Bueno, ¿y qué?
24 de octubre de 2023.
Algunas veces me pregunto en qué me ha cambiado pasar por un cáncer y su penoso tratamiento. Por momentos he llegado a pensar en que no lo ha hecho, que sigo siendo el mismo, pero la verdad es que uno nunca es el mismo. La vida es cambio, las personas lo somos también, por mucho que nos empeñemos en pensar lo contrario.
Algunos pacientes hablan de un cambio radical en sus vidas después de la enfermedad. No es mi caso, sigo manteniendo los mismos valores y planteamientos vitales en un porcentaje muy alto, pero a veces los matices o detalles son los que marcan la diferencia, y de esos sí que me percato que existen.
Cuando era joven me jactaba de mi pasotismo. Cuando observaba la efervescencia que producía en las personas cercanas determinados problemas o contratiempos, me agradaba pensar que a mí no afectaban del mismo modo. He sido siempre una persona de calmada respuesta ante los inconvenientes de diverso tipo. Me dolían las pérdidas, pero no me hundían. Sentía cierto temor ante la incertidumbre, pero no me quitaba el sueño. Me ofendían las ofensas personales, pero no encrespaban mi ánimo. Esa serenidad, en las dos últimas décadas, perdió parte de su virtud y me convirtió en una persona un poco más inestable.
Ahora me invade una sensación, de nuevo, de calma. La impregna un pequeño aroma de melancolía, que no existía en mi juventud, pero predomina el sosiego. Esa actitud me devuelve a un estado de cierta indiferencia ante los estímulos externos. Se puede asemejar al guerrero que curtido en mil cruentas batallas, herido por diversos proyectiles y apaleado por las luchas cuerpo a cuerpo, ahora, alejado del campo de batalla, se muestra perezoso para siquiera aplastar al mosquito que le pica en el brazo.
La relativización de los pequeños males puede ser un efecto beneficioso de haber sufrido unos mayores. En eso sí he cambiado, de forma matizada, insisto. Las pequeñas luchas cotidianas se antojan nimias: al de las bombonas se le olvidó dejárnosla, llevé el coche al taller y no me arreglaron una de las averías, el pesado teleoperador volvió a llamarme en plena siesta, me empieza a molestar de nuevo el tendón de Aquiles. ¿Qué es todo eso comparado con la angustia de someterte a un tratamiento que si no funciona te aboca a la desaparición?
Esa indiferencia hacia lo que me afecta personalmente se multiplica cuando observas las pequeñas contrariedades de los demás. Observo las frustraciones, a mi juicio, exacerbadas de mis amigos y hasta siento pereza de decirles que no son para tanto. A veces no lo hago para no parecer insensible a sus preocupaciones, pero es que realmente las veo como insustanciales.
Espero que ese pasotismo entendido como virtud no derive en cierto cinismo, algo de lo que siempre me advertía mi amigo Diego que solía ocurrir con la edad. Esperando que eso no suceda, desde luego recomiendo a todo el mundo que aplique un poco de indiferencia y evite la sobreactuación ante las adversidades, la mayoría no merecen ni la más mínima consideración. Pasado el tiempo, ni nos acordamos del padrastro que nos salió, del insensato que nos insultó, ni del amigo que nos mostró desdén. Dejemos las armas a buen recaudo hasta que se presenten las grandes batallas.