(XLV) DIARIO DE UN LINFOMA (de genes y genios).

(XLV) DIARIO DE UN LINFOMA (de genes y genios).

10 de julio de 2022.

Sigo encontrándome bien, solo me molesta una tos muy intermitente que me recuerda a la que tuve durante semanas cuando me encontraba peor, pero de tono físico y molestias, estoy normal. Espero que lo invisible, el nivel de mis defensas, vaya al paso de mi estado corporal externo.

Anoche estuvimos viendo otra parte de la Asamblea Regional 2022 “Busquen la paz”. En una serie de discursos titulado “Sigan la ruta que lleva a la paz en la familia”, la primera parte era: “Muéstrense amor y respeto”. Durante toda la serie se veían escenificaciones basadas en la vida de una familia formada, en segundas nupcias, por un padre que tenía una hija de su anterior matrimonio y la madre, que había enviudado, y aportaba un hijo y una hija. Esta última se llamaba Olivia, una adolescente que estaba adaptándose a vivir con un padre adoptivo y una hermanastra. En una escena, descubre que alguien ha cambiado su escritorio por uno nuevo, y esto la irrita mucho, porque se lo había hecho su padre antes de fallecer. En el fondo de uno de los cajones, le había dibujado un corazón para que nunca se olvidara de cuánto la quería, por eso aquel mueble tenía tanto significado para ella. 

Cuando observaba esa escena, volví a experimentar la rapidez con la que nuestro cerebro enlaza pensamientos y te genera emociones. En un instante, como un resorte, dos lágrimas cayeron por mis mejillas. Sin pretenderlo, de nuevo mi mente había realizado un fulgurante viaje al futuro y yo era ese padre que ya no existía y mis hijas eran Olivia. Ya las veía recordando ciertos objetos que podían asociar con el cariño que siento por ellas, un escrito o cualquier otra pertenencia. De nuevo había que reconducir los sentimientos, no podía dejar que una pena basada en un imaginario inexistente amargara una bonita velada. Con cierto esfuerzo, pero lo conseguí. Me dije: vamos a dejar para el futuro lo que solo desvelará el propio porvenir.

La noche se agitó, a poco más de las 9, cuando mi suegro solicitó la ayuda de Rubi con mi querida suegra. El Alzheimer la estaba volviendo a traicionar y se mostraba incontrolable para él. Mª del Mar tuvo que bajar a Ubrique para ayudarle y no regresó hasta las 11. Todas estas emociones sobrevenidas, junto a los 27 grados que marcaba el termómetro cuando me fui a la cama, dificultaron mi sueño. Tampoco ayudó tener que mantener las amplias ventanas de mi dormitorio bien abiertas, que dejaban entrar la potente luz de las farolas con más intensidad de lo aconsejable para conciliar el sueño. Unos niños jugaron a la pelota en la calle hasta más allá de la 1 de la madrugada. Estaban con sus familias en unas autocaravanas que habían aparcado a unos 30 o 40 metros de mi puerta, y el ruido que hacían también contribuía a mi insomnio. No estaba nervioso, pero sí activo, y eso hace que tu mente divague, invente y recree todo tipo de situaciones del día vivido o de los que han de venir. Mis hijas estaban en mi pensamiento.

