(IX) DIARIO DE UN LINFOMA (soplará el viento a favor)
2 de junio de 2022
Han pasado las 48 horas de la primera quimio. Las he pasado relativamente bien, lo más molesto han sido esas náuseas, fatigas como decimos en Cádiz, que van y vienen. No son tan intensas como para desembocar en vómito, pero fastidian. También he notado una pérdida de sabor importante y, lo que es peor, una distorsión significativa en el sentido del gusto (no, no lo digo por el color y la forma de mi gorro, hablo de comidas). El gazpacho fresco de Mercadona me estaba supliendo con éxito la cervecita del mediodía, pero ahora sabe a rayos. Es increíble cómo puede cambiar de un día para otro. La mezcla de ABVD (la combinación de quimio recetada por Jesús) ha vuelto loca a mis papilas gustativas.
Creo que he descubierto que no soy una persona propensa a las adicciones. Sinceramente creo que hay una predisposición genética a las mismas, y en algunos casos me da mucha pena. Hablo desde el más absoluto desconocimiento científico en el ámbito psicológico, médico o biológico, simplemente me baso en la experiencia personal, con lo que de parcial y escaso tiene el argumento. He conocido maravillosas personas que han caído esclavas de drogas, alcohol y otros trastornos, y de los que han sido incapaces de salir o lo han hecho a muy duras penas. He tenido amigos que han dejado el tabaco de un día para otro, y sin traumas, y otros que llevan años luchando por abandonarlo pero con continuas recaídas. Una vez leí la experiencia de un hombre que reconoció su alcoholismo sin haberse emborrachado nunca. Decía que necesitaba su chupito de alcohol todas las noches y que se dio cuenta de que era dependiente cuando intentó dejarlo y fue incapaz. Algunas veces, en broma, les digo a los que me ven jugar al tenis y acabar chorreando de sudor, que el motivo por el que lo hago es para tomarme una buena cerveza fría después y no tener remordimientos de conciencia. La verdad es que en verano me encanta la cerveza. Pues bien, ahora llevo 3 meses sin probar una gota de alcohol y ni lo echo en falta. Tenía mis vinos tintos de Hermanos Holgado que tanto me gustan, los de Paraje de los Bancales y algún blanco gallego que tan bien entran en su punto de frío, pero no necesito tomarlos más. No me lo han prohibido, ni mucho menos, pero las últimas investigaciones dicen que para el cáncer, cero alcohol es lo más seguro.
Algo similar me pasa con los deportes. Ahora son muchos los meses en los que no nado, algo que llevaba haciendo habitualmente por más de 10 o 12 años, pero tampoco me produce ningún malestar importante. Incluso si tuviera que dejar mi hobby favorito: el tenis, tampoco pasaría nada. Siempre he dicho que acabaré jugando a la petanca, como muchos mayores, y no pasaría absolutamente nada. La capacidad de desprenderse de ataduras creo que incide directamente en la felicidad. Siempre intento pensar en lo que las circunstancias me permiten hacer, no en lo que me impiden. Una vez tuve una tendinitis tan fuerte en el hombro derecho que pensé seriamente en aprender a jugar al tenis con el brazo izquierdo, pero si tuviera que dejar de jugar del todo, siempre habría alguna actividad física que podría realizar. Y si ni siquiera pudiera practicar apenas actividad física, pues mira lo bien que me lo paso escribiendo mis delirios en este diario o charlando con amigos. A fin de cuentas, se necesitan (hablo de NECESITAR en mayúsculas) muy pocas cosas en la vida más allá del alimento, el sueño y abrigo, en caso de frío extremo. Mi libro favorito, la Biblia, recoge este pasaje en 1 Timoteo 6:7,8 “Porque no trajimos nada al mundo y tampoco podemos llevarnos nada. Así pues, si tenemos comida y ropa, estemos contentos con eso.” Cuando esas necesidades físicas están cubiertas, lo que realmente nos llena es el amor de los demás, el que les expresamos a ellos y el amor propio, que va antes del anterior, pues si no nos queremos a nosotros, difícilmente podemos hacerlo con los demás. Jesús mandó que amáramos a nuestro prójimo como a nosotros mismos.
