(XXIV) DIARIO DE UN LINFOMA (el taller, una moto y 3 pequeñas cotillas).

(XXIV) DIARIO DE UN LINFOMA (el taller, una moto y 3 pequeñas cotillas).

18 de junio de 2022



Mi tarde-noche de ayer fue extraordinaria. Unos queridos hermanos nos invitaron a Rubi (Mª del Mar) y a mí a su campo, el mismo en el que despedimos a Jhon, para esta vez darle la bienvenida a Toñi a nuestra congregación. Toñi se crió en Ubrique, pero ha estado 10 años en Málaga, trabajando y formando parte de una congregación china. Ahora, debido a la muerte de su querida madre, está de nuevo en Ubrique viviendo con su padre. Antes de cenar unos magníficos pinchitos morunos que tenían preparados, además de ensaladilla y otros alimentos que generosamente nos ofrecieron, un buen grupo de unas 20 personas, nos sentamos en círculo en aquel césped tan bien cuidado para charlar y, sobre todo, reírnos. La tarde empezó muy calurosa, pero el enclave de este jardín paradisíaco, en el que han convertido aquel trozo de tierra, se encuentra junto al río Tavizna y, cuando el sol se pone, la temperatura refresca considerablemente y se estaba espléndidamente allí. Muchos de los contertulios nos conocemos desde hace décadas y, al estar leyendo mi diario una parte de ellos, sacaron a relucir historias y anécdotas que completaban lo que yo había contado hasta ahora. Es muy curioso cómo la mente guarda en rincones insospechados detalles que afloran como un resorte cuando otros nos mencionan algo relacionado con ellos. La charla me sirvió como combustible para encender en mi memoria pasajes de mi vida que permanecían apagados y formarán parte de futuros escritos. Durante las más de 3 horas que permanecí allí, solo me quité la mascarilla para comer, y lo hice solo, apartado del grupo. Intenté mantener todas las precauciones posibles para que mis queridos neutrófilos, los últimos de Filipinas, no tuvieran que enfrentarse desbordados a ninguna horda de virus o bacterias. Me sentí físicamente muy bien y psicológicamente todavía mejor, ya que durante ese tiempo me olvidé de todo lo que tiene que ver con mi enfermedad.

Tengo muchos apuntes guardados en mi zurrón sobre episodios que quiero ir desvelando en mis entradas del diario-blog, pero hoy me apetece seguir con detalles de mi vida, en aquellos meses de finales del 84. Mi propia hija me recriminaba anteayer que hubiera interrumpido abruptamente el relato de mis primeros pasos con mi Rubi. Se ve que hasta mi propio retoño ignoraba muchas de las cosas que he ido contando y se mostraba curiosa por conocer con más exactitud cómo fueron aquellos años en que conseguí que su madre llegara, más tarde, a ser precisamente su madre. 

En septiembre de aquel año me hicieron una entrevista de trabajo en la Agencia Renault de Ubrique para trabajar en la oficina. Los candidatos al puesto eran Tere, una chica que había estudiado Administración en Formación Profesional conmigo, aunque no en el mismo curso, y yo. Antonio, el propietario del taller, tuvo la “delicadeza” de decirme, antes de la entrevista, que él no quería un chaval para el puesto, que prefería una chica, porque yo tendría que hacer el servicio militar y ausentarme del trabajo, pero que estaba allí porque conocía a mi padre, que era cliente de su empresa y, además, paisano, los dos procedían de Arcos de la Frontera. Yo le comenté que era objetor de conciencia y que estaba esperando que aprobaran en el congreso la ley que regularía mi situación, por lo que no tendría que hacer el servicio militar, al menos, en las próximas fechas. Un asesor fiscal que llevaba las cuentas de la agencia nos hizo la entrevista y una prueba. Nos dio una serie de documentos: facturas, recibos, domiciliaciones bancarias y otros para que realizáramos los asientos contables. Tere se bloqueó porque me conocía del instituto y decía que yo estaba mejor preparado que ella. No hay peor enemigo que uno mismo cuando se cree incapaz de algo. Yo le comenté lo que me había dicho Antonio y que a mí no me iban a coger, que ella tenía todas las papeletas para el puesto, pero estaba un poco acomplejada conmigo porque nos conocíamos y ella sabía que mi expediente académico era mejor que el de ella, por lo que se puso tan nerviosa que ni siquiera terminó de realizar los apuntes contables. Al final, a regañadientes, Antonio me contrató.

