(XXV) DIARIO DE UN LINFOMA (El cáncer no es el único asesino silencioso).

(XXV) DIARIO DE UN LINFOMA (El cáncer no es el único asesino silencioso).

 

Autor foto: Mary Lock. Creative Commons.

19 de junio de 2022

¡Qué cambio de temperatura se produjo anoche! Amanecemos con 17 grados. Hemos podido descansar en Benaocaz arropados por las sábanas y una ligera colcha. Después de esta semana de calor asfixiante, se agradece. Yo no he dormido todo lo bien que me hubiese gustado, porque llevo un tiempo haciéndolo con un sueño más ligero del que resulta del todo reparador, pero físicamente me encuentro bien, sin fiebre, dolores, sudoraciones y, salvo un poco de tos durante el día, libre de los síntomas que sufrí durante los dos primeros meses de la enfermedad. 

Hoy quiero abordar un tema al que no es fácil encontrarle algo positivo, pero que necesito expresar en palabras. Mi Rubi me decía el otro día, como pudisteis leer, que no la idealizara delante de otros, que me había hecho sufrir mucho en estos últimos años y me dio permiso para que revelara una parte del origen de ese sufrimiento. Me voy a guardar detalles, no puedo abrirme en canal y arrastrarla a ella a esa exposición sin censuras, pero intentaré explicar algo muy doloroso para los dos, respetando cierto grado de privacidad.

Todos tenemos en el camino que vamos recorriendo en nuestras vidas una serie de desafíos agazapados que, cuando menos lo esperamos, saltan desde sus márgenes y nos aparecen justo en medio, como esos animales salvajes que se nos cruzan, en ocasiones, cuando circulamos por estas carreteras de montaña. Entre esas amenazas ocultas se encuentran las más temidas: enfermedades y muerte de seres queridos. Yo he transitado libre de ellas hasta que cumplí los 40, pero, a partir de ahí, aparecieron algunas que desestabilizaron mi mundo tan lineal y ordenado. En 2013 terminó la agonía de mi madre tras sus dos años de demencia vascular. Su pérdida y lo que supuso su figura para mí, precisan de un detalle que no voy a aportar en el escrito de hoy, pero creo que todo el que ha pasado por ese desgarro emocional sabe que determina un antes y un después en tu enfoque de la vida. A partir de ese momento te sientes mucho más solo en el mundo. Por aquellos entonces, una amenaza silenciosa empezaba a anidar en la mente de mi Rubi. Comenzó de una manera tan discreta que, seguramente, solo ella la notaba. Algunos años después se manifestó más intensamente. Me confesaba que muchas mañanas se levantaba sin ganas de nada, sin encontrarle sentido a lo que hacía y ocupándose de su día a día como lo haría un autómata. Su rostro permanecía más serio de lo habitual y algunas de sus costumbres básicas empezaban a cambiar, algunas de ellas con un componente autodestructivo. Hace unos 6 años, en contra de su voluntad, accedió a acudir a un profesional en salud mental debido a mi insistencia. Después de un año de terapia, no mejoró y suspendió sus visitas.  En el impasse de casi 4 años, su mente y cuerpo siguieron deteriorándose hasta llegar a hacer la situación insostenible, no solo para ella, sino también para mí. Afortunadamente, una serie de datos objetivos que aparecieron, como los testigos que se encienden en el salpicadero de un coche para avisarnos de fallos importantes en su funcionamiento, hicieron saltar todas las alarmas y de nuevo accedió a acudir a profesionales que la ayudaran. Ahora hace un año de ese importante paso. El primer contacto médico se produjo con José Manuel, un neurólogo de Sevilla, que analizó una resonancia magnética en la que aparecieron unos daños cerebrales de cierta entidad para una persona de su edad, pero su diagnóstico, lejos de referirse solo a la parte fisiológica de la patología, fue de carácter psicológico, determinó una depresión grave con cuadros de ansiedad y le recetó antidepresivos. Ella se sorprendió, pero José Manuel no dejaba lugar a dudas. Desde el 29 de noviembre del año pasado se vio obligada a pedir la baja de su trabajo, decisión que tomó después de meses en la que la iba rumiando. Su tratamiento le exigía dedicar muchas horas cada día a la terapia recomendada por los profesionales, y, a su vez, dejar lo único que la motivaba un poco, como era el contacto con sus niños en el instituto y modificar sus hábitos cotidianos totalmente, con lo que eso implicaba en su relación conmigo y con respecto al cuidado de su madre con Alzheimer. Tengo que subrayar que ese salto al vacío que dio fue valiente y arriesgado, muy difícil de ejecutar. Esta es la breve historia, contada todavía más sucintamente. 

