(XXXI) DIARIO DE UN LINFOMA (como un tren sin frenos).

(XXXI) DIARIO DE UN LINFOMA (como un tren sin frenos).

26 de junio de 2022.

Autor foto: A.Davey. Creative Commons.

5º día post-quimio y, aunque mi linfoma se rebela a los venenos que le echan, en el fondo es hasta considerado; ayer me dio una tregua y tuve un día soportable, lo más acusado fue el cansancio y un poco de náuseas, pero ese malestar de anteayer tan agudo, no se presentó. La noche no ha sido demasiado reparadora, sin grandes molestias, pero no he descansado bien. Me he levantado antes de las 8 y he podido echar una horita en mi jardín, que necesitaba alguna limpieza de hojas y ramas que invadían el pequeño huerto. Otra “ventaja” de la quimio es que te hace trabajar en slow motion (cámara lenta, no soy amigo de los anglicismos, cuando tienen equivalentes en castellano, pero lo uso porque ya hablé en otro post del movimiento slow). De repente me muevo como si tuviera 20 años más que antes, con lo cual sigo en unos magníficos 55, ya que anteriormente solía moverme como uno de 35. Venga, a un enfermo de cáncer se le pueden permitir todos estos faroles.

Ahora, de nuevo, frente al folio en blanco, y os anticipo que hoy la novela rosa sufrirá una parada técnica para superar los efectos de la desinhibición de mi anterior escrito. Mi Rubi empieza a sentirse un poco incómoda con tanta exposición pública, ya que al hablar de mi vida, la arrastro a ella, que no está tan por la labor. Retomaremos el folletín más adelante y con cierta autocensura. 

Hoy me he propuesto expresar mi punto de vista sobre algo que observo propagarse lenta pero progresivamente en la sociedad y que a todos nos afecta de un modo u otro. Vivimos cada vez más en la insatisfacción. No quiero ni puedo hacer un análisis exhaustivo del origen de esa sensación que, a mi entender, nos perjudica seriamente, eso se lo dejo a los sociólogos, pero, como siempre, hablo desde mi limitada experiencia y bajo el foco de mis principios. Quiero adivinar, como uno de los motivos, el mecanismo de competitividad en el que hemos convertido a las sociedades occidentales. Observo que cada vez existe una presión mayor, desde niños, para que adquiramos mejores capacidades, conocimientos, habilidades y todo empeñando más tiempo y esfuerzos. La ambición es considerada por amplios sectores de la población como una cualidad deseable, dicen que contribuye al progreso. 

Los defensores de este sistema de persecución de la excelencia, como lo llaman otros, lo justifican diciendo que no debemos conformarnos con lo que ya tenemos, hay que seguir pisando el acelerador porque, de lo contrario, otros nos pasarán por la derecha. Cuando comparo, a modo de ejemplo, mi paso por la escuela primaria con lo que veo hoy, algo evidente es que ahora los niños tienen que dedicar mucho más tiempo a las tareas escolares. Cuando regresaba del cole, subía los últimos 6 escalones de mi rellano de dos en dos, tiraba en el primer sitio que pillaba mi pequeño maletín con libretas y lápices (sí, ya os he contado que la Dolores se encargaba de poner las cosas en su sitio y por la mañana volvía todo a aparecer perfectamente ordenado) y volvía a bajar la misma escalera, esta vez saltando los 6 escalones de una vez o resbalando con mi trasero por el pasamanos, para salir a la calle a buscar alguien con quien jugar. La carretera nueva estaba poblada de decenas de niños por las tardes. Unos jugábamos a la pelota, lo más frecuente, otras, las niñas, al elástico, a la comba o al tocaté. Al rato se oían las voces de las madres gritando por las ventanas de la cocina: “¡Manolito!, ¡Moisés!, ¡Paco!, la merienda”. Entrábamos fugazmente de nuevo en casa, de mala gana, intentando que la recogida del pan con nocilla no interrumpiera mucho tiempo el partido, vaya a ser que otro niño me sustituyera en el equipo. Antes de cenar, si tenía un rato, hacía algunos deberes que hubieran quedado pendientes para el día siguiente, pero, generalmente, intentaba terminarlos en el propio cole para disponer de la tarde totalmente libre. ¡Qué gozada! Recuerdo mi infancia como un tiempo de despreocupación y regocijo. 

