidiendo con nuestra boda, cambié de trabajo. Mi amigo Juan, al que le dediqué un post “in memoriam”, abrió un asador de pollos en El Bosque. Llamar a aquello un asador de pollos era mucho decir, se trataba de un asador de personas. Luego me explico. Siempre he trabajado para vivir, no al contrario. Como dije, ganaba 57.000 pesetas en la Renault, con horario de 9 a 7 de la tarde los días entre semana y de 9 a 3 los sábados. Juan me propuso llevar el negocio, y solo lo haría de viernes a domingo, ganando 100.000 pesetas. Hicimos un acuerdo por escrito y, como siempre ocurrió entre nosotros, ambos cumplimos nuestra parte sin contratiempos. Ahora dispondría de más tiempo para estar con mi Rubi, las actividades de la congregación y mis hobbies. El local del negocio tenía una superficie de unos 6 m2. Sí, no me he equivocado, 3 metros de fachada por 2 de fondo. Se encontraba en una plazoleta del pueblo, y en esas diminutas proporciones instalamos una máquina para asar unos 30 pollos a la vez y una freidora trifásica. La gente recogía los encargos en el mostrador que daba a la plaza. Al principio resultó toda una sensación y se vendían muchísimos pollos, pero había un problema, en el diminuto local se generaba tanta calor que aquello era casi inaguantable. En el techo había un plafón de plástico con dos barras fluorescentes que, un día, mientras cortaba los pollos en la bandeja, se derritió y me cayó en la cabeza. Eran 100.000 pesetas muy sudadas, las que ganábamos entonces. Posteriormente alquilamos un local mucho mayor y con condiciones más humanas. Allí pasamos algo más de un año. 

Nuestra hija Abigaíl (Abi, como siempre la llamamos) nació un año y medio después de casarnos. Al principio, nuestra idea era no tener hijos tan pronto, pero unas pastillas anticonceptivas que tomaba Rubi le sentaron muy mal. Tanto fue así, que tuvo que dejarlas, y claro, otros métodos no eran tan efectivos para evitar el embarazo, que no tardó en producirse. A pesar de ello, nos hizo muchísima ilusión ser padres, aunque seguíamos siendo unos chiquillos, con 22 y 23 años. El embarazo de Abi fue un poco convulso. El piso de Petra tenía un local comercial debajo, en el que abrieron un Pub llamado La Galería. Se puso de moda en Ubrique y acudían muchísimas personas hasta altas horas de la madrugada. En aquel entonces, pocas medidas de insonorización se exigían y no exagero si digo que nuestra cama vibraba con los bajos de los altavoces del local. Abi nació un 13 de septiembre y aquel tórrido verano lo tuvimos que pasar con las ventanas abiertas, con decenas de personas sentadas hasta las 4 o 5 de la mañana a 6 metros de donde dormíamos, bueno, de dónde intentábamos hacerlo. Fue una pesadilla. Llamábamos a la policía continuamente, pero venían, le pedían a los dueños del local que bajaran la música y pidieran a la gente que se callara, aunque el sosiego duraba un cuarto de hora. Rubi siempre ha dicho que aquello influyó en el sistema nervioso de ella y nuestra Abi, que todavía sufren secuelas. 

La noche que se puso mi Rubi de parto, la pasó en el sofá del salón, mientras yo dormía en el dormitorio. El umbral del dolor que ella soporta es muy alto, lo ha demostrado a lo largo de los años con sus continuas migrañas, y aquella madrugada estuvo con contracciones desde el principio, pero no me dijo nada hasta las 7 de la mañana. Acudimos a Mariquita la matrona, una mujer que altruistamente atendía a las parturientas desde hacía muchos años. Merecidamente le dedicaron una calle en el pueblo hace no tanto. La recuerdo con su permanente en el pelo, perfectamente peinada, su cara maquillada y elegantemente vestida siempre. Era una mujer seria, pero profesional y considerada. Nos dijo que tenía una dilatación de 4 cms. y que nos fuéramos al hospital de Ronda, que nos daría tiempo a llegar, pero que no nos demoráramos.

Yo tenía una furgoneta Renault 4 F6 blanca y rápidamente nos montamos en ella y tiramos para Ronda, que está a unos 50 kms. de Ubrique por carretera de montaña y curvas continuas. Los dos les habíamos dicho a nuestras respectivas familias que no avisaríamos del nacimiento de Abi hasta que se produjera. No queríamos tener a nuestra suegra y madre pasando nervios en el hospital durante horas. Yo no he corrido más con un coche que aquel día. Rubi llevaba en la mano mi reloj Casio con el cronómetro e iba contando las contracciones. Ahora 1 minuto 35 segundos, al poco, 1 minuto 30, 1 minuto 25, y yo no paraba de pisar el acelerador y tomar las curvas como Fernando Alonso. 

Antes de las 9 de la mañana estábamos en el hospital. La pasaron a una habitación y una matrona entrada en años acudió a revisarla. La señora empezó a mirar  por todos lados y preguntó: ¿y la madre? Yo le dije que solo estábamos los dos, que yo era el marido. Me miró de arriba a abajo, con cierta sorpresa y muy seria y me pidió que me saliera de la habitación que iba a examinarla. Ahora, pasados los años, me pongo en su lugar y entiendo que cuando me miraba a mí, ese muchacho de 22 años, con cara aniñada, no encajaba con lo que ella esperaba de un marido de los que ella conocía. Al rato volvió a venir para examinarla de nuevo y me volvió a pedir que saliera de la habitación. Yo le dije que no iba a hacerlo, puesto que había visto a mi mujer muchas veces desnuda y conocía sus partes íntimas. Ella dijo visiblemente contrariada: “Quién tenía que estar aquí era su madre. Estas son cosas de mujeres”. Yo obvié su comentario y continué agarrando la mano de mi Rubi, mientras aguantaba el dolor y el examen. Finalmente, sobre las 2 de la tarde nació nuestra hija. Le había insistido varias veces a la matrona que quería entrar al parto, pero no me dejaron porque decían que habían coincidido dos parturientas a la vez y que los quirófanos estaban comunicados, así que me perdí ese momento tan especial. Después de nacer, ya llamé a mi suegra y mi madre para que acudieran al hospital a vernos.

Los tiempos que establecemos en la vida, no siempre están predeterminados, de hecho, casi nunca es así, son las circunstancias y la casualidad los que influyen muchas veces en cómo se desarrollan los acontecimientos. Ahora tenemos dos hijas de 32 y 28. Si no fuera por estas dichosas enfermedades que nos han asaltado en un momento de buena forma física, tendríamos por delante un par de décadas para disfrutar de nuestras hijas, sus maridos y, quien sabe, si nuestros nietos. Es verdad que la tercera década de nuestra vida la empleamos en esa tarea inmensa de criar a nuestras hijas, labor que consumió, especialmente, el tiempo de María del Mar, y le hizo postergar otras expectativas y proyectos de su vida, pero también nos pilló en los momentos de plenitud física, de ilusión, de energías para volcarnos en su crianza y educación. Con poco más de 45 años, nos quedamos solos y no hemos sufrido el síndrome del nido vacío, porque hemos aprovechado las nuevas oportunidades de disfrutar de una segunda juventud, un noviazgo renovado, 20 años después. Hemos viajado a muchos sitios y disfrutado de algunas de las cosas que dejamos aparcadas en aquellos primeros años de nuestro matrimonio. Al final, todo desemboca en lo mismo: aprovecha el momento para hacer lo que te permiten las circunstancias, no pierdas ni un minuto en lamentarte por lo que no puedes alcanzar. 










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