(XIX) DIARIO DE UN LINFOMA (hay héroes en la puerta de al lado).

(XIX) DIARIO DE UN LINFOMA (hay héroes en la puerta de al lado).

Juan y su esposa Loli cuando era un veinteañero.

13 de junio de 2022.

¡Qué pronto se acostumbra uno a lo bueno! Los últimos 5 días han sido casi normales, ayer, concretamente, puedo decir que totalmente igual que cualquier otro en el que me he sentido bien. Mis fuerzas están intactas, mi paladar ha vuelto a saborear el gazpacho, no me tengo que levantar 3 veces durante la noche para ir al servicio, no hay rastro de náuseas ni de dolores de estómago ni sensación de febrícula alguna. No está mal para empezar de nuevo mañana con la segunda sesión de quimioterapia. Ya adelanto que mañana no escribiré; con casi 6 horas de hospital, desde las 10 hasta más allá de las 3 de la tarde, y mi reunión de entre semana por videoconferencia más tarde, no tendré tiempo de hacerlo. 

Esta mañana plomiza, con calor inusual para estas fechas, por lo menos se ha levantado sin viento de levante por ahora, lo único que enturbia los veranos en Benaocaz. Se esperan varias jornadas más de estas temperaturas más propias de julio y agosto. No sé por qué, desde anoche, no hago nada más que acordarme de mi amigo Juan, permitidme que hoy os hable de él, quiero rendirle un pequeño homenaje a una de las personas que más influyó en mi vida durante más de 3 décadas. 

Lo conocí a principios de los años 80, cuando yo lidiaba con mi adolescencia. Juan se mudó a Ubrique con su mujer y su hija. Nació en 1950, por lo tanto me llevaba 16 años y pronto se convirtió en uno de mis referentes. Siempre me he considerado lo que ahora llaman un viejoven, porque en aquellos entonces me sentía más a gusto con amigos de más edad que con los de la mía. Las dos personas con las que más hablaba y de las que extraía más cosas positivas eran él y Diego, mi segunda fuente de consejo y experiencia, que me llevaba 20 años. Hoy toca que hable de Juan. 

Recuerdo con enorme cariño las tardes de los miércoles. Semana tras semana lo acompañaba a comprar mercancía a Ronda. Yo terminaba en el instituto a las 3, comía rápido y Juan me recogía en su destartalado Renault 4. El coche era una auténtica calamidad, lo había comprado de segunda mano y estaba en pésimas condiciones, no le funcionaba la calefacción, las puertas tenían las gomas de aislamiento rotas y las transmisiones de las ruedas delanteras hacían un traqueteo cada vez que cogía curvas cerradas cuando iba cargado, que siempre era así cuando volvíamos de Ronda con sacos de lentejas y garbanzos que pesaban un quintal. Al menos en 2 ocasiones nos dejó tirados con el palier roto junto a una cuneta. A mí me daba igual, lo que recuerdo de aquellos viajes eran las magníficas conversaciones que entablábamos, en ellas llegué a contarle intimidades que nunca compartí con nadie más y él era un oído presto a escucharlas con comprensión. Aquellos viajes de los miércoles no tenían como fin principal comprar mercancías, sino pasar de regreso por Grazalema y echar allí la tarde apoyando a un grupo de personas que se interesaban por conocer lo que decía la Biblia. Sobre las 5 de la tarde empezábamos a visitar a las personas en sus hogares para compartir nuestra esperanza, más tarde teníamos una reunión de una hora en la casa de Isabel, la pastora, como la conocían todos, una mujer de fuerte carácter, cuyo generoso corazón era mucho más valioso que su particular genio. Fueron multitud las anécdotas que viví con Juan en aquellas tardes grazalemeñas. Os cuento una.