Cuando llegó Abi a nuestras vidas, estas cambiaron radicalmente. Rubi ya había dejado sus estudios con intención de retomarlos algún día, pero ahora aquello se antojaba imposible criando a nuestra pequeña. Tuvo que esperar algunos años para terminar su carrera de Filología Hispánica, lo que hizo con una capacidad y fuerza de voluntad increíbles. A través de la U.N.E.D. y, no con una, sino con dos chiquillas robándole casi todo su tiempo, fue capaz de titular en Huelva. Yo recordaba anoche, con inmenso cariño, aquellas tardes de contacto con mis hijas, primero en Ubrique y luego en Calañas y Valverde del Camino. Todavía, como creo que le pasará a todos los padres, quedan en mi retina perfectamente reflejados los primeros pasos que dio Abi antes de cumplir un año. Me acuerdo en aquel pequeño salón de nuestro piso en Ubrique, con su espalda apoyada sobre la pared y sus brazos apuntando hacia los míos esperando que la sujetara si le fallaba el equilibrio. Me encantaba hacerle pedorretas en su barriga porque le hacían muchas cosquillas y le provocaban una risa contagiosa. Con el tiempo, aquello dejó de hacerle gracia y ya no quiso que se lo repitiera. Qué especiales eran las noches en las que se iban a la cama y me inventaba cuentos para ellas. A la siguiente tenían que recordarme por dónde dejamos la historia y había que devanarse los sesos para seguir escribiendo un guion atrayente. También me acordaba de los enojos de Keila. De vez en cuando su carácter enérgico aparecía y hasta llegaba a golpearse contra la pared cuando algo se le truncaba. Al poco se calmaba y entraba en razón. Algunas veces venía a mi escritorio a comentarme lo que la agobiaba. Siempre necesitaba que le repitiera más de 3 o 4 veces la idea que desmontaba su obsesión. Su pregunta recurrente era: ¿pero entonces, de verdad que no tengo que preocuparme de…? Y mi respuesta de nuevo era la misma: ¿otra vez te lo tengo que repetir?



La relación con los hijos tiene un significado distinto a cualquier otra. Siempre he pensado en la tremenda responsabilidad que supone transmitirles la vida, porque no solo se trata de un relevo biológico, que irá marcado por tus características genéticas mejores o peores, sino que los hacemos cargar con nuestras costumbres, valores y todo tipo de circunstancias personales. Ellos no tienen responsabilidad alguna sobre lo que se encuentran y yo siempre me he sentido cargado de ella por lo que mi legado les pueda acarrear. Ese sentimiento que tantas veces me ha producido ser el causante de su existencia, me impide desligarme de todo lo que les ocurra. Repito a menudo que somos padres para toda la vida, aunque ya no estén bajo nuestro techo. Nuestras hijas volaron pronto; después de estudiar fuera, ya apenas volvieron a compartir con nosotros la misma casa. Los primeros dormitorios vacíos hacían mella en nuestro ánimo, nos entristecían sobremanera. A pesar de los años que han pasado, me sigue resultando imposible olvidarme de ellas un solo día. Mi padre, con 97 años, se sigue refiriendo a mis hermanas como “las niñas”, por mucho que ya arrastren más de 6 décadas de vida a sus espaldas, y mis hijas también siguen siendo las mías, aunque una supere los 30 y otra se acerque a ellos.

¿Qué proceso mágico se producirá en ese instante fugaz en el que la unión de los cromosomas que aportamos cada uno genera ese nuevo sujeto con toda una serie de características nuevas? Como puede comprobar cualquier padre o madre de varios hijos, estos llegan “de fábrica” con una personalidad propia. Podemos moldearla, pulirla y mejorarla, pero los aspectos primarios de cada persona vienen con ella desde que nace. De mis hijas, una tiene un carácter más introvertido que la otra. Una posee más facilidad para socializar. Las dos tienen un corazón noble y sensible, pero una expresa sus emociones con más soltura. Una es más dada a escribir, la otra a dibujar. Una es más impaciente, se comunica más con nosotros o lo hace más esporádicamente, se refugia más en su pareja o lo hace menos. Son distintas, como ocurre con todos los hermanos. Afortunadamente comparten preciosas cualidades de las que nos alegramos como padres: son generosas, sensibles, sensatas, cariñosas, trabajadoras y, algo que valoramos muchísimo es que les atrae la espiritualidad, igual que a nosotros.

Con ellas hemos vivido todas las etapas características de su desarrollo, esos años de la infancia en los que sus padres son su referente absoluto, los poseedores de la sabiduría, sus protectores. Los de la adolescencia, cuando ponen en entredicho lo acertado de nuestras opiniones, cuando prefieren equivocarse tomando sus propias decisiones, aquellos en los que nos disgustan con los caminos alternativos que toman, tan distintos a los que nosotros les aconsejamos. Y ahora estamos disfrutando de los momentos de la madurez, de aquellos en los que han formado su propia familia, en los que vuelven a pedir nuestro punto de vista antes de tomar algunas de sus determinaciones. Ahora nos cuidan cuando hace falta, y están dispuestas a arrimar el hombro si se las necesita. 