Hoy siento cierta pena, por varias razones. Una es que apenas hay niños en la carretera nueva, la calle donde me crié. Cada vez que voy a visitar a mi padre, las terrazas frontales de los bloques de pisos están vacías, y la calle también. Menos mal que el antiguo huerto que separaba los pisos del centro de la población lo convirtieron en un parque y ahí sí que se juntan algunos chiquillos por las tardes. Los gritos de los niños dan alegría. Otra es que ahora compruebo cómo los padres y madres pasan gran parte de la jornada vespertina ayudando a sus hijos a hacer los deberes. Algunas de mis compañeras del instituto se quejaban del martirio que les suponía tener que estar encima de sus hijos para que acabaran sus tareas escolares. Ahora bien, las obligaciones no acaban ahí para los peques, muchos están en clases de inglés, música y, los más afortunados (aquí tiro de subjetividad) de tenis, baloncesto o fútbol. ¿Pero qué estamos persiguiendo? Los niños necesitan jugar y, si puede ser, con otros niños. Es así de sencillo. Queremos formarlos académicamente, que sean competentes en todas las materias, pero más importante aún es su formación emocional, sin la cual, difícilmente podrán manejarse en los demás campos. Los peques estresados no nos sirven como miembros productivos de la sociedad, necesitamos chiquillos felices. 

Por otra parte, muchos padres crean un círculo vicioso que los envuelve a ellos y sus hijos. Los niños no son autónomos en sus responsabilidades escolares porque los padres están encima de ellos para que las cumplan, pero si estos últimos no dan un paso atrás, ¡los primeros jamás actuarán por su cuenta! Yo no me considero ejemplo de nada, pero ni mi Rubi ni yo, y nos dedicamos a la educación, hemos presionado a nuestras hijas para que hicieran sus deberes. Si alguna vez estuvimos al tanto, fue desde cierta distancia. Si en alguna ocasión tuvieron que pasar la vergüenza de que su seño las reprendiera por su incumplimiento, nosotros no pusimos paños calientes, era su responsabilidad. Por las tardes no echaban horas extraordinarias en clases de refuerzo ni nada parecido. Que yo recuerde, solo asistieron a actividades que ellas eligieron, el resto del tiempo era para jugar, y cuando era posible, con otros niños, lo que mejor forma psicológicamente a un pequeño. No sé si conseguimos para ellas una buena salud emocional, pero seguro que con otra forma de actuar, habría sido peor.

Pongo de ejemplo la exigencia que se impone hoy día entre los niños, porque es un reflejo del camino que lleva esta sociedad adulta. Sin darnos cuenta, nuestros modelos de comportamiento nos llevan a querer ser trabajadores más eficientes, para que eso se vea reflejado en nuestros ingresos, nuestras empresas deben ser más competitivas, las notas en los institutos se han convertido en un campo de batalla, a veces, entre padres y profesores. Cada año, sí, no exagero, aparecen padres que se quejan de que a sus hijos, en 2º de Bachillerato, “solo” les han puesto un 9, cuando necesitan más nota para la selectividad. Y yo que era un flojo que si sacaba un notable, me daba con un canto en los dientes… El ambiente que hemos creado refleja el lema de los juegos olímpicos: “Citius, altius, fortius”, más rápido, más alto, más fuerte. Pero la vida no es una competición deportiva. 

Las mujeres, especialmente, también han resultado presas de este espíritu de superación continua. Cada vez más afecta también a los hombres, pero a ellas lo lleva haciendo desde hace más tiempo. Tienen que ser más guapas, más esbeltas y permanecer por más tiempo jóvenes. Hago la distinción entre géneros porque tenemos un ejemplo palpable en el mundo del entretenimiento. Durante décadas hemos visto galanes bien entrados en años, con sus arrugas y canas, junto a mujeres que, necesariamente, tenían que ser más jóvenes que ellos o parecerlo, gracias al bisturí. ¡Qué presión para las que viven en ese mundo!

