El tren que nunca se detiene.
Autor foto: Pascal Hartmann
26 de septiembre de 2023.
Nada es igual, nada se parece, nada se repite. Por mucho que busquemos semejanzas, el tiempo es lineal y cada marca en esa línea recta es única, la siguiente será siempre diferente. Eso sí, todos tenemos un empeño en que ciertas cosas no cambien, yo el primero. Lo cierto es que la transformación es mucho más rápida de lo que creemos, sobre todo si la comparamos con otros fenómenos que precisan de un tiempo mucho más prolongado.
Cerca de la Playa de las Catedrales un geólogo nos explicaba este verano que uno de esos arcos que se producen en las rocas del acantilado debido a la erosión del mar llegaba a consumarse en “tan solo” 10.000 años. Esa cifra supone muchas generaciones humanas, un periodo enorme comparado con una vida, por mucho que se considere un proceso acelerado en relación con el de otras formaciones geológicas para las que se necesitan millones de años. En 80 o 90, que es la esperanza de vida en España, cualquier variación que abarque 10 o 20 puede parecer lenta, pero es un suspiro en comparación con una Tierra de 4.600 millones de años.
No nos percatamos de esa velocidad de acontecimientos que se producen en nuestra vida y nos aferramos a estados pasados porque no queremos que cambien. ¿No tenemos la extraña sensación, cuando nos miramos cada mañana al espejo, que seguimos teniendo 20 años? Nos negamos a aceptar esas arrugas, esos párpados caídos o esa escasez de pelo como muestras inequívocas de que ya no somos aquel joven vigoroso.
En 20 años de nuestra vida criamos hijos y volaron, en 35 o 40 desempeñamos nuestra vida laboral y nos jubilamos, en mucho menos de ese tiempo compartimos la vida con alguien que muchas veces ya no nos acompaña. Creemos que corremos a la misma velocidad, porque nos exige el mismo esfuerzo hacerlo mucho más despacio. Aunque habitemos las mismas cuatro paredes, son varias las capas de pintura que las cubren.
Peor se lleva, a veces, la mutación de las claves de pensamiento en las que se mueven las nuevas generaciones. Ya no aprecian lo mismo que las anteriores, ni les despiertan asombro lo que a los más viejos lo hacía. Se vive con otra inmediatez, en otros espacios, en un metaverso que se mueve en otras coordenadas. Y todo ello ha cambiado más velozmente de lo que se quiere aceptar.
Cuando apelamos a costumbres, formas de actuar o líneas de pensamiento de tan solo 4 o 5 décadas atrás, nos acusan de estar anclados en el pasado. No parece virtuoso, ni siquiera útil, hacerlo. Hay que moverse al paso de los nuevos tiempos. En realidad no queda más remedio que adaptarse, si no que se lo digan a los que tienen que reservar sus citas médicas con dispositivos móviles o presentar la declaración de la renta de forma virtual.
Pero el progreso no debería solo vivir de las revoluciones tecnológicas, también tendría que resultar revolucionario aferrarse a los buenos hábitos, los recuerdos, las tradiciones y los usos que no se quieren perder. De vez en cuando me gustaría bajarme del vagón de este tren en marcha que no se sabe muy bien a dónde se dirige y quedarme en esa estación secundaria, de pueblo pequeño, esa en la que pocos se detienen y sentarme en el primer banco vacío que se me presente desde el que ver alejarse ese frenético convoy que se aleja a toda marcha en el que desgraciadamente nunca abren sus puertas para que uno lo abandone.