Detrás de este conciso relato se esconde una realidad semioculta que plaga a nuestra sociedad moderna, la creciente incidencia de las enfermedades mentales. Me quiero detener en una serie de cuestiones que creo tan importantes, que deberían formar parte de la educación que recibimos desde pequeños. Se nos vacuna contra el sarampión, la viruela, ahora contra la COVID, y se nos asesora sobre cómo prevenir el contagio. Atendemos a señales de alerta como la fiebre, la tos y otras de carácter físico, para decidir acudir a un facultativo, pero vivimos ajenos a otras que deberían alarmarnos aún más y que derivan en trastornos mucho más graves que el coronavirus, porque deterioran el órgano más importante del cuerpo, ese que nos gobierna. El dolor que producen estas enfermedades tanto en el paciente como en sus familiares es de una magnitud difícilmente comparable a otros. Cuando tu cerebro no es capaz de llevarte a comportamientos que lo puedan curar y, por tanto, no es capaz de procesar lo que las personas que te rodean quieren hacer para ayudarte, el círculo que se produce es tan autodestructivo, que romperlo, siendo vital, se torna en ocasiones, imposible. Esa sensación de impotencia para el que lo sufre, y para las personas que quieren ayudar, llega a ser muy angustiosa. 

Convivir con la persona que más quieres y ver que, paulatinamente, entra en una espiral que la destruye, es terriblemente doloroso. Mi Rubi, en los últimos años no era mi Rubi. Y este hecho, explicado con esa redundancia premeditada, saca a la palestra el primer punto importantísimo que todos los familiares de un paciente con un trastorno mental deben asimilar: la que te hace sufrir y se comporta de forma tan irracional no es la persona que amas, es su ENFERMEDAD. Yo, a la suya, la bauticé como Lola. ¿Entendéis ahora mi anterior referencia a que la que me ha hecho sufrir tanto no era ella, sino la Lola? Sé que puede parecer un recurso frívolo, pero por trivial que os parezca, ayuda a que en tu cabeza se produzca un clic que cambie radicalmente la forma en que te enfrentas a la situación. Recuerdo que hace muchos años presenté un discurso que trataba brevemente de la depresión y citaba unas palabras de la hija de una enferma, ella contaba: “Mi madre a veces me decía cosas terribles, crueles hacia mí, pero entonces yo recordaba que ella era una persona amorosa, que siempre me había tratado con delicadeza y cariño, así que me dí cuenta de que la que hablaba no era ella, sino su enfermedad, eso me ayudaba a no responderle de la misma manera, a no enojarme con ella.” Esas palabras que yo mismo reproduje, no cobraron auténtico sentido hasta que las viví con mi rubita. Ella no se ha expresado nunca duramente conmigo, pero sí ha sido muy cruel consigo misma y cuando hablaba y actuaba de manera irracional, yo le decía, ahora no eres tú la que lo hace, Rubi, es la Lola. 

Este hecho que se produce con las enfermedades mentales y que desdobla la personalidad del enfermo, queda más palpablemente reflejado en el Alzheimer. Mi querida suegra, Hilaria, ha sido una persona trabajadora, limpia, generosa y bien hablada. En esta segunda etapa de su enfermedad se ha convertido en otra. No mueve un dedo para hacer nada en la casa, solo se sienta con la mirada perdida, tiene arrebatos de ira contra su marido, mi admirado Curro, y lo insulta con palabras que jamás había escuchado en su boca; no quiere bañarse y su habitación, si no fuera por la intervención de mi suegro, se habría convertido en una auténtica leonera. Mi querida suegra no es ella, y esa realidad traté de hacérsela ver a mi suegro. Él me decía: “Pero ¿cómo puede ser que se levante diciéndome que si no fuera por mí qué iba a ser de ella y 5 minutos más tarde me eche de su habitación llamándome mierda?”. Yo en bastantes conversaciones le decía: “Curro, no es ella la que te insulta, es su enfermedad. Tienes que entender que es como si otra persona la hubiera poseído y en esos momentos no es ella la que habla”. Afortunadamente y, a pesar de sus 87 años, Curro es una persona inteligente y receptiva, y ha llegado a interiorizar este difícil hecho: su querida esposa, en muchos momentos, ya no es ella.

