(98º) DIARIO DE UN LINFOMA (Una parte se quedó entre las jaras).

(98º) DIARIO DE UN LINFOMA (Una parte se quedó entre las jaras).

4 de septiembre de 2022.

Flor de la jara.

Otra noche más en la que he descansado bien. No he podido quedarme mucho tiempo en la cama, pero, por lo menos, he tenido largas horas de descanso sosegado. Esta mañana me he levantado con relativas fuerzas, pero mirarme al espejo me devuelve a la realidad de un enfermo oncológico en pleno tratamiento de quimioterapia. ¡Tenemos más mala cara que los pollos de Simago! Este dicho está tan pasado como, al parecer, las aves a las que alude. Esos almacenes, ya extintos, no sé lo que tendrían en el departamento de carnicería para que sus pobres pollos tuvieran tan mala fama.

A pesar de mi apariencia de cara blanquecina, mejillas hundidas y esas cejas en la que ya solo crecen los pelos salteados que consiguen hacer funcionar a los bulbos pilosos que escapan de la destrucción química, parece que mis músculos siguen teniendo relativa fuerza. Ayer, mis sobrinas Luzma y Maite, con su madre y hermana mía, Tere, me visitaron en casa y, por su culpa, se me rompió la persiana de una de las puertas de mi salón que da a la terraza. Permitidme este susto que les he dado a las pobres, porque en modo alguno fueron responsables de que se estropeara, pero, como me suelen leer, quería gastarles una pequeña broma. Venga, ya os podéis reponer del susto, por supuesto que no os culpo del accidente doméstico. Todo lo contrario, me alegraron la tarde con su visita y la de la preciosa Paula, la hija de Luzma, que tiene un hermoso carácter y cuya personalidad me encanta. Ayer se mostró mucho más abierta que otras veces y, venciendo su timidez, nos contaba sus pequeñas historias de cole y andanzas con su hermanito y primos. Pronto va a convertirse en una joven de las que probablemente no haya muchas en este mundo enrevesado que nos espera.

Usando esa pequeña fuerza que todavía conservo, esta mañana he arreglado la persiana, no sin dificultad, porque, como es un trabajo que hago de tarde en tarde, siempre me cuesta recordar cómo funcionan los mecanismos que la componen. También iba a pelar tomates, estriparlos y trocearlos para que Rubi los friera y metiera en tarros de conserva. Al final, me he librado de esa labor, porque me ha llevado un buen rato el arreglo y ya lo había hecho ella cuando he terminado. El año pasado acumulamos un buen número de esas conservas y son muy socorridas para las cenas rápidas en las que no se te ocurre otra cosa que revolcarles un huevo y calentarlas. Están exquisitas. 

Como contaba en mis últimos retazos biográficos, nuestros años en Valverde del Camino tocaban a su fin. Yo ya había acumulado bastantes puntos por los 8 años de permanencia en el mismo centro y mis funciones directivas. En Ubrique, las plazas de mi especialidad en el I.E.S. Las Cumbres estaban cubiertas, pero un rayo de esperanza se me abrió en otro instituto, el de Los Remedios. A finales de los 90 la ley educativa cambió (vaya novedad) y todos los institutos pasaban a denominarse I.E.S. (Instituto de Educación Secundaria). Desaparecían los I.F.P. (Instituto de Formación Profesional) y los I.B. (Instituto de Bachillerato). A partir de primaria, todos los institutos podían impartir la E.S.O., Bachillerato y Formación Profesional. 

El I.B. Los Remedios era el instituto de Bachillerato por antonomasia en el pueblo y nunca había impartido Formación Profesional, pero su director, Juan, inmediatamente se puso a trabajar en incorporarlos. Juan merece uno o varios capítulos aparte, pero diré que era un hombre absolutamente volcado con el centro. Fue su director, creo que durante 27 años, y se jubiló con más de 75, si mal no recuerdo, por imperativo legal; él hubiera seguido. El instituto no era parte de su vida, era su vida.

Juan era un hombre colgado al teléfono, siempre estaba llamando a la Delegación, Ayuntamiento, Consejería y cualquier organismo oficial del que pudiera obtener algún beneficio para el centro. En cuanto a Formación Profesional, no tenía ni idea, tampoco su jefe de estudios, Fermín, ni su secretaria, Paqui. Tenían una larga experiencia en el resto de la educación secundaria, pero estaban pez en lo demás. Un día lo llamé desde Huelva y me presenté como ubriqueño “en el exilio”. Le conté mis pretensiones de venirme a Ubrique y él me anticipó que había solicitado el ciclo de F.P. de Secretariado para el siguiente curso. A partir de ahí, mantuvimos el contacto y nos llamábamos de vez en cuando para saber cómo iba el proceso de concesión e implantación.