Por aquel tiempo Juan conseguía que muchas personas estuvieran dispuestas a escucharle y le hacían pasar a sus hogares para que explicara con más detalle lo que creíamos. Yo era un joven que aprendía de maestros expertos como él, mucho más tímido, y permanecía en un segundo plano cuando él enseñaba. Nos dejaban pasar a viviendas de todo tipo, unas más señoriales y otras mucho más humildes. En una ocasión volvimos a visitar a una amable señora que hospitalariamente nos recibió en la sala de estar de su casa, tanto ella como su hijo tenían interés en saber de la Biblia. Su casa por dentro era bastante oscura, tanto más en aquella época de invierno. Grazalema está rodeada de montañas y en esa estación el sol se oculta muy pronto detrás de ellas. Las ventanas de las casas tradicionales suelen ser pequeñas y en aquella, hasta se agradecía que no entrara demasiada luz, porque como la limpieza no destacaba, era preferible no concentrarse en su ausencia. Juan tenía un estómago de hierro, como pude comprobar en distintas ocasiones, pero yo era mucho más escrupuloso que él. Cuando llegamos, una mesa cuadrada de grandes dimensiones cubierta por un hule ocupaba gran parte de la estancia. Como era la que usaba la familia para comer, tenían la costumbre de vaciar todos los platos, después de comer, en una esquina de la misma, sobre el propio hule, y luego lo tiraban todo a la basura, pero eran sobre las 6 de la tarde y allí estaba aquel montón de mugre. Nos sentamos alrededor de la mesa y nos tapamos las piernas con las enaguas. Las sillas eran de enea y comprobé al levantarme que las cubría una generosa capa pringosa que convirtieron mis pantalones de color liso claro en mil rayas, cuando me despegué de ella. Yo pedía en mis adentros que la hospitalidad de aquella mujer no acabara ofreciéndonos nada para comer, pero mis temores se hicieron realidad y, al poco, nos estaba ofreciendo un café con leche, que por más que decliné, tuve que tomármelo por su insistencia y la de Juan. Ya me costó beberme aquello, pero el colmo fue cuando vino con un plato lleno de mostachones de Utrera. Yo le dije que no me gustaban, como era verdad, pero ella lo “arregló” diciendo que aquellos me iban a encantar porque los había hecho ella. No sé cómo pude tragarme aquello en medio de un ambiente tan espeso. Juan, tan pancho, siguió a lo suyo, leyendo textos de la Biblia y mirándome de reojo con una pícara sonrisa. Al salir, se meaba de la risa conmigo, porque sabía el mal trago, nunca mejor dicho, que había pasado.

Juan se ganaba la vida con un puesto en la plaza, el mercado de abastos, vendiendo frutos secos, legumbres, aceitunas, hierbas medicinales y todo lo que se le ponía por delante, hasta tortugas, durante algún tiempo. Era un vendedor nato, le encantaba su trabajo. Me consta que muchas Marías, como él las llamaba, acudían a su puesto solo para escucharlo. Con la amplia sonrisa que siempre tenía en su generosa boca, lo mismo te hacía llevarte nueces de macadamia que migas de bacalao. Pero su negocio era un simple medio para tener las tardes libres y dedicarlas a lo que más le gustaba, hablar con sus vecinos sobre su esperanza basada en la Biblia. Juan tenía espíritu misionero y solo sus circunstancias personales, fue padre de 3 hijos, le impidieron mudarse con su esposa Loli a otro país para esparcir las buenas noticias de la palabra de Dios.

Mi conexión con Juan tiene un desgraciado vínculo, aproximadamente en 2008 le diagnosticaron un linfoma no Hodgkin de tipo folicular. En aquel momento busqué muchísima información sobre su enfermedad, bastante más de lo que he hecho ahora con la mía. Actualmente dosifico lo que leo por Internet y recomiendo con ahínco, a todo aquel que sufra una enfermedad medianamente seria, que haga lo mismo. Mis fuentes actualmente son la página oficial del Instituto Nacional contra el Cáncer de Estados Unidos (cancer.gov), la de la Asociación Española Contra el Cáncer, la de la Clínica Mayo y alguna que otra más de tipo oficial. He comprobado que los foros de pacientes, páginas personales, redes sociales y otro tipo de fuentes, están cargadas de información que puede perjudicar el ánimo de los enfermos. Muchas veces, aquellos que están desesperados son los que llenan los foros con su triste experiencia, mientras que los que tuvieron éxito y se curaron, no acostumbran a hacerlo público, con lo que el panorama general que te puedes encontrar llega a ser desalentador. El caso es que supe que el linfoma de Juan era de crecimiento lento y tenía buena respuesta a los tratamientos, pero la parte negativa era que solía tener recidivas. Juan se curó de su cáncer, pero 10 años más tarde, una mancha que le quedó en el pulmón resultó ser un tumor maligno y en 2018 falleció. La tarde en que lo hizo yo me encontraba con él en el hospital de Jerez y en la habitación se encontraba también, además de su esposa, su hijo Pedro y su nuera Loida. María del Mar y yo nos despedimos de ellos para regresar a nuestra casa de Benaocaz pero, cuando todavía no había salido de Jerez, Loida me llama y me dice que Juan acababa de fallecer, nos dimos la vuelta y los acompañamos aquella triste noche mientras los de la funeraria preparaban su cuerpo y ultimaban los detalles del entierro.

10 años antes Juan parecía prever que le quedaban solo unos años de vida. Esos últimos años no penséis que fueron tristes, anodinos y llenos de visitas a los hospitales, que va. Juan tenía una vitalidad que no he conocido en casi nadie. Su jubilación anticipada supuso una liberación y decidió dedicar cada año a irse a Latinoamérica durante varios meses a predicar el mensaje de la palabra de Dios. Estuvo en Costa Rica, Nicaragua, República Dominicana, Perú, Ecuador y creo que me falta algún país por mencionar. Allí era un todoterreno, se levantaba temprano y cogía su sombrero, su bolso y hasta el atardecer visitaba un hogar tras otro. Mientras que en Europa vivimos en una aplastante indiferencia hacia los asuntos religiosos, en Latinoamérica todavía existe un respeto hacia Dios y la Biblia. Allí es mucho más fácil entablar conversaciones sobre estos temas sin prejuicios y objeciones. Juan disfrutaba como un chiquillo. Siempre ha sido muy despreocupado con sus enfermedades, cosa sobre la que yo le reprendía, pero no me hacía caso. La última vez que viajó a América tenía que hacerse una biopsia del nódulo del pulmón y le dijo a su médico que lo dejaba para 3 meses después, cuando regresara de su periplo. Yo le dije que se hiciera la biopsia y luego se marchara, pero él me dijo que no, que si se la hacía, no lo iban a dejar viajar. Así era Juan. Yo podía no estar de acuerdo con algo que no consideraba del todo sensato, pero era su cuerpo, su vida, y él preveía que no le quedaba mucho y no le importaba, quería vivir a su manera y exprimir sus últimos meses de existencia haciendo lo que le llenaba.

