(92º) DIARIO DE UN LINFOMA (las rutinas nos hacen perder el equipaje).
29 de agosto de 2022.
Piernas pesadas, cabeza embotada y respiración perezosa, esas son mis sensaciones esta mañana. No sé si el Noctamid, un inductor del sueño, contribuye a que me levante con esta sensación de agotamiento. Ya he conocido el Black Friday, Black Sunday y hoy, probablemente, el Black Monday. El tercer día, en mi caso, sigue siendo el que ahonda en el malestar de los efectos de la quimio. Aun así, escribir este rato me servirá para empezarlo de la mejor manera posible, con mis pensamientos en otras cosas que no sean las molestias causadas por el envenenamiento del viernes.
La mañana se ha levantado plomiza en Benaocaz, después de una noche de fuerte viento de levante que a media madrugada provocó un portazo tan fuerte que me elevó el corazón hasta las amígdalas. Ahora todo está mucho más calmado. El atardecer presentaba ayer este aspecto. De nuevo, al caer el día, el cielo se dibuja distinto.
Anteayer me enviaron la foto que inserto a continuación de este párrafo. Mari, Pedro y Ezequiel, tres queridos compañeros, hicieron el favor de llevar a mi padre a nuestra reunión del sábado. Le hacía mucha ilusión hacerlo. Durante todo el confinamiento, me decía que él ya no volvería a reunirse con sus hermanos en el salón, y yo le contradecía asegurándole que tendría oportunidad de lograrlo. Lo consiguió hace unos meses en la Conmemoración de la Muerte de Cristo y ahora ha vuelto a repetir. Son pequeñas hazañas para él que le siguen dando fuerzas para vivir, a pesar de su precario estado.
Con 97 años… y sumando.
Esta mañana leía un artículo titulado “Se acabó lo que se daba”, referido al final de las vacaciones de verano y la vuelta a la actividad. La autora se contaba entre las que prescindirían de agosto, un mes, según ella, diseñado en la actualidad para que los turistas con poco poder adquisitivo saturen playas, monumentos y todo tipo de atracción. Los ricos, dice ella, toman sus vacaciones en septiembre, cuando pueden evitar las incómodas aglomeraciones que formamos los que coincidimos en plena canícula del mes de Octavio y el calor sofocante.
En mi caso, Agosto de 2022, ha sido anodino y regular. Mis rutinas no han logrado escapar de 4 paredes y quehaceres poco novedosos. De todas formas, hace años que no menosprecio la repetición y el transcurso de lo cotidiano. Vivir no significa descubrir aventuras continuamente y permanecer boquiabiertos a cada momento del día, eso solo lograría desencajarnos la mandíbula y convertir en cotidiano lo que debe ser mucho más esporádico. Cuando las circunstancias mandan, que es casi siempre, lo más sabio es adaptarse a ellas y obtener los descubrimientos y convertir en hallazgos, aspectos que quedan ocultos cuando aspiramos solo a acontecimientos importantes.
No han sido pocos, por desgracia, los que han tenido que soportar el aislamiento en espacios mucho más reducidos que yo y durante mucho más tiempo. José Mújica, el que fue presidente de Uruguay, pasó 11 años en aislamiento y un total de 15 en prisión. Él reconocía en una entrevista que estuvo al borde de la locura. Un misionero testigo de Jehová, Harold King, pasó 5 años sin salir de una celda de 4 m2 en China. Fue detenido simplemente por predicar el evangelio, entre 1958 y 1963. Él cuenta en una entrevista que se impuso una rutina inventada de actividad diaria. Era una forma de intentar mantener la cordura. Para él, cada pequeño ladrillo de la celda era una puerta de un vecindario imaginario en el que seguía predicando las buenas noticias del Reino. En una de las casas vivía una señora a la que llamó Carter, e inició una consideración bíblica con ella. Cada semana, volvía a visitarla y a considerar un capítulo de un libro que ayudaba a conocer mejor la Biblia. Así hizo con cada pequeño hueco de la celda y tenía un horario definido para realizar sus actividades. El espacio reducido de 2×2 se convirtió en su mundo conocido y diverso durante 5 largos años.