Abordo un último campo de esta carrera alocada por aumentar, mejorar, progresar o llámalo como quieras. En el aspecto económico, comparemos nuestras “necesidades” actuales con las que teníamos hace 30 años. ¿Acaso no nos exigimos ahora mejores viviendas, coches, vacaciones y diversiones que antes? Para colmo, ahora se añade el despliegue que hacemos en las redes sociales de todos esos logros personales. Antes nos enterábamos de que Martínez, el del 5º, había pasado unas vacaciones con su familia en Italia porque casualmente nos lo contó su primo en el trabajo. Ahora Martínez nos refriega en nuestras narices por Instagram sus instantáneas sonrientes en el puerto de Capri, sentado en un restaurante comiendo pasta (sí, en Italia, casi solo se come pasta). Nos pone los dientes largos mientras lo vemos hacer esquí acuático en un divertido vídeo de Tik Tok. Y yo este año, encerrado en mi casa que no me puede ni dar el sol. ¡Maldito Martínez!

Vaya, otra vez se me está yendo de las manos este post, tan solo con el preámbulo, ya es demasiado largo, y todavía no he abordado el tema central: la insatisfacción. Voy concluyendo, aunque seguiré seguramente mañana. 

El apóstol Pablo expresó las siguientes palabras: “pues he aprendido a estar contento sean cuales sean mis circunstancias. Sé vivir con poco y sé vivir con mucho. En todo y en cualquier circunstancia he aprendido el secreto de estar satisfecho y de pasar hambre, de tener mucho y de no tener nada”. (Filipenses 4:11, 12). Me gusta mucho la expresión: “He aprendido el secreto”, porque ciertamente es un descubrimiento cuando consigues aprender a vivir de la manera que él comenta. Las personas más felices que conozco son las que viven al margen de esa frenética carrera por ser mejor que los demás o, incluso, que uno mismo. He conocido personas humildes, que viven con muy poco en sentido material y que, por supuesto, no aspiran a mucho más, pero que llevan existencias llenas de lo más importante, el cariño de los que los rodean, el disfrute de la naturaleza y el aprecio por la esencia de los pequeños detalles de la vida, los cuales, casi todos son bastante baratos: una buena conversación, un bonito paisaje, un sencillo café con leche o un paseo, entre otros.

Pablo había saboreado las mieles del éxito como influyente jurista entre la alta clase farisea de sus días. De repente pasó a ser miembro de una secta despreciada por casi todos los estamentos de la época, tanto judíos como romanos: los cristianos. Fue perseguido, apaleado, encarcelado y sufrió el repudio de sus antiguos compañeros. Había estado en todo lo alto de la sociedad y en el estrato más bajo… pero aprendió el secreto de estar satisfecho con la situación que le tocó. Casi todos nosotros, los que vivimos en nuestro entorno, llevamos vidas autosuficientes en el plano material. No vivimos en Eritrea, el país más restrictivo del mundo en cuanto a libertades, ni tampoco en Sudán del Sur, donde la mayoría de la población es víctima de la hambruna. Aun así, seguimos, muchos de nosotros insatisfechos y participamos en una huida hacia delante, a ninguna parte, para vivir “mejor”. ¿No es hora de replantearse nuestras prioridades? ¿Hace falta machacarse tanto por ser mejor o tener más cosas? ¿Tenemos que seguir subiendo a nuestros hijos a este tren sin frenos a cada vez más revoluciones? No son tantas las cosas que necesitamos para que nuestro día merezca la pena. No hablo ya de nuestra existencia, que son palabras mayores, me refiero a una sola jornada, como la de este precioso día de verano. ¿Os digo lo que a mí me lo está haciendo espléndido? Pues este rato en el que he vomitado mis enredos mentales sobre un folio electrónico, porque, afortunadamente, mis náuseas son tan escasas hoy, que no me han llevado a hacerlo literalmente. La hora que pasé en mi jardín limpiando las hojas y ramas secas, la molleta del quemao con aceite de oliva virgen del desayuno, la siesta del mediodía, los mensajes de mis amigos por whatsapp, los minutos de buena lectura de un libro, la sonrisa de mi Rubi y 4 rutinas más que completarán este templado día de junio hasta que se ponga el sol. ¿Para qué quiero más?





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