Como aves migratorias.

Como aves migratorias.

21 de enero de 2024.

La vida crea grupos, no me cabe duda. Las aves los forman para emigrar, los peces esos bancos tan característicos, los bisontes por millares cruzaban las inmensas praderas norteamericanas buscando nuevos pastos, hasta las plantas lo hacen, al menos así aparecen las ortigas en mi jardín, nunca solas, siempre acompañadas por otras de su misma especie.

El ser humano no es muy diferente y seguimos socializando por grupos. Me resulta muy gracioso circular por el centro de esas ciudades tan pobladas, como recientemente me pasó en Manchester, y observar esos estilismos tan característicos: góticos, moteros, hinchas de un club de fútbol, ejecutivos, religiosos, heavies o poligoneros, entre otros, ataviados de forma similar y formando sus núcleos más o menos numerosos.

En realidad la compañía hace de este mundo uno menos oscuro y triste. El problema reside en una tendencia desgraciadamente igual de común que la de agruparnos con los afines, la de odiar a los diferentes. Hasta en la ciudades más abiertas, sin llegar a ser guetos, acabaron formándose los barrios chinos, italianos, por hablar de nacionalidades, así como los gays, negros, y ¿cómo no? también los ricos. No surgían solo fruto de la sintonía entre sus miembros, sino también para defenderse de los diferentes.

No es lo mismo pertenecer a grupos minoritarios que lo contrario. No lo tiene fácil el cristiano en Irán, ni el musulmán en Europa, ni siquiera un hincha del Madrid en Girona o del Barça en el barrio de Salamanca; porque cometemos el error de entender la pertenencia a un colectivo como motivo para despreciar al que defiende lo contrario. Esas películas ochenteras que mostraban las peleas entre bandas callejeras en las grandes ciudades norteamericanas, donde generaba odio simplemente un corte de pelo característico de los enemigos de una de las facciones, a mí me producían sonrojo y hasta vergüenza ajena. ¿Apalear a alguien por sus patillas? ¿Hasta dónde hemos llegado? ¿Habrá cosa más infantil?, me preguntaba.

Pues pasan los años y seguimos en nuestra inmadura manía de ofendernos porque alguien forme parte de un grupo con diferentes principios, costumbres y hasta estética.

Que diferente sería el mundo si cada clan que decidiera vestirse, hablar o comportarse de una determinada manera, convocando de esa forma a otros de las mismas aspiraciones, no despertase en nadie la más mínima animadversión, de hecho, me encantaría que tampoco el más mínimo interés. 

Hemos creado unas reglas comunes que se presentan imprescindibles para movernos en sociedad. Si no hubiésemos consensuado algunas tan evidentes como que en España circulamos en las carreteras por la derecha o que el primero en una fila es atendido antes que el segundo, esto sería una absoluta selva, pero más allá de lo que nos atañe a todos y sustenta la base en la que nos movemos, a partir de ahí dejemos que la libertad individual o grupal nos identifique con los que comparten las mismas aspiraciones, sin que eso suponga un ataque a los que las tienen diferentes.

Cada vez que puedo asisto a algún evento deportivo de los que me emocionan, pero me da pena observar que defender a tus colores, en según qué sitios, suponga un ataque a los del oponente. ¿Por qué tienen que llover los insultos y descalificaciones entre aficiones rivales? ¿No es suficiente que los jugadores que te representan ya se batan el cobre sobre el terreno de juego, siguiendo las reglas que un árbitro trata de hacer respetar? Sería tan deseable que todo el que quiera pueda desgañitarse animando a su equipo sin lanzar improperios al contrario y que lo mismo pudiera hacer el que defiende al otro, independientemente de que uno u otro sea el mayoritario.

Probablemente los sociólogos que se inspiran en la psicología evolutiva dirán que esta rivalidad de la que hablo es fruto de la supervivencia del más apto que nos ha impuesto la evolución, que la lucha entre especies o dentro de ellas, es innata en los organismos vivos y en la historia de la humanidad. Pero entonces ¿por qué nos empeñamos en legislar hacia el respeto, la igualdad y la tolerancia, como base de la convivencia? La conciencia colectiva, que también existe al considerar lo que es justo, señala en sentido contrario a lo que dicen que inspiró nuestro desarrollo evolutivo.

Yo defiendo que el que nos creó, nos dotó de lo más valioso que nos hace humanos, la libertad, esa que nos permite, dentro de unos límites básicos, movernos entre una enorme variedad de colores y gustos, que nos agrupan, esta vez sí, llamémoslo por selección natural, con los que los comparten, pero que lo que hace es enriquecer a una sociedad que, de lo contrario, sería uniformada y aburrida. Pensemos en esos regímenes totalitarios que hacen despliegue de esa monotonía con desfiles de miles de personas vestidos de forma idéntica y al mismo paso, gobiernos que hasta regulan los peinados permitidos por sus ciudadanos.

Ahora bien, ni el que viste de forma diferente, ni el que defiende a su equipo, ni el que escucha una determinada música, me ataca a mí por hacerlo de forma diferente. Los grupos de aves migratorias se cruzan muchas veces en el cielo buscando destinos opuestos, pero nunca intentan cambiar el rumbo de las otras. ¿Tan difícil nos resulta a los humanos imitarlas?

Autor foto: José Mª Medina Esteban. Licencia: CC-by
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