Su muerte se produjo en marzo de 2018. Yo me veía venir una situación que traté de evitar a toda costa. En nuestra congregación yo era anciano junto con 10 compañeros más. Los ancianos son los que imparten enseñanza y llevan la delantera en organizar el grupo, también los que ofician las ceremonias de bodas y funerales. Ninguno de mis compañeros se veía con fuerzas para presentar un discurso de funeral con entereza y, para colmo, la familia me pidió que fuera yo el que lo ofreciera. No pude decir que no, pero aquel día, con el salón del Reino (nuestra sala de reuniones) lleno hasta la bandera, pasé uno de los momentos más difíciles de mi vida. En los primeros minutos me temblaban las piernas, la voz apenas me salía y los ojos casi no podían contener las lágrimas, pero al poco, cuando empecé a rememorar las vivencias de Juan y su forma de ser, una sonrisa iluminó mi rostro y fui capaz de decir aquellas palabras durante casi media hora manteniendo el tipo de una forma que ni yo me podía imaginar. Juan nos había dicho a sus conocidos y a su familia, en varias ocasiones, que quería que su ataúd estuviera decorado con lunares y que, después de su funeral, nos reuniéramos para cantar, como si aquello fuera una fiesta gitana. Empecé mi discurso diciendo que, desgraciadamente, los ánimos no estaban como para cumplir aquellos deseos, pero él no quería que ese acto se convirtiera en un momento de tan intenso dolor que eclipsara lo que había sido su vida, una de alegría, humor y esperanza. Él creía con firmeza que volvería a vivir aquí en la Tierra en un mundo en paz y para siempre, así que dentro de la lógica pesadumbre que todos sentimos en un momento así, todavía tengo grabada en mi memoria la sonrisa que permaneció en el rostro de alguno de sus hijos mientras yo recordaba esa preciosa esperanza que Juan albergaba.

Siento haber compartido hoy un relato que está impregnado de tristeza, pero no lo hago para dejar un regusto negativo, todo lo contrario. La vida de Juan me enseñó algo muy valioso: tenemos que perseguir nuestros sueños, lo que nos llena en la vida, mientras sea posible y esté al alcance de nuestra mano. Los últimos 10 años de la vida de Juan no fueron los más melancólicos, sino todo lo contrario, esos meses que pasaba en países de Latinoamérica le hacían volver con las pilas supercargadas, a veces se ponía hasta pesado contándonos una y otra vez sus historias. Hizo allí amistades extraordinarias, ayudó a jóvenes que vivían situaciones personales lamentables, familias devastadas a las que ofreció ayuda práctica y esperanza. Nunca vi a Juan amargado a pesar de lo difíciles que fueron sus últimos días, porque tan solo perdió su vitalidad la última semana y fruto de la importante medicación. Si en tu caso no te encuentras, afortunadamente, en una situación como la de Juan, ¿a qué estás esperando para perseguir tus sueños? La mayoría de nosotros no tenemos que cruzar el charco para hacer lo que nos gusta. A veces es tan sencillo como mirar a nuestro alrededor y empezar a disfrutar de los que nos rodean, abrazarlos, escucharlos. Quizás se trata de dejar el lamento, la queja, la disconformidad y empezar a centrarnos en lo que nos permiten hacer las circunstancias. Que son 10 años los que tenemos por delante, pues ¿en qué vamos a perder el tiempo, en discutir, en maldecir nuestra suerte en la vida, en decirnos lo que no podemos hacer? Anda ya, Juan me enseñó que ayudar a los demás es uno de los caminos de la felicidad y eso es reflejo de nuestra principal virtud como humanos, la capacidad de amar. Si no restringimos ese enorme poder que todos tenemos, cada día que vivamos tendrá verdadero sentido.

Como Juan fue uno de mis héroes, os dedico una canción que a Mª del Mar le produce una inexplicable sensación de tristeza, pero como cada uno responde de una manera distinta en su interior a la música, a mí me transmite ternura y esperanza. Es “Hero”, parte de la banda sonora de la película “Boyhood”. En una estrofa dice que todo el mundo merece la oportunidad de caminar con alguien a su lado. Yo tuve esa oportunidad acompañando a Juan… y espero volver a hacerlo.

 





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