(71º) DIARIO DE UN LINFOMA (sandías, pinreles y botellas abandonadas).

(71º) DIARIO DE UN LINFOMA (sandías, pinreles y botellas abandonadas).

7 de agosto de 2022.

Sigo en mis días buenos, aunque el sueño no acaba de ser todo lo óptimo que me gustaría. Ayer estuve leyendo sobre este particular y parece que es algo común en los pacientes oncológicos. Más del 50%, según algunos estudios, padece este problema. En cuanto a los motivos, algunos son de origen psicológico, como la preocupación por el pronóstico, pero otros son puramente fisiológicos, producidos casi siempre por la quimioterapia. En mi caso son muchos más los segundos. La mayoría de las noches me acuesto relajado y no me pongo a pensar negativamente. De hecho, tengo un truco cuando eso ocurre. Trato de distraerme soñando despierto en asuntos que me resultan agradables, aunque sean disparatados y fantasiosos. A veces me imagino jugando tan bien al tenis que me hacen una invitación para participar en la fase previa de un prestigioso torneo, no, no me refiero al torneo de verano de Chipiona, sino del mismísimo Wimbledon. Empiezo a pasar rondas y acabo jugando la final contra Djokovic o Nadal. 

También es común que piense en viajar por lugares remotos del mundo, que me establezco una temporada allí y me olvido de todo tipo de obligaciones, iniciando una nueva vida alejada de problemas y responsabilidades. A veces, sin darme cuenta, ya me quedo dormido. 

Todos nos acostamos algunas noches rumiando un problema o inquietud. Rubi lo llama centrifugar, y ella dice que cuando eso le pasa no es capaz de alejar ese pensamiento circular de su mente. Yo, con el procedimiento que he explicado, no siempre lo consigo a la primera. Siguiendo con el ejemplo, entre partido y partido de Wimbledon, vuelvo a Benaocaz, a mi cama, y aparece de nuevo eso que me inquieta, pero vuelvo a insistir en mi fantasía y trato de regresar al siguiente partido en el que dejo asombrado al público londinense con mi sublime tenis, dejando en la cuneta a mi contrincante. Los sueños son eso, situaciones inverosímiles que parecen verdad, pues bien, cuando yo los precipito a conciencia, muchas veces me llevan a ese estado onírico, como digo, sin darme cuenta. 

Ahora bien, dicho lo anterior, cuando el motivo es puramente fisiológico, poco puedes hacer. Las noches en que me acuesto con náuseas o esos molestos retortijones, es difícil conciliar el sueño; también, cuando me han suministrado corticoides, noto un nerviosismo interior que me lo impide. Más del 50% de los pacientes oncológicos acaban tomando psicotrópicos. Yo todavía no lo he hecho, pero si alguna noche tengo que tirar de un Alprazolam, lo haré, porque para el sistema inmunológico es muy importante el descanso nocturno.

Precisamente anoche me fui a la cama pasadas las 11. Como no me dormía con la rapidez que yo esperaba, me acordé de un viaje de turismo-miseria que hicimos con la familia de Diego en el año 1991. También vivimos algunas anécdotas que me gustaría dejar plasmadas por escrito. 

Diego se había comprado de segunda mano una furgoneta Opel Midi de 9 plazas, pensada sobre todo para esos viajes grupales que hacíamos. No tenía aire acondicionado y aquel verano se le ocurrió la feliz idea de fabricar uno casero. La teoría era la siguiente: con un tubo fino de cobre, de los que se usan en las instalaciones de agua en los hogares, haríamos un serpentín (una espiral) que iría sumergido en una garrafa de 25 litros de plástico que llenaríamos de cubitos de hielo en las gasolineras conforme se fueran derritiendo. A ese tubo le insuflaríamos, con un ventilador de corriente continua conectado a la batería de la furgoneta, aire que saldría por el otro extremo a 4 grados, eso nos permitiría viajar fresquitos a las 9 criaturas que ocuparíamos el vehículo.