Vaya, perdón por mis paseos por los cerros de Úbeda, pero empiezo hablando de mis náuseas y acabo vomitando lo que se atraviesa por mi mente sin pensarlo mucho. Hago un brainstorming, pero en solitario.
No quiero teñir mis escritos de tragedia, porque en modo alguno mi vida lo es, pero sí es verdad que en los últimos años las enfermedades graves se han cebado con mi familia inmediata (los 3 abuelos que viven, Mar y yo, y nuestras 2 hijas y yernos). De los 9, 3 estamos sufriendo dolencias serias y uno los achaques propios de sus 97 años. Ayer mismo, para colmo, el Alzheimer de mi querida suegra nos tuvo toda la tarde preocupados, porque mi suegro con 87 años tenía que hacerse cargo de ella solo y, encima, había pillado una gripe y su limitada sensatez, totalmente mermada por la demencia, le impedía tomarse ninguna pastilla. Ni yo, que soy la voz que últimamente más respeta de toda la familia, consiguió convencerla de medicarse. Hoy, para empeorar la situación, amanece mi suegro también con síntomas gripales. ¿Habéis escuchado el dicho ese de que las desgracias nunca vienen solas? Pues a veces lo hacen como hordas. Aun así, ayer les decía a mi mujer, hija y yerno, que ahora que teníamos una situación tan difícil, lo bueno era que, a poco que mejorara alguno de los frentes abiertos, nos iba a parecer que se convertía en maravillosa.
No sé si es porque mi compañera de viaje en la vida se llama María del Mar o porque al vivir en la sierra siempre me ha fascinado la vida marinera, por lo que tiene de aventura y arrojo, lejana a mí, pero envuelta de misterio y atracción. El caso es que las metáforas referidas a ese mundo me han calado hondo por su reflejo en muchos aspectos de la vida. Por muchos años mi vida ha transcurrido en un magnífico velero surcando un océano en calma, pero en los últimos años, no solo el mar se ha embravecido, sino que los vientos se han vuelto tempestuosos y el motor auxiliar del barco se ha estropeado. Cuando nos vemos en esa situación, muchas veces poco se puede hacer. Lo que intento no perder es el rumbo. Sé a dónde quiero llegar, aunque las circunstancias parezcan impedirlo. También sé que las tormentas marineras, por feroces que sean, amainan, que los vientos cambian, que el sol vuelve a salir. Entonces será el momento de volver a desplegar las velas y hacer lo que dice la canción que voy a insertar al final de este escrito.
Enrique Bunbury es un cantante cuya voz es fácilmente reconocible, igual que la de Raphael. Solo hace falta escuchar una palabra de su boca e identificarlo. Ahora precisamente se baja indefinidamente de los escenarios por un problema de salud que se le dispara haciendo lo que más le gusta, cantar en directo ante su público. Sus canciones son oscuras y están cargadas de melancolía. Una vez le escuché decir en una entrevista, cuando presentaba el disco Las Consecuencias, de 2010, si mal no recuerdo, que ya le gustaría que sus canciones destilaran optimismo, pero que le salían irremediablemente así. Una que trata de escapar de ese azul profundo que tiñe sus composiciones es “El viento a favor” (1999). Quizás no os guste, porque salvo el estribillo y la parte acústica final, de nuevo cae en un cierto oscurantismo tanto en la letra como el tono, pero el estribillo reproduce exactamente lo que, en ocasiones, tenemos que hacer cuando todo parece que va a empeorar. Espero que os quedéis con el mensaje que marca en sus estrofas finales, el sol se abrirá paso a través de las nubes cuando la tormenta finalmente retroceda.