Un antes y un después se produce el día en que son ellas las que te dan un consejo a ti, cuando te hacen ver que no has actuado de la forma más acertada. Entonces te das cuenta de lo que realmente han crecido como personas. Algo en tu interior se rebela ante esa situación anómala, casi antinatural, pero cuando percibes la carga de razón que acompaña a la que siempre ha sido tu aconsejada, aceptas que, a partir de ese momento, tendrás una valiosa aliada a la que escuchar, una de esas personas que, como hacemos los padres, nunca busca con sus palabras beneficio propio alguno. Esa fuente de reflexión es la que no debemos despreciar.

Cuando nos casamos en 1988, no podíamos adivinar que seríamos padres un año y medio más tarde. Con la noticia de un embarazo te asaltan multitud de interrogantes, todos referidos a lo que supondrá tener hijos. Ahora podemos mirar casi 33 años atrás al momento que apareció Abi y 5 años más tarde Keila. ¿Habría sido nuestra existencia muy distinta sin ellas? Sin duda. ¿Mejor? Definitivamente, no. Aunque no necesitamos absolutamente a nadie para llevar vidas significativas, nuestras hijas han supuesto y siguen siendo un motivo por el que miramos el pasado con una sonrisa impregnada de cierta nostalgia, el presente con una de satisfacción y el futuro con otra cargada de esperanza.


Muchas de estas ideas aparecieron anoche antes de dormirme. Hoy todavía no he tenido noticias de ellas. El día se ha despertado caluroso y aproveché el frescor de la alborada para darle una vuelta al huerto, cosechando unos buenos pepinos y eliminando ramas de hiedra y adelfas que entorpecían el paso. Más tarde me visitaron dos buenos amigos: Pepe y Diego. Tuvimos oportunidad de charlar calmadamente hasta el mediodía, con todas las precauciones, claro está, con mascarillas y ventilación, no puedo correr el riesgo de enfrentarme a un solo germen agresivo con mis neutrófilos tan debilitados.

Los días pasan y ya llevo mes y medio de tratamiento. Este martes, si la analítica lo permite, recibiré mi 3ª dosis, cuando debería ser la 4ª, pero los tiempos son los que son y no se pueden acelerar. Hace tiempo que no agradezco a todos los que me leen por hacerlo, y lo hago ahora.También me siento igualmente agradecido por las muestras de apoyo que recibo por todos los medios posibles. 

Quiero terminar con una última reflexión sobre lo que significa para mí superar una enfermedad, sea esta grave o no. Escucho en mucha gente expresiones bélicas: batalla, lucha, enemigo, referidas al bicho, como lo llaman otros. No sé si esa actitud beligerante es exactamente la mía, porque no me motiva especialmente insultar a esa patología que me deteriora o tomarla como un despreciable oponente al que derrotar. A fin de cuentas, son mis propias células las que se han vuelto locas y se multiplican sin control, y son también mías las que tienen que eliminarlas y contribuir a la cordura de mi organismo. No siento esa animadversión hacia mi enfermedad, me da más bien pena que las cosas anden tan desordenadas por ahí dentro. Intento mantener una actitud firme, pero calmada, con fuerzas pero sin odio. No sé cuál es el mensaje que le estaré transmitiendo a mi organismo, pero, sea cual sea, espero que sirva para que las aguas se calmen y la armonía vuelva a reinar en mi interior.

Espero que estéis disfrutando de este domingo y de este mes de julio de vacaciones para muchos. Montse, mi querida compañera de la pecera, me enviaba una preciosa foto de su familia en Pompeya, otros están en Galicia, Asturias, Almería, Berlín, Bélgica o más cerca, en las playas de Cádiz. Tanto los que viajan, como los que nos quedamos en tierra, tenemos la obligación de sacarle el máximo partido a este hoy que ya no se repetirá, vendrán otros, pero ya no serán este. No lo dejemos escapar, sin exprimirlo. 














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