Esa era la teoría y durante varias horas nos pusimos manos a la obra en el invento. Diego era bastante manitas y con sus conocimientos de ingeniería consiguió conquistarme para la causa. Allá que nos pusimos aquel verano con la descabellada idea. Teníamos el serpentín, la garrafa, los cubitos de hielo, pero con un secador de mano adaptado a la entrada del tubo de cobre conseguimos empujar el aire y, efectivamente, por el otro extremo el aire salía mucho más frío, pero el caudal era tan minúsculo que, los dos metidos en la furgoneta con las ventanillas cerradas, sudábamos a chorros, y mirándonos con cara de tontos, después de muchas horas de trabajo, nos dábamos por vencidos y nos resignábamos a seguir viajando pasando calor. Sí, dicen que el dinero llama al dinero, pero la miseria también acaba con miserables resultados, como fue el caso.

Ese verano el objetivo era viajar a Gerona, a Castellón de Ampurias, el lugar en el que se había establecido Ángel, mi amigo que vivió en casa de mis padres cuando su padre lo echó de su domicilio por estudiar la Biblia con los testigos. Él se había casado con Mari y trabajaba como albañil (paleta, como le dicen los catalanes) en ese pueblo. Vivían en una casa de dos plantas, bastante grande, propiedad de su suegro. Nos invitaron a ¡9 personas! a pasar unas semanas con ellos allí.

El viaje hasta Gerona (o Girona, como prefiráis) lo hicimos saliendo temprano por la mañana, pero nos tomó 17 horas llegar al destino, por lo que aparecimos en Castellón cerca de las 11 de la noche. En ese viaje me ocurrió algo que nunca me ha vuelto a pasar y me alertó de un peligro que produce muchos accidentes mortales en las carreteras. Casi siempre conducía la furgoneta yo, y cuando pasábamos Zaragoza, circulando por la autopista, debido al cansancio, empecé a quedarme dormido. Diego notó que me salía de la carretera hacia la derecha y me dijo: “Manolo, ¡¿a dónde vas? Que te sales!” Recuerdo perfectamente que yo veía cómo la furgoneta se desplazaba hacia fuera pero no podía hacer nada, me estaba quedando dormido con los ojos abiertos.  Inmediatamente dí un volantazo y enderecé el rumbo.Menos mal que Diego iba despierto y pudo alertarme, porque muchas veces todo el mundo dormía mientras yo conducía. A pocos kilómetros me paré en un área de servicio para descansar. No les dije nada a los que iban conmigo para no asustarlos el resto del trayecto, pero aquello me sirvió de advertencia. Es facilísimo entrar en el mundo de Morfeo conduciendo. Desde entonces, siempre que me entra sueño, me paro en cuanto es posible y echo una cabezada, aunque sea de 5 o 10 minutos. Es mano de santo, puedes volver a conducir sin problema, pero recomiendo encarecidamente no aguantar al volante con sueño, es peligrosísimo.

En la furgoneta, además de la calor, los olores corporales empezaron a ser un problema. Isaac, el hijo de Diego y Pili, calzaba unos zapatos de deporte que se quitaba en la furgoneta porque decía que le sudaban mucho los pies. Los pinreles le cantaban que daba gusto. Todo el mundo protestaba en el habitáculo, sobre todo las que iban en la parte de atrás. Acabamos amarrándole unas bolsas de plástico en los pies, a pesar de que Pili protestaba porque decía que se le iban a cocer los pies a su niño. Isaac se lo pasaba en grande en aquel viaje cada vez que se descalzaba y veía a sus hermanas y el resto de los acompañantes protestar. En aquellos años le encantaba chinchar.

Cuando llegamos a Gerona estábamos reventados. Ángel y Mari nos habían preparado las habitaciones para alojarnos en la planta de arriba. Todavía me acuerdo de aquel pasillo en el que estaban los aposentos. En un extremo estaba el cuarto de baño y, junto a él, una puerta con una pequeña despensa en la que tenían embutidos colgados, a continuación se encontraba el dormitorio que nos habían asignado a Rubi, Abi y yo, y después estaba otro dormitorio en el que alojaron a Diego y Pili. 

