(XVII) DIARIO DE UN LINFOMA (la esperanza siempre llama dos veces).

(XVII) DIARIO DE UN LINFOMA (la esperanza siempre llama dos veces).

11 de junio de 2022

Foto de mi padre. Abril de 2021

Hoy no pensaba escribir nada en mi diario. Una parte de mí, ya sabéis que tenemos un cerebro, pero más de una mente (no os lancéis a mí los neurólogos y psicólogos, yo me entiendo y ya lo explicaré), me decía que para qué voy a volver a quitarle tiempo a nadie leyéndome, pero, de repente, otra me contradice y me recuerda que principalmente esto lo hago para mí, que este hábito repentino me da un pequeño impulso cada día y expulsar sobre líneas pensamientos, que no verbalizados se empozoñan, me viene bien. 

Enfrentarme a este fondo blanco sobre el que escribo es cada día un interesante acto de improvisación. Es verdad que algunas veces acabo dibujando en papel electrónico ideas que se me ocurrieron en mis despertares nocturnos, pero la mayoría, como es el caso hoy, no sé por dónde acabarán, casi seguro en Úbeda, por aquello del dicho de los cerros.

Otro día más de las jornadas “entrequimios” que me dan un respiro. He descansado sin molestia alguna y me he levantado con energía. Lo han podido comprobar los compañeros de videoconferencia que han soportado mis bromas mientras redactábamos una carta conjunta para enviarla a nuestros vecinos. Hoy el tema era nuestra esperanza de vivir en un mundo en paz, uno en el que noticias como el tiroteo en la escuela de Uvalde en Estados Unidos, no existan. Ojalá seamos capaces de transmitir esa visión, que muchos consideran utópica, a los posibles lectores de nuestras cartas. 

Precisamente la esperanza es algo que considero consustancial a la naturaleza humana. Desde que nacemos esperamos y lo hacemos con una connotación positiva. Un bebé aguarda el momento de engancharse al pecho de su madre, luego, con el paso de los años esperará impaciente el momento de jugar con sus coetáneos en el parque, más adelante mirará con anhelo la llegada del verano para disfrutar las vacaciones escolares, contará los días para cumplir la mayoría de edad durante su adolescencia y soñará con terminar sus estudios y encontrar un trabajo adecuado a sus aspiraciones, una pareja leal y un cobijo accesible, una vida, en definitiva, satisfactoria. Pero, muy a mi pesar, he visto a personas muy queridas, en distintas etapas de su vida, perder la esperanza; y pocas cosas hay más oscuras que esa. 

Mi padre, del que prometí hablar con más amplitud, es un ejemplo de optimismo increíble. A sus 97 años, pocos días lo he visto sin sonreír. Lleva ya unos cuantos años siendo dependiente total. El deterioro que inevitablemente impone el paso del tiempo le provocó la pérdida de estabilidad hace mucho y le restó fuerzas en esas piernas que tantas tierras pisaron y kilómetros recorrieron. Su retina dejó de recibir las imágenes debido a una degeneración macular y los innumerables pequeños ictus han dejado su cerebro mermado para hablar con la fluidez que le gustaría y mover sus extremidades con precisión. Aún así, sus palabras siempre dejan entrever un hilo de esperanza. Hace pocos meses sí que pasó un periodo de desesperación, que afortunadamente duró poco. Por primera vez en su vida, la falta de serotonina en sus neuronas le jugó una mala pasada. Empezó a ver la vida más oscura aún de lo que la perciben sus ojos. En esas jornadas lúgubres, en las que quería dejar de respirar, todavía protagonizaba momentos jocosos, de aquellos que se producen de manera paradójica en medio de la tragedia. Cuesta reírse en esas situaciones, porque no se pretende despertar el humor, pero, en aquellos días en que se debatía en el congreso la ley de una muerte digna, a fuerza de escuchar la expresión en las noticias y entendiendo el fondo de lo que esa regulación pretendía, mi padre me pedía cuando lo visitaba, que a él le pusieran la inyección de la “atanasia” (así se llamaba su vecina del segundo izquierda). Uno no sabía si reír o llorar escuchando el equívoco, pero después de la forzada sonrisa, lo que me quedaba era la amargura de comprobar que mi padre había perdido su vitalidad y con ello las ganas de vivir. Sé a ciencia cierta que a veces esa desesperación extrema se debe a un desequilibrio químico de nuestro cerebro, como era su caso. Una pastilla de sertralina, recetada oportunamente por un médico sustituto que tuvo el detalle de visitarlo en su casa, suplió el déficit que le estaba arrancando el carácter alegre y esperanzado que siempre ha tenido. Ahora se encuentra más débil, si cabe, físicamente, porque cuando el declive se acentúa en la novena década de vida, los días aceleran como semanas el desgaste y estas se convierten en meses de degeneración. A pesar de todo, ha vuelto su carácter positivo. Ayer mismo, me decía por teléfono que seguía con muy pocas fuerzas, y en su voz se percibía por lo quebrada que sonaba, pero inmediatamente remataba: “La gente no se lo creerá, pero con 97 años… a mí no me duele nada”. Esa afirmación no la hacía solo para consolarme y tranquilizarme, ahora que apenas puedo ir a verlo, sino para decirse a sí mismo: “Manuel, tienes que seguir viviendo, que otros están peor que tú, comidos de dolores”.