El trabajo en la oficina del taller era muy entretenido, mi predecesor, Santiago, continuó en la empresa, pero encargado de los repuestos. Yo tomé las riendas de la facturación, correspondencia, archivo, atención al cliente y todo lo demás. No tenía experiencia alguna, por lo que tuve que aprender a marchas forzadas. Santiago fue generoso enseñándome, aunque algunas veces me miraba con cierta desconfianza, sospechando que pudiera desplazarlo. El paso de casi 40 años me va a permitir que cuente algunas cosas que no dejan del todo en buen lugar a mis excompañeros, pero creo que los años que han transcurrido permiten considerar prescritos sus “delitos” y además me he tomado la libertad de cambiar algunos nombres. La verdad es que individualmente eran buenas personas, y lo siguen siendo, pero algunas veces, el grupo estropea al individuo, parece que delante de otros tenemos que mostrarnos más rudos de lo que somos, más insensibles o más “machos”, como querían parecer algunos. Yo venía muy blandito, la verdad. Era un chiquillo de 17 años, espigado, pero muy delgado, medía 1,83, pero solo pesaba 65 kilos. Mi educación era ya fuente de fricción en el instituto, por las costumbres que no compartía con mis condiscípulos: nunca había pisado una discoteca, no había fumado ni consumido droga alguna, no soltaba tacos y no me había ido a la cama con ninguna mujer. Como el tiempo en el centro educativo se lo llevaban las clases mayoritariamente, y solo era en los recreos y minutos entre ellas los que permitían socializar con los compañeros, no se producían demasiadas situaciones incómodas para mí, me llevaba bastante bien con todos ellos, pero sí que, en ocasiones, el gracioso de turno, se metía conmigo ofreciéndome un porrito o alardeando de sus conquistas sexuales del fin de semana para intentar dejarme en ridículo. Cierto es que tenía mis protectores, como José Luis, que medía 1.90 y pesaba más de 100 kilos y Jerónimo, que era un prenda de cuidado al que los profes no podían ver, pero que como se llevaba muy bien conmigo, estuvo a punto de partirle la cara a más de uno que se burlaba de mí.

En el taller, sin embargo, prevalecía la ley de la selva. Para Antonio, el jefe, la facturación de los mecánicos no dejaba el dinero que él esperaba, siempre estaba protestando. Lo que me impactó al principio era que no pasaba un día en el que no se produjera una pelotera que derivaba en un tajo de voces. Santiago se ganaba alguna a pulso porque era muy aficionado a los canutos y se metía entre las estanterías del almacén a fumarse alguno que otro, no era de extrañar que más de una vez se le olvidara pedir alguna pieza que retrasaba las reparaciones de los vehículos, pero aunque Antonio lo más bonito que le decía era “subnormal”, nunca llegaba a despedirlo, porque era como de su familia, había echado los dientes en el taller y era muy generoso con las horas que le dedicaba. José era el mecánico más veterano, había comenzado el negocio con Antonio, pero nunca quiso ser socio y se limitaba a su trabajo y no quería echar horas extras, era el único que cobraba un sueldo fijo. Los demás: Gabriel, el pintor, Juan, el chapista, Andrés y un par de mecánicos más de los que he olvidado sus nombres, trabajaban por cuenta, de lo que se facturaba por mano de obra, iban al 50% con la empresa. No sé lo que ocurría en otros sitios, pero en el taller parecía que todo había que decirlo acompañado de un buen exabrutpto y de mala manera. Él único que mantenía otras formas era Juan, el chapista, un hombre introvertido, muy trabajador, que solo se dedicaba a lo suyo y era el que más facturaba. Gabriel, el pintor, era el más malhablado y desafiante. Todo para él tenía una connotación sexual, no había clienta que apareciera con su coche que no se llevara los apelativos “cariñosos” de su parte. Si alguna era especialmente llamativa, dejaba lo que estuviera haciendo para darse una vuelta por la oficina y comérsela con la mirada. Yo que disfrutaba de una preciosa relación platónica con mi Rubi, detestaba aquella forma de actuar, hasta me costaba comerme el bocadillo en su presencia, porque la mayoría de sus conversaciones versaban sobre sus hazañas sexuales con su mujer o con otras. Recuerdo que un día me armé de valor y le dije: “Oye, si eso que tú estás contando (hablaba de su paso por un burdel de la zona) lo hiciera tú mujer, ¿qué pensarías?”. Su respuesta fue bastante nauseabunda: “La tiro por el balcón”. Tenía otras cosas positivas, y hasta me ayudó en algunas ocasiones y, aunque hace muchos años que no lo veo ni sé de su vida, no le guardo rencor, ni me importaría volver a charlar con él después de tanto tiempo. Yo tengo ya poco que ver con aquel chiquillo tímido y apocado y espero que la vida lo haya encauzado a él hacia comportamientos más sensatos y sanos.