Acabándonos de acostar, Diego se levantó para ir al servicio. Rubi, Abi y yo ya estábamos acostados en nuestras camas cuando lo escuchamos andar por el pasillo. No encendió la luz para no despertar al resto, ya que habíamos dejado las puertas entreabiertas porque hacía una calor tremenda. Primero se equivocó y se metió en la despensa, moviendo salchichones de un lado a otro y diciendo en voz baja: “Ojú, que me he equivocado”. Después encontró el baño y cuando salió, en lugar de meterse en su habitación de nuevo, entró en la nuestra y se sentó en la cama junto a mí. Inmediatamente le dije: “Diego, creo que te has equivocado”. Dio un respingo y se levantó pidiendo perdón. Estábamos destrozados del larguísimo viaje, pero Rubi y yo estuvimos un buen rato sin poder dormirnos de la risa que nos produjo la situación.

Como Castellón de Ampurias estaba muy cerca de la frontera francesa, un día decidimos hacer una excursión a Perpiñán. Allá que traspusimos (expresión ubriqueña) toda la troupe con la intención de hacer turismo barato, nada de comer en restaurantes, ni comprar souvenirs. Íbamos, como siempre, cargados de latas de conservas y unas enormes sandías. Pero una vez allí, pasamos por unas famosas bodegas y un señor amablemente nos invitó a entrar a visitarlas. Daban explicaciones gratuitas sobre la fabricación del vino. Entramos los dos matrimonios y los niños se quedaron en la entrada. Nos dieron a probar distintos vinos y durante un buen rato nos detallaron el proceso de conservación y maduración de los caldos que allí producían. El hombre lo hizo con gran entusiasmo, quizás se imaginaba que estaba frente a 4 potenciales grandes clientes. Al final, como es lógico, te pasaban por la tienda para que compraras algunos de sus productos. Diego me dijo al oído que él no iba a comprar nada, que aquello era muy caro. Yo le dije que me daba mucha vergüenza no adquirir algo, después de todo lo que nos habían explicado y las copas que nos habíamos bebido por la cara. 

Como mínimo había que comprar un pack de 6 botellas que costaban un pico. Yo traté de pagar en pesetas porque en casi todos los comercios las aceptaban, pero en aquel no, así que dijimos que íbamos a un cajero a sacar francos. Las mujeres y los chiquillos estaban en un recibidor de la bodega esperándonos. De camino al cajero se nos disiparon las ganas de soltar aquellos francos como agradecimiento a la amabilidad mostrada por la bodega, y al llegar a la máquina del dinero, decidimos largarnos de allí sin recoger las 6 botellas. Gema, la hija mayor, estaba en la puerta del establecimiento y la llamamos desde lejos, se acercó y le dijimos que avisara al resto del grupo con disimulo que nos íbamos. Aunque le daba vergüenza, nos hizo el favor y entró a avisar a todos que nos marchábamos sin recoger las botellas. Nuestras mujeres salieron de allí un poco abochornadas y protestando por nuestra bajada de pantalones. Diego finalizó con la famosa frase que le oí repetir en más de una ocasión: “Ea, otro sitio más al que no podremos volver”.

De regreso, nada más cruzar la frontera, nos detuvimos a comer al lado de la carretera. Todavía recuerdo, aunque no encuentro la foto que lo atestigua, aquel grupo comiendo sandía y los hilos de caldo de la misma recorriendo las barrigas de nuestros niños en bañador. Los numerosos franceses que regresaban de las playas catalanas nos miraban, riéndose muchos de ellos, al contemplar a aquella especie de grupo de zíngaros.

Aunque en aquel viaje al sur de Francia no visitamos la tumba de Antonio Machado en Colliure, sí que lo hicimos Rubi y yo hace un par de años, aprovechando que nuestra hija Keila estuvo viviendo también en Castellón de Ampurias y pasamos con ella una semana. Uno de mis discos más escuchados fue siempre el que Joan Manuel Serrat dedicó a algunos poetas españoles. Entre las canciones más emotivas es la del poema “Retratos” de Machado. La letra es un recorrido por la vida del autor y me parece que merece la pena escucharla con detenimiento. Aquí os la dejo.







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