(XXVIII) DIARIO DE UN LINFOMA (El olor de las madres).
23 de junio de 2022
Un nuevo y bonito día se me presenta en Jerez, con un frescor mañanero que se agradece después de la semana de calor asfixiante. La noche la pasé con paseítos al baño, pero sin náuseas, y no veas cómo se agradece. Ya se me empieza a caer bastante el pelo, pero como lo tengo tan corto, creo que mi calvicie oncológica no se va a notar demasiado y voy a ser un calvo interesante, como Yul Brynner (los cuajaditos como yo saben de quién hablo).
Ayer mi hermana-sobrina Auxi me indicó que, al decir que mi madre me había hecho un inútil, no la dejaba en muy buen lugar. Hoy voy a por el desagravio, porque llevo días pensando en un post dedicado a la segunda mujer más importante de mi vida; desde luego, la primera, si atendemos solo al aspecto biológico. Mi madre merecería, ella sola, un libro de mi parte, ese que todavía no he escrito, pero trataré de esbozar la personalidad de alguien a quien no fui capaz de encontrarle nada más que bondad. Sí, ya sé que muchos hijos podrían decir lo mismo de las suyas, pero más allá de ese defecto que exponía en mi escrito de ayer, su entrega excesiva por sus seres queridos, que bien podría considerarse una extraordinaria virtud si no hubiera provocado mi incompetencia en las labores domésticas, mi madre solo tenía cualidades excelsas como no he conocido en muchas personas. Cuando convives con alguien, acabas descubriendo todas sus miserias, pero mi madre no las tenía, creedme.
Dolores se crió en una familia feliz, con una madre entregada y un padre considerado y cariñoso, que enseñó a su hija a leer, porque nunca pisó una escuela. De pequeña vivió en el campo y cuidaba cabras desde que apenas echó los dientes. Sufrió la muerte de un hermano, cuando este era solo un muchacho, y la de su madre cuando salía de su juventud. Hasta el mismo día de su muerte, en el 2013, con 84 años, era incapaz de referirse a su madre sin que se le cayeran unas lágrimas. Esas dos pérdidas fueron dos puñales que le dejaron una herida permanente durante toda su vida.
Se casó con Manuel, mi padre, y tuvo 3 hijas: Virtudes, Tere y Mari Nieves, y 10 años después de la última, llegué yo. Mi madre era una persona volcada con su familia. Cuando yo empecé a tener uso de razón (que no sé si la sigo conservando) mis hermanas ya eran mayores, por lo que no puedo opinar sobre su crianza más allá de lo que ellas me cuentan, pero puedo hablar plenamente de la mía, como es lógico. Yo solo obtuve cariño de ella, un amor sin límites, dormí con ella hasta mucho después de ser un bebé, me acurrucaba por las noches y recuerdo que caía en sueños tocándole una verruguita característica que tenía en el brazo, cerca del hombro. En mi casa los besos y los abrazos eran continuos, hasta excesivos. Aunque saliera por la puerta para regresar 5 minutos después, el protocolo del beso era obligado. Los achuchones no faltaban, aunque yo los rehuyera cuando transitaba por la adolescencia. Era muy generosa con su tiempo y sus escasos bienes. Yo le temía a que alguien viniera pidiendo a la puerta, porque era seguro que no se iba con las manos vacías. Mi familia, cuando yo era ya el único que vivía en la casa, no andaba para nada sobrada de dinero, porque mi padre trabajaba de ordenanza en una fábrica y solo cobraba el sueldo base, que era muy corto. Yo le decía que cuando alguien pidiera dinero, le ofreciera comida, si se quería quedar con la conciencia tranquila, y en una ocasión vi a una mujer tirar el bocadillo que mi madre le había preparado, al contenedor, pero, en general, siempre ayudaba a todo el que llegaba, fuera con lo que fuera.