De más joven, siempre miraba a mi padre, desde la distancia, como alguien a quien no me parecía, pero dicen que solo hay que dejar pasar los años para encontrar inevitables semejanzas con tus progenitores. Así ha sido en mi caso. Ahora dejo a un lado las características de su personalidad que nunca me han gustado y me fijo más en sus virtudes, en algunas de las cuales, afortunadamente, me veo reflejado. La más valiosa que me ha dejado es, sin duda, ese optimismo del que he hablado. Qué agradecido le estoy de que ese rasgo de mí fluya sin esfuerzo. Soy una persona de esperanzas, a pesar de que mi vida se encuentra en la etapa en la que, como decía aquel, ya hace algunos años que le di la vuelta al jamón y, de hecho, ya le he quitado un buen trozo a la segunda parte de la pata. Hace casi 2 meses, la noticia de mi linfoma podría haber destrozado mis expectativas, pero no lo ha hecho, es más, yo creo que se han acrecentado, y hablo de mis dos esperanzas, una la que tiene que ver con mi paso por este efímero mundo y la segunda la que aguarda la vida que realmente lo es. Para muchos de los que me leen solo existe la primera de ellas, y no quiero sacudirles la suya, pero cuánto me gustaría que esa segunda a la que me refiero, la experimentaran para ver cuánto nutre a la primera. Pero quedándonos incluso en esa que muchos ven única, el futuro solo hay que mirarlo para esperar algo bueno de él, aunque solo abarque una o dos décadas más de existencia. Sé que ya he expresado en otros escritos que debemos vivir el presente y rechazar esas inmersiones en los momentos oscuros del pasado y evitar pensar en los nubarrones que se avecinan, pero también hay que reconocer que la capacidad de planificar sobre lo que nos viene nos diferencia en gran manera de los animales, y es hasta cierto punto inevitable. Ahora bien, el color que le damos a esas imágenes futuras también depende mucho de nosotros. A veces nos empeñamos en traer por la fuerza al presente los momentos más difíciles de lo que supuestamente nos espera, cuando el mismo esfuerzo cuesta imaginar un porvenir más colorido. Nuestros postreros años pueden ser satisfacientes, como lleva demostrando mi padre en sus últimas décadas.

Ahora mismo está el pobre bastante peor, pero hasta en los difíciles días del confinamiento, salía a su terraza con ayuda y hacía su “gimnasia” como podéis ver en este breve vídeo.

Mi futuro inmediato no lo voy a enfocar desde luego desde la desesperanza. La realidad de mis próximos 4 meses será probablemente de una semana buena, precedida de una no tan ideal, así cada 14 días. ¿Se cumplirán mis pronósticos? Pues probablemente seáis testigos de la realidad o no de mis premoniciones, si seguís acompañándome con vuestra lectura. ¿Puede que estas empeoren? ¿Y por qué no puede ocurrir lo contrario? ¿Sabéis lo que os digo? Que no voy a perder ni un minuto en anticipar lo que, en absoluto, está en mis manos. Hoy 11 de junio, digo como mi padre: “ La gente no se lo creerá… pero a mí no me duele nada”. 

 




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