Un segundo aspecto relevante que quiero resaltar, volviendo a mi Rubi, es que la depresión grave tiene muchas vertientes y manifestaciones. A veces tendemos a identificar al depresivo como alguien que se encierra en su casa, en su habitación, y no quiere ver a nadie. Es verdad que esa es una forma en la que muchos que sufren la enfermedad actúan, pero no siempre es necesariamente así. Uno de los psicólogos que ha tratado a Mª del Mar le confirmaba el diagnóstico que le había hecho el neurólogo de depresión grave, y ella le decía: “Pero, ¿cómo puede ser si yo llevo mi vida adelante, hago las tareas de mi casa, voy al trabajo y también lo desempeño con normalidad?”. Él le respondió con una pregunta reveladora: “¿Pero CÓMO lo haces?”. Ella reconocía que actuaba por inercia y desmotivada, por un simple sentido de responsabilidad, pero ni disfrutaba con lo que hacía, ni le encontraba ningún sentido. Uno no puede moverse por la vida así, no somos muñecos a los que nos dan cuerda y empezamos a menear brazos y piernas enérgicamente mientras nos dure la fuerza del muelle, para luego esperar a que nos vuelvan a activar y así indefinidamente. Recalco un hecho que deberíamos todos tener en cuenta, los trastornos psicológicos no tienen un patrón común, y los legos no hacemos bien en juzgar cómo debería comportarse el enfermo si se supone que sufre, por ejemplo, ansiedad. Algunos con ese trastorno, comen desenfrenadamente, mientras que otros restringen las ingestas de forma enfermiza, unos no pueden enfrentarse a grupos de personas, aunque sean reducidos, y otros sufren crisis cuando se ven solos. Algunos depresivos se enrocan en su introversión y apenas se comunican y otros manifiestan episodios de euforia en los que no paran de hablar. La mente es tan compleja que no debemos prejuzgar a nadie cuando manifiesta comportamientos que nos parecen extraños.

Finalmente, el tercer punto que deseo enfatizar es que tendemos a buscarle una explicación a los cuadros ansioso-depresivos. A veces simplificamos la situación de la siguiente manera: ¿cómo puede estar deprimido si lo tiene todo en la vida? Pues bien, el cerebro funciona con un equilibrio electroquímico tan delicado y con mecanismos tan complejos, que ni los estudios neurocientíficos más avanzados han logrado todavía desentrañar. ¿Cómo vamos nosotros a saber lo que desencadena un mal funcionamiento del mismo? Simplificar de esa manera a veces produce un sentimiento de culpa en el enfermo que solo agrava la situación, pues este piensa que no debería encontrarse así, que no hay motivos objetivos. En definitiva, los que no somos expertos en la materia, en lugar de incidir en las posibles causas, debemos aportar nuestro esfuerzo en las soluciones, que siempre pasan por la comprensión, la escucha con atención y esa fuerza que nunca falla: el amor incondicional. 

Hoy mi post ha sido monográfico. Pretendo por un lado “humanizar” a mi rubita, exponiendo su talón de Aquiles más acusado, y por otra parte quiero animar a los que sufren de enfermedades mentales a acudir por ayuda antes de que su aparente control se les escape de las manos. No debemos sufrir ningún estigma social por padecerlas, no somos enfermos de segunda clase por no tener una manifestación física evidente y no debemos dejar de querer a la persona que, por un tiempo, se oculta detrás de esa otra que manifiesta un comportamiento errático. Yo he llegado a odiar a Lola, es cruel, despiadada, busca acabar con mi rubita a toda costa, pero a esta última nunca he dejado de amarla, de respetarla por su entrega, su valentía, su determinación en momentos de lucidez para acorralar a esa intrusa que se ha apropiado de su identidad, tratando de arrinconarla. A mí no me define mi cáncer y a ella no lo hace su depresión. Si todos fuéramos capaces de ponernos esas gafas mágicas que nos hacen atravesar la capa ficticia con la que nos visten los trastornos mentales y penetráramos en el interior de las personas, en el yo real, seríamos mucho más comprensivos, empáticos y útiles para aquellos que tanto queremos.







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