Mi primer año en aquella oficina estuvo marcado por dos fuertes tentaciones: usar el teléfono de la oficina, en alguna ocasión, para llamar a mi rubia y adquirir la moto de segunda mano de 500 cc, una Ducati con tubo de escape plateado, que se exponía en el escaparate y se vendía por 175.000 pesetas. Las dos me superaron. Ahorré todo lo que pude aquel año y me compré la moto, que de nuevo supuso un fuerte disgusto para mi madre. Las motos y los jóvenes son una mezcla explosiva. No hay nada más que hacer una visita a una unidad de traumatología de un hospital para encontrarse casi siempre a jóvenes accidentados, muchos de ellos que acaban en paraplejia. Yo tuve un golpe de fortuna, nunca mejor dicho, que me llevó a venderla no mucho tiempo después de adquirirla. Un día iba con ella para casa de mi Rubi, por los Callejones, una de las calles principales de Ubrique. Un coche que iba delante mía hizo amago de tirar hacia una calle a la izquierda y yo, pensando que lo haría, lo adelanté por la derecha, cuando en ese momento lo rebasaba, hizo justo lo contrario, giró hacia mí, me golpeó la rueda trasera y caí al suelo, arrastrando mi cuerpo 5 o 6 metros sobre el asfalto. A la moto no le pasó gran cosa, pero yo, que era pleno verano y llevaba una camiseta de algodón amarilla de mangas cortas, quedé totalmente ensangrentado aunque sin lesiones graves. Aquello encendió mis miedos, pensé para mí, si me ha pasado esto circulando a 50 kms. por hora, ¿qué podría ocurrirme a 120? Como sucede continuamente en la vida, no hay mal que por bien no venga, así que pasé página en mi faceta como motorista, la vendí y ahora le estoy agradecido al percance.

Mi rubia seguía con sus estudios en Cádiz, en un piso de estudiantes que una tía suya le alquilaba a un primo, un par de estudiantes más y a ella. Yo continuaba con mis largas cartas y llamadas telefónicas, pero no queríamos formalizar como novios todavía y pretendíamos llevar en secreto nuestra relación romántica, aunque algo se interponía en nuestro plan, 3 niñas un poco cotillas, que, a escondidas, robaban las cartas que me enviaba y las leían. Una de las 3 era mi sobrina Auxi, de 9 años, que vivió en mi casa desde que nació, por lo que es una hermana para mí, mucho más que una sobrina. Las otras dos eran Gema, de 10 años y Ana, de 8. Formaban un trío calavera que ha mantenido la amistad después de tanto tiempo. Aunque le arrebaté la llave del buzón a mi madre, que se volvía loca buscándola, las tres rebuscaban en mi cuarto hasta que encontraban los manuscritos. Había que parar aquello y a Rubi y a mí se nos ocurrió un plan descabellado que, sin embargo, funcionó durante algún tiempo. Les hicimos creer que éramos extraterrestres con superpoderes para dominarlas, pero eso ya lo contaré más adelante.

Aunque tiene poco que ver con lo que he contado en este post y supone un salto de 37 años, voy a terminar recordando un acto muy bonito que tuvo lugar justo hace uno. Una compañera del instituto, Ana, junto a otra, Gema y algunos alumnos, le prepararon una sorpresa a mi Rubi en el salón de actos. Con esa imaginación desbordante que tiene, cada año, al final del curso prepara una entrega de los Óscar a sus alumnos de la clase de oratoria. Todos se visten de gala y organizan una entrega de premios para el que mejores introducciones ha hecho a lo largo del curso en sus presentaciones, el que más ilustraciones ha usado, al que destacó por sus gestos, mejor contacto visual, etc. Los alumnos preparan pequeños discursos y todo queda en un acontecimiento precioso que pone broche a un curso que suelen recordar con cariño. Este pasado año, Ana me pidió que yo le dijera unas palabras al final. Ella le había comprado una réplica de un Óscar que los alumnos le entregarían a su profesora, con una placa que decía: “Hay más felicidad en dar que en recibir”, que son palabras de Jesús, registradas en la Biblia y que reflejan la forma de actuar de mi Rubi. Desde aquí quiero agradecerle, de nuevo, de corazón, todo lo que preparó Ana con tanto cariño. Mi aportación fue un pequeño vídeo que no voy a colgar aquí porque me salió bastante “empalagoso”, de un romanticismo quizás un tanto saturado y me da cierta vergüenza subirlo a la red. El hilo argumental de mi vídeo era la película que se estrenó precisamente en 1.984, “La historia interminable”, y detrás de mis palabras sonaba la canción que formaba parte de la banda sonora de la película. Dejo un enlace a esa canción, porque en aquel año nos propusimos que la nuestra fuera precisamente eso, una historia interminable, que afortunadamente, todavía lo sigue siendo.

 

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