La enfermedad y la limitaciones que esta te impone, te lleva a descubrir espacios desconocidos que son habitados por muchas personas a las que ignoramos cuando nuestras vidas transcurren por los senderos de la normalidad. En el hospital de día he conocido a compañeras que llevan 6 años recibiendo quimioterapia. Una de las que primero coincidió conmigo le comentaba a la que se sentaba a su lado, en respuesta a la pregunta de cuántas sesiones le quedaban, que ella tenía ese tratamiento de por vida, por lo tanto, su rutina incluía visitar a nuestras queridas Eli y Paula prácticamente cada semana. Hay jovencitos, en pediatría oncológica, que habitan espacios del hospital durante meses. No soy, evidentemente, el más desafortunado entre los enfermos. Mis limitaciones son nada en comparación con las que sufren otros.
Pero la adaptación al nuevo escenario que te impone la realidad que surge cuando un contratiempo te cambia tus rutinas, no solo es conveniente, sino necesario. Si nos aferramos a unas actividades y costumbres que ya no pueden mantenerse, lo único que logramos es aumentar la frustración. El 90% de mi tiempo ahora se desarrolla dentro de mi casa. Podría reducir ese tiempo y llevar una vida más “normal”, pero sería, a mi modo de ver, una temeridad, por la exposición a posibles contagios y los temidos rayos solares, que ya empiezan a manchar mi piel, aunque apenas me haya sometido a ellos.
Soy un privilegiado viviendo en una casa con un amplio jardín y bastantes metros cuadrados en su interior. Cuando sabes que tu día va a transcurrir en ese entorno, empiezas a fijarte en detalles que pasan desapercibidos cuando el trasiego diario no te permite detenerte en ellos. Cuando me levanto, mi mirada al horizonte que se otea desde mi terraza es más larga que de costumbre, eso te permite analizar cómo se presenta el cielo esa mañana, la brisa que corre o se muestra ausente, los olores que traslada el aire. Los desayunos son más pausados, el reloj no te golpea con sus manecillas apremiándote a terminar el último sorbo de café para irte al trabajo. Todo se ralentiza cuando el día se presenta por delante sin grandes novedades y se repiten previsiblemente las mismas actividades.
Estos últimos meses he repasado esas fotos que todos guardamos en cajones olvidados y que pasan años sin que las volvamos a mirar. He escrito por placer como nunca antes y he vuelto a leer, también por puro deleite, como hacía lustros que no lo conseguía. Recuerdo algunos veranos de mi adolescencia cuando visitaba casi a diario la Biblioteca Municipal a entregar un libro y recoger otro. Desde entonces no he vuelto a dedicar tanto tiempo a la lectura como estoy haciendo ahora.
Rubi siempre me dice que hay otra actividad necesaria para la que hay que disponer de tiempo. Se trata de realizar esos ejercicios que contribuyen a tu salud mental. Ya sea que vayas a un psicólogo o simplemente leas consejos en libros de autoayuda, revistas especializadas o artículos de Internet, casi siempre recomiendan apartar tiempo para meditar, escribir un diario de emociones o redactar una lista de tus fortalezas, entre otras. ¿Quién de nosotros, en un día a día repleto de actividades laborales, domésticas, familiares y demás, saca tiempo para hacerlo? Muy pocos. La actividad frenética se lleva las horas del día devorándolas con avidez. Al final de la jornada, cansados y saturados, apenas tenemos fuerzas para sentarnos un rato en el sofá antes de que la pesadez de nuestros párpados nos recuerde que hacemos bien en irnos a dormir y terminar, un día más, sin apartar tiempo para sentirnos.
Ahora hallo lugar para muchas de esas actividades que quedaban ahogadas en un día de plena laboriosidad. Un contratiempo que prefería no haber sufrido, me ha abierto la puerta a nuevas posibilidades. Estas reflexiones me traen a la cabeza una canción de Bunbury. Esta es otra de las pocas que fue capaz de componer con cierto aire de optimismo. No la incluyo en mi lista de canciones positivas, porque bajaría el nivel, pero la inserto en esta entrada. Al final dejo la Playlist que he creado en Youtube con las 30 canciones que me habéis recomendado (es ampliable).
Enrique Bunbury, en su canción “Porque las cosas cambian” dice:
Porque emprendemos nuevos viajes extraordinarios
Porque perdimos el equipaje con nuestras rutinas.
Sí, los cambios, a veces, nos permiten iniciar viajes extraordinarios desde nuestro sofá y consiguen que nuestro equipaje permanezca a nuestro lado, sin que nos lo roben las rutinas.
Playlist actualizada: