El desgarro más profundo.

El desgarro más profundo.

 

19 de septiembre de 2023.

Siento tener que encontrar cierta inspiración o, más bien, incentivo para escribir, cuando la tristeza invade mis sentidos. Hoy me he levantado con la terrible noticia (valga aquí el calificativo) de la accidentada muerte de Julio, el hijo de unos amigos entrañables como son Lisanda y Carlos. 

La desgracia se cebó con ellos ayer por la tarde cuando un inoportuno traspié en un risco de las montañas que rodean a mi pueblo lo hizo precipitarse unos 10 metros, golpeándose la cabeza y haciendo inútiles los esfuerzos de los equipos de rescate por salvarlo. Falleció en el centro de salud de Ubrique sin que pudiera hacerse nada más por él.

A Julio no lo conocía más allá de cruzármelo por los pasillos del instituto cuando estudió con nosotros hace algunos años. No fue alumno mío. A sus padres sí los conocía de forma más cercana de toda la vida. Lisanda es la amiga farmaceútica de muchos ubriqueños, la que se entretiene hablando contigo cuando visitas la farmacia sin prisa alguna, la que te pregunta por la familia o departe calmadamente sobre aficiones comunes o cualquier otra trivialidad que merezca la pena compartir. No quiero ni puedo imaginar los jirones en los que estará hecho trizas su corazón hoy. Siempre he dicho que perder a un hijo es la mayor desgracia a la que un ser humano  pueda enfrentarse. 

Carlos es la amabilidad hecha persona cuando te atiende en su óptica de Prado del Rey. Es un placer acudir a él y recibir un trato tan afable, dedicado y profesional. Nunca olvidaré cómo lo hizo con mi padre cuando, fruto de una desgraciada intervención de cataratas, lo dejaron con visión doble en un ojo. Se preocupó de obtener unas lentes especiales para pegarlas a las gafas y corregir ese molesto efecto. Me consta que esos dispositivos costaron unos buenos cuartos, que no quiso cobrarle. Después hemos sido Mª del Mar y yo los que hemos visitado su negocio varias veces, recibiendo ese trato tan afectuoso que describo.

Hoy no hay apenas ganas de seguir con las actividades cotidianas, las primeras clases presenciales que voy a impartir a mis primeros alumnos estarán impregnadas de una melancolía que rehuía. Hoy debía ser el día de mi reincorporación a la actividad que me ha acompañado más de 30 años, después del obligado paréntesis por mi enfermedad, pero ese reingreso no va a estar cargado de la positividad que pretendía, sino de un halo de tristeza que me invade.

En senderos distintos, pero Carlos y Lisanda, igual que yo, se conducían en el camino de la fe. Espero que como a mí me ha ayudado, también lo haga con ellos. En momentos como estos un creyente puede reaccionar de dos formas, igual de legítimas: o se enfurece con Aquel en quien cree por permitir estas desgracias o se refugia en Él en busca de consuelo. Yo siempre he optado por la segunda, anhelando una resolución a este mundo tan plagado de infortunios. Como digo, si ellos optan por ese enojo natural, están en su derecho. Nadie puede aceptar con naturalidad la pérdida de un querido hijo. 

Ojalá algún día no tengamos que pasar por estos momentos tan dolorosos. Solo quiero transmitirles en estas palabras un tanto precipitadas mi más sincero pesar por esta tragedia sin paliativos. Y ojalá también, en las próximas fechas pueda hacerles llegar una pizca de consuelo, si es que es posible de alguna forma hacerlo. “Él nos consuela en todas nuestras pruebas para que nosotros podamos consolar con el consuelo que recibimos de Dios a los que están sufriendo cualquier clase de prueba.” (2 Corintios 1:4)

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