Mi casa parecía la Pensión Contreras, porque raro era que no hubiera alguien alojado en ella. Cuando ofrecía comida y cama no lo hacía por simple cortesía y fueron varios los que pasaron no una o dos noches, sino largas temporadas. Recuerdo que un joven que empezó a estudiar la Biblia con nuestra congregación, Ángel, tenía un padre en aquel tiempo obstinado y prejuicioso, hasta el grado que lo echó de casa cuando era un simple adolescente, prácticamente en la pubertad, y mis padres le ofrecieron alojamiento. Teníamos el cuartichín del patio, como le llamábamos a un anexo en el patio trasero cubierto por dos paredes y techo de uralita. Ángel, que ya trabajaba de albañil para ese tiempo, puso un rasante de escayola debajo de la uralita buscando cierto aislamiento térmico. Allí pasó, si mal no recuerdo, un par de años. Después, mi casa se convirtió en el refugio de los novios, como yo la llamaba, porque varios de ellos que venían de otras poblaciones y se echaron novia en la congregación de Ubrique, pernoctaban y comían allí cuando las visitaban. Los niños de los amigos y de mi hermana, que estudiaban en el colegio Benafélix, que estaba detrás de nuestra casa, también pasaban allí más de una tarde cuando sus padres tenían algún viaje, e incluso comían al mediodía. No sé cómo estiraba mi madre el corto presupuesto mensual, pero siempre tenía para ponerle un plato a cualquiera que se acercara a casa.
Bueno, hablo de sus virtudes, pero sí, ahora que lo pienso, tenía un defecto. No mostraba mucho sentido del humor, al menos uno diverso y amplio. Se reía con muchas cosas: las ocurrencias de los niños, alguna película de Martínez Soria, pero poco más. En la vida cotidiana no entendía las bromas, de hecho, la irritaban. A mi me encantaba chincharla con alguna de ellas y siempre me decía: “Manolo, no me gastes bromas, que sabes que no me gustan.” Existían temas tabú, con los que no quería banalizar. Cuando viví en Huelva 8 años, me llamaba todas las semanas, no fallaba. El teléfono en su casa estaba racionado, porque la factura no podía ser muy alta, pero ella no se miraba en gastos para llamar a su hijo y nuera. Yo debería haberle correspondido también con mi llamada semanal, aunque a veces se me olvidaba, nunca los hijos estamos para los padres como al contrario, pero mi Rubi me lo recordaba; a mi madre, en cambio, nunca se le pasaba por alto. En alguna de esas llamadas, cuando me preguntaba por su nuera, a la que llegó a querer con locura, yo le decía: “Aquí estoy aguantándola como puedo, a ver lo que me dura la paciencia con ella”. Se quedaba un poco callada y me decía: “Manolo, eso no me lo digas ni en broma, que el matrimonio es para toda la vida, tú lo sabes”. Inmediatamente le aclaraba: “Mamá, que es broma, chiquilla”. Se ponía de los nervios. “Manolo, que sabes que esas bromas no me gustan”. No había una sola vez en la que detectara en mi voz que no iba en serio.
Era una persona con una espiritualidad muy arraigada. Fue católica practicante hasta los 50 años aproximadamente, de misa diaria y comunión. En una ocasión alguien llegó a nuestra casa vendiendo una Biblia Torres Amat que costaba 20.000 pesetas. Mi padre podía cobrar unas 30.000 pesetas mensuales en aquel tiempo. El vendedor le dijo que se podía pagar a plazos y ella tenía tanta ilusión por tener un ejemplar de las Santas Escrituras, que no sé de dónde apartó el dinero cada mes para pagarla, pero la compró. Con ilusión fue a un cura amigo, Jesús, a enseñarle la Biblia y decirle que quería aprender sobre ella, que cómo podía hacerlo. Jesús le dio una respuesta que la desalentó: “Dolores, ese es un libro muy complicado para ti y difícil de aprender”. La pobre regresó desilusionada. En 1.977, una pareja de testigos de Jehová, Diego y Pili, los que luego se convirtieron en mis amigos inseparables, empezaron a tocar en las puertas de Ubrique. Los pisos donde vivíamos eran los primeros que te encontrabas cuando entrabas en Ubrique por el bar de los Tres Caminos. La puerta de mi madre era la primera del bajo derecha de su bloque. Aquella pareja dieron en la clave cuando dijeron: “Somos estudiantes