Vienen y se van, pero algo valioso dejan.
26 de junio de 2024.
Será un topicazo decir que los años pasan cada vez más rápido, pero aunque el tiempo sea una magnitud constante en nuestro planeta, según las leyes de la física, las sensaciones de todos los que cumplimos más de 5 décadas, e incluso los de 3 o 4, seguro que me dan la razón. Si eso pasa con una temporada de 12 meses, no hablemos de un curso escolar de 9.
Los que nos acercamos a la jubilación de esta bendita profesión anhelamos por una parte descansar de horarios, correcciones, preparación de clases y, sobre todo últimamente, de burocracia, pero a la vez observamos cómo estos últimos periodos académicos vuelan y se nos escapan de las manos sin remedio, lo que nos deja un regusto de cierto amargor. Parece que fue ayer cuando hacíamos las presentaciones de los nuevos grupos y ya estamos firmando las actas finales de evaluación (cuando el santo programa SENECA nos lo permita, claro).
Esa misma aceleración temporal la observo en los queridos jóvenes que pululan con alboroto por nuestros pasillos. Muchos de ellos, aunque no les haya dado clases, los recuerdo perfectamente cuando entraron por primera vez en nuestro instituto, asustadizos y apoyados en la pared frente a la puerta de entrada de su aula con las manos escondidas en su espalda. Al poco ya se les veía mucho más sueltos, tomándose mayores libertades y corriendo por los pasillos gastándole bromas a algunos de sus compañeros, a pesar de la riña de los que custodiamos esas dependencias en las guardias de recreo.
Los primeritos, como les llamamos cariñosamente a los que entran en el primer curso de la E.S.O., son los “enanitos” del instituto, pero a vuelta de un par de cursos o tres no son pocos los que nos sacan una cabeza a la mayoría de sus profes. Sus cuerpos, muchas veces desgarbados por el desigual crecimiento de sus extremidades, nos recuerdan que pronto serán adultos mucho más armónicos que terminarán su paso por nuestras instalaciones el día que muchos de ellos se gradúen del bachillerato. Y todo pasa con una celeridad inusitada.
Yo, como profesor de ciclos formativos de grado superior, solo trato académicamente con adultos, algunos, como diría un famoso político, muy adultos, pero este año he pasado muchas horas de guardia haciendo las veces de portero, abriendo las clases para aquellos que olvidaban algo que recoger, tratando de poner orden en las trifulquillas que siempre se originan en esos momentos de más libertad, vigilando las actividades deportivas en el pabellón y, en general, velando porque se mantenga el desfogue de los recreos dentro de unos parámetros controlados.
En ese tiempo de observación los veo circular y comportarse conforme a la personalidad de cada uno, y no dejan de despertarme cierta ternura, porque son todavía chiquillos inmaduros en cuerpos llenos de testosterona o estrógenos, que tratan de asimilar comportamientos de mayores, pero con continuos ramalazos de esa infancia que van dejando atrás. Maldad, en el sentido pleno de la palabra, no niego que alguno la albergue e incluso la despliegue, pero la inmensa mayoría son presas de la inevitable inmadurez. Los miras con un rictus serio para recriminarles algún comportamiento desatinado y se vienen generalmente abajo asumiendo su bajo escalafón jerárquico en el centro. Trato de no sonreír cuando los corrijo, pero por dentro me puede la condescendencia y lo hago en silencio. Un empujón a un compañero descontrolado, un balonazo a destiempo, alguna travesura para reafirmar su liderazgo, todo suele ser fruto de esa personalidad en formación que encuentra en gestos rebeldes dicha reafirmación.
Hasta los más reiterativos en su indisciplina suelen mostrar en las distancias cortas que no son más que niños de comportamiento voluble. Si los abordas en privado e indagas un poco en sus circunstancias personales, todavía despiertan más comprensión, porque muchos habitan en ambientes de toda clase pero en modo alguno perfectos. Algunos viven divididos entre padres separados física y mucho más emocionalmente, otros se adaptan a un nuevo país y hasta a un nuevo idioma. Otros son víctimas del sobreproteccionismo tan imperante hoy, y muchos otros carecen simplemente de unas normas elementales de educación que, desde luego, no aprenden en algunas de sus casas, desaprenden de los políticos y les parecen extrañas cuando tratamos de hacerlas suyas en el centro educativo. Ante esa realidad, ¿cómo no vamos a ser un poco condescendientes con ellos?
Pero si algo despierta mi compasión es verlos llenos de ilusión, porque de eso se compone la juventud o debería caracterizarla. Una buena nota, un gol en el partidillo del recreo, una canasta inverosímil, el guiño de un posible noviete o novieta, la felicitación de un profe, el bocadillo de beicon en el bar, el estreno de unas zapatillas, el viaje de fin de curso. Son tantas las actividades sin importancia que para ellos la tienen toda, que me da pena pensar que ese mundo de ilusiones pronto se topará de bruces con otro mucho más áspero, lleno de realidades mucho menos ilusionantes. Por eso, ahora que termina un curso, celebro en parte poder compartir un par de cursos más con estas personitas que cargadas de anhelos, a pesar del ruido y las molestias que a veces provocan, también nos contagian de energía positiva a los que tenemos la fortuna de chocar (muchas veces literalmente) con ellos en las esquinas de los pasillos de nuestro querido instituto.