Lo que me llevo de Marruecos

Lo que me llevo de Marruecos

29 de diciembre de 2023.

Último día en Marruecos. Esta noche-madrugada llegaremos a casa. Termino el periplo con una especie de resfriado-gripe que me ha obligado a abandonar al grupo en las frías calles a la sombra de la medina y venirme a una soleada plaza junto a la famosa Puerta azul. Estaba tiritando y me senté en un pequeño bar típico marroquí con precios no turísticos. 10 dirham por un delicioso té moruno hirviendo es lo más barato que hemos pagado hasta ahora. Espero que un nuevo Ibuprofeno haga su efecto.

Este país es de contrastes acentuados. Me llevo un recuerdo agridulce. La inmensa medina de Fez, con 42 kilómetros cuadrados, incluye calles principales con negocios bien arreglados y dependientes vestidos con pulcritud, pero es perderte en una de las callejuelas aledañas y encontrarte la miseria expuesta en espacios diminutos y sin las mínimas condiciones higiénico-sanitarias.

No ha sido para tanto el agobio que nos advirtieron que sufriríamos si dejábamos que todo el que se acerque entable conversación con nosotros. Te parte el corazón no mirar a los ojos a los niños que te piden algo expresando alguna palabra en español, pero si lo haces, vendrán detrás de él una fila interminable de otros que te asaltarán notando que eres el blandengue del grupo.

Fez, al igual que Marrakech, te muestra la desigualdad patente en la sociedad, empezando por un monarca con un mega-palacio que apenas pisa y atendido por 400 empleados que no sirven a nadie.

Es curiosa la huida de la ostentación que proclama del Corán. Un guía tras otro nos explica que a diferencia de los judíos, los musulmanes no quieren que sus fachadas y puertas muestren grandeza alguna, de hecho, hasta evitan que las puertas de las calles coincidan una enfrente de la otra, para que el vecino de la otra acera no vea si el interior de tu casa muestra más lujo que el suyo.

Interrumpo la escritura con los gritos de dos jóvenes que se han enzarzado en una pelea a patadas. Menos mal que algunos de sus amigos los han separado y la sangre no ha llegado al río.

Las ciudades de todo el planeta, en general, cada vez me gustan menos, del primer mundo y del último. Sí me ha encandilado el desierto y su gente. Hace 3 días nos invitaban a té, tortas de pan y mermelada de dátiles y aceite en una improvisada tienda con cuatro trapos en medio del desierto. Lo hacía una de las tres mujeres del nómada que vivía en una pequeña casa de adobe en un sitio que parecía un punto habitado en medio de la nada. La hospitalaria señora estaba enjuta, y aunque no era mayor, aparentaba un deterioro que no correspondía con su edad. Ella cuidaba de un niño de un año con síndrome de Down y dos niñas algo mayores. Mohamed, nuestro maravilloso guía nos contaba que el año pasado una gemela del niño había muerto por los 50 grados de calor que soportaron en verano.

A pesar de la dureza del desierto, la gente de allí son amables y alegres. 3 noches seguidas nos han deleitado después de la cena con música de timbales que, a pesar del cansancio, te obligaba a levantarte y danzar alrededor de la hoguera con madera de olivo que habían encendido. Se desviven por hacerte sentir cómodo. Esa hospitalidad me la llevaré en el corazón.

Anoche, el acompañamiento de Mohamed, terminó de forma muy triste. Por la mañana había muerto su abuela de 84 años y no nos dijo nada hasta que nos acompañó al Riad (hotel) y nos dejó a buen recaudo. Hoy, el último día, no nos puede acompañar al aeropuerto porque anoche alquiló un coche para viajar toda la madrugada hasta el desierto y estar con la familia en el sepelio. Los entierros musulmanes son también muy austeros. Envuelven al difunto en una sábana blanca y lo depositan de lado, sobre el costado derecho mirando a la Meca. Solo unas piedras blancas encima en posición vertical u horizontal, dependiendo del sexo del fallecido, adornan la sepultura.

Mohamed nos ha dado una lección de hospitalidad y cariño mucho más allá de un simple acompañamiento turístico. Su humilde origen amazir (hombre libre, en bereber) y su procedencia del desierto han contribuido al trato que nos ha dispensado. Marruecos deja en mi espíritu colores, territorios, idiomas, sabores, olores, todos ellos particulares, pero siempre me quedaré con lo que ha dejado más huella: la bondad que no entiende de puntos geográficos y sí de los corazones de las personas humildes.

 

 

 

Los comentarios están cerrados.