de la Biblia y ayudamos a otras personas a conocerla”. Mi madre sacó la suya y aceptó estudiarla con ellos. En pocos meses se dio cuenta de que la Biblia Torres Amat, enorme, que pesaba 3 o 4 kilos y tenía magníficas imágenes, era poco práctica para manejarla y llevarla a todos sitios. Los testigos tenían la Traducción del Nuevo Mundo que era de pasta verde, mucho más pequeña y con un lenguaje más actual, y costaba 40 veces menos, y, claro, su contenido tenía exactamente el mismo valor. Mi madre demostró un coraje inmenso al hacerse testigo de Jehová en mi pueblo, y causó más de un disgusto entre las beatas del lugar, como la consideraban a ella misma, aunque no le gustara el apelativo. Yo mismo sufrí en mis carnes algún desprecio, la mayoría no me dolieron, pero sí el de mi catequista Carmen, a la que yo llegué a apreciar muchísimo. Aunque sus clases eran más bien aburridas, como me daba pena, yo intentaba mostrar interés para contagiar a los demás niños y que ella no lo pasara tan mal con nuestra apatía. Cuando mi madre empezó a estudiar la Biblia con los testigos, dejó de hablarnos cuando nos veía por la calle. Mi madre mejoró en aquellos años muchísimo en la lectura y la argumentación. Siempre pensé que habría sido una estudiante brillante, si hubiera tenido ocasión de ir a la escuela. Tuvo un mérito enorme cuando empezó a predicar, como le llamamos nosotros a las visitas domiciliarias que le hacemos a los vecinos. Tuvo que llamar a las puertas de sus antiguas compañeras de banco en la iglesia y explicarles lo que ella había descubierto en la Biblia, que en muchos casos era bien distinto de lo que había aprendido en las misas. Pero su fe no se limitaba a esos momentos, le hablaba de ella a cualquiera que visitara su casa y nunca faltaba a una reunión, aun en las circunstancias más desfavorables.
Lo que soy hoy se lo debo en gran parte a su ejemplo: nunca la vi mentir, jamás; odiaba las palabras malsonantes, siempre veía la bondad en los demás, odiaba las críticas y el chismorreo y perdonaba sin tacañería, como lo hizo conmigo y mis hermanas en numerosas ocasiones, y con los que le hacían alguna faena. Fue un ejemplo de tal calibre que, todos las que la conocían de cerca, lloraron con sinceridad su pérdida. Mi madre, igual que conté de mi amigo Juan, hacía suyas las palabras de Hechos 24:15 “Y tengo esperanza en Dios […] de que va a haber una resurrección”. ¡Qué consuelo para ella y para los que compartimos esa misma esperanza!
Salvo deshonrosas excepciones, todos tenemos tanto que agradecerle a nuestras madres, que haríamos bien en recordar dos o tres cosas importantes. Primero, que las oportunidades para devolverles su cariño, se acaban algún día. Llega el momento en que se van y ya no podemos expresarles nuestro afecto. Hoy es el mejor día para decirles cuánto las queremos, no esperemos a mañana. Segundo, nunca seremos capaces de equilibrar el desprendimiento personal que ellas hicieron por nosotros, y lo triste es que esos primeros 3 o 4 años en los que realizaron el mayor desgaste, no los recordamos. Yo estuve enganchado a la teta de mi madre 2 años y desde mucho antes, desde la concepción en su matriz, empecé a arrebatarle el calcio de sus huesos, la queratina de su pelo y hasta su propia sangre durante 9 meses. Después, tras el doloroso parto, seguimos robándoles sus noches de sueño, la energía de sus músculos y sus lágrimas, cuando éramos nosotros los que llorábamos y no sabían lo que nos ocurría. Ese amor sin reservas no tenemos forma de compensarlo de ninguna manera. Tercero, se ha descubierto que cada persona tiene un olor único, mucho más personal que las huellas dactilares, tanto es así que la policía científica trabaja con métodos para identificar a individuos a través de ese método. Mi madre olía a ella hasta el día de su desaparición. Ese olor se percibe, sobre todo, con los abrazos. Abrazadlas mientras podáis, oledlas, cerrad los ojos y percibid ese aroma característico que solo los que hemos estado en su vientre, identificamos tan bien. Algún día, eso será lo más poderoso que nos quedará de ellas en nuestro recuerdo.