Yo no había tenido amistad con Juan, ni lo había tratado personalmente hasta entonces, solo de oídas y porque era alguien conocido en el pueblo. Sí mantenía una relación más estrecha con la dirección del otro centro de Formación Profesional, el I.E.S. Las Cumbres, no en vano, alguno de ellos había sido profesor mío. A pesar de todo, fue Juan el que mostró un vivo interés en ayudarme a que pudiera obtener una plaza de mi especialidad en mi pueblo. Al año siguiente se implantó el ciclo de Secretariado, pero en ese primer curso no se crearon vacantes fijas para mí, sí lo conseguiría para el próximo.

Juan era una persona cuya apariencia y rictus imponía las primeras veces que lo tratabas, ya digo que merece un capítulo aparte, pero hago solo un primer esbozo. Tenía una voz ronca y peculiar, inconfundible cuando le oías pronunciar una sola palabra al teléfono. Cara a cara era todavía más particular, cuando no estaba detrás de la mesa de su despacho, te hablaba a una cuarta de tu cara, eso de mantener la distancia social era algo que él desconocía. Tenía unos ojos profundos y se dirigía a ti con tal convicción que eran pocos los que se atrevían a llevarle la contraria.

Como ya he comentado otras veces, con los años he desarrollado la habilidad de ver más allá de la fachada. La de Juan era muy distinta a lo que escondía en su interior. Tenía un carácter vehemente como pocos, y el volumen de su voz superaba los decibelios adecuados y de moderación que se esperaría en muchas ocasiones. Sus afirmaciones parecían que no se prestaban a objeción alguna. Su carácter era sencillamente arrollador. Ahora bien, todo eso escondía una personalidad con grandes rasgos de nobleza, generosidad y, aunque pareciera lo contrario, dispuesta a recular y cambiar de rumbo si conseguías convencerlo de ello. Más adelante contaré cómo fueron mis comienzos, encuentros, encontronazos y discurrir cotidiano por las dependencias del instituto, que tantos momentos inolvidables me depararon.

Cuando en el año 2000 me dieron el destino provisional en Ubrique y a los pocos meses el definitivo, a Rubi y a mí se nos hizo un nudo en la garganta. En esos meses existía la posibilidad de renunciar, y la barajamos seriamente, pero pesaban más en mi interior las ganas de volver y aprovechar aquella oportunidad que no sabíamos si volvería a producirse, que descartarla y, posiblemente, lamentarnos más adelante por no haberla aceptado.

Volver a Ubrique suponía iniciar una nueva vida. Cuando, durante 8 años, estableces unas rutinas, formas parte de una familia de 4 miembros, vives en una casa en propiedad y has consolidado fuertes amistades, no es nada fácil dejar todo eso atrás y empezar de nuevo, aunque fuera en un lugar bien conocido. 

Siempre recordaré la última reunión que tuvimos con la congregación de Valverde y, sobre todo, la primera en la que estuvimos ausentes. Escribí una carta que leyeron en público, una vez que nos habíamos marchado. No conservo una copia de aquella carta, pero si la volviera a leer, estoy seguro de que brotarían de nuevo las mismas lágrimas que casi mojaron el papel en las que escribí unas sentidas palabras que trataban de devolver en forma de agradecimiento lo mucho que aquel grupito de queridos hermanos nos había aportado durante unos maravillosos años. 

Después de vender nuestro piso, lo cual sucedió más rápido de lo previsto, cargar nuestros escasos muebles y pertenencias y tomar, por última vez, la carretera que abandonaba Valverde, un sentimiento contradictorio invadía mi pecho. 8 años antes, los cabezos cubiertos de jara y eucaliptos que poblaban los campos de la carretera entre Valverde y La Palma del Condado, me habían parecido un paisaje desértico y hostil, comparado con la Sierra de Grazalema, pero ahora, dejarlos atrás, sabiendo que ya no formarían parte de mi entorno cotidiano, me hacía verlos con otros ojos, con una profunda carga de melancolía. Aquella vegetación, los colores de la tierra pizarrosa de la que nacía, quedarían en mi retina, pintados con todo el cariño y añoranza que ahora provocan cuando los vuelvo a recordar. Las veces que he vuelto a recorrer ese camino, muchas menos de las que me hubiera gustado, los últimos kilómetros de ese recorrido no provocan el más mínimo rechazo, como lo hicieron la primera vez, sino el más absoluto cariño, y despiertan vívidamente el recuerdo de los que, probablemente, fueron los años más felices de nuestra vida.

Tramo de la carretera La Palma-Valverde. Autor foto: Yolanda. Creative Commons.
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