7 segundos

7 segundos

15 de febrero de 2023.

Recuerdo que cuando empecé a visitar a las personas en sus casas para hablarles de la esperanza que da la Biblia, llamaba temeroso a los timbres porque no sabía quién me iba a salir a la puerta y con qué talante. Temía especialmente a los hombres grandes con bigote. Yo era entonces un chiquillo delgadísimo y bajito, de apenas 13 años. Hasta los 16 no pegué el “estirón” y aunque seguía siendo extremadamente escuchimizado, por lo menos ya podía mirar a la mayoría de los amos de casa al nivel de sus ojos o por encima.

Esta comunicación a tumba abierta que supone tocar a una puerta y esperar la sorpresa que deparará la maquinita de la suerte, es una escuela de comunicación, relaciones sociales y recursos lingüísticos que no se imparte en ningún otro sitio con tanta eficacia y resultados. Con el tiempo descubres algo muy valioso.

Aprendí, por ejemplo, que los hombres grandes con bigote son de los más afables. Otros más pequeños y barbilampiños pueden llegar a ser mucho más descorteses. Descubrí que condolerse por los dolores de artrosis de los que superan los 70 y tantos es una de las mejores maneras de ganarte su atención y simpatía. Hacerle una carantoña al pequeño bebé de una madre que lo sostiene en brazos suele tener igualmente buena acogida. También aprendí que con la sonrisa se llega mucho más lejos que con la mejor de las introducciones verbales, pero hubo algo que me enseñó esa escuela sobre todo.

Dicen algunos psicólogos que nos hacemos un estereotipo de la persona con la que contactamos en unos 7 segundos. Puede parecer una exageración, pero parece que tiene respaldo científico. Ahora bien, eso no quiere decir que esa impresión sea la acertada, y de hecho, no lo es en la mayoría de los casos. Ese ha sido, quizás, el mayor descubrimiento en las más de 4 décadas que sigo visitando a mis vecinos en sus hogares. 

Todos ofrecemos una primera instantánea que los demás juzgan casi de forma automática, pero lo que hay detrás de ella no siempre se interpreta por la vía más correcta. La mayoría de las veces no se corresponde con la persona que somos realmente. A veces he llamado a una puerta que necesitaba una buena capa de pintura y tras ella un individuo de aspecto claramente mejorable, demacrado, excesivamente enjuto, con marcadas ojeras, barba desaliñada y mirada un tanto perdida. Lo que se atisbaba del interior de la vivienda no invitaba a pasar adentro, más desorden del debido y ausencia de pulcritud y limpieza. Esos 7 segundos llevaban a una conclusión: este hombre lleva mala vida y es amigo de los estupefacientes. Tampoco había que ser Sherlock Holmes para llegar a tan evidente conclusión, pero lo que no se puede descubrir en una breve conversación es lo que hay detrás de esa aparente vida de adicciones y descontrol.

He encontrado a maravillosas personas envueltos en esa apariencia que acabo de describir. He visto a personas generosas como pocas, sensibles, educadas e instruidas, esto último no tiene por qué ir de la mano. Muchas han sido víctimas de una infancia desafortunada, abusos o simplemente se dejaron llevar en un momento de formación de conductas, como es la adolescencia, de compañías poco recomendables que los introdujeron en el oscuro mundo de las drogas y las adicciones que tanto daño hacen a algunas personas.

El otro extremo han sido las mansiones señoriales de amplios y cuidados jardines con entradas flanqueadas de hermosos arriates y estatuas en las que tras un caro portón aparece una dama de alta cuna y cuidada apariencia, con hermosos pendientes y refinadas pulseras que te mira con cierta condescendencia y aire de superioridad. Aparentemente se encuentra en la cúspide de la sociedad, pero no siempre responde a la educación y cortesía que se esperan.

Pero dejando a un lado fachadas que transmiten ese arquetipo fraguado en 7 segundos, lo que hay detrás poco tiene que ver con lo que proyectan. No es fácil que el yonqui del ejemplo lleve una vida feliz, pero puede que su grado de bienestar personal sea mejor que el de la rica acomodada. La amargura, el desaliento vital, el vacío existencial y la apatía nos atacan a todos por igual, vivamos en un submundo o en la prosperidad. 

Una vez descubrí a una pareja de octogenarios que vivían una choza  en medio del monte, en el parque de Los Alcornocales. Fue hace más de 20 años, pero vivían como hace 60. Habían rechazado habitar una casa en Algeciras que le había buscado su hijo. Él cuidaba cabras y ella hacía quesos. No tenían luz eléctrica ni agua corriente y, aun así, no pretendían abandonar aquel sitio tan precario. Derrochaban vitalidad y mostraban una generosidad inesperada en vista de sus escasos recursos. Nos invitaron a café y queso de cabra y tuvimos una conversación extraordinaria. 

Para bien y para mal, debajo de cada caparazón hay vidas que poco tienen que ver con lo que ofrece la envoltura. Juzgar sin conocer y adivinar sin evidencias son dos de los errores que intento evitar cuando encuentro a nuevas personas, procuro mirar más a los ojos y menos a todo lo demás. Lo que escondemos es lo que somos y, muchas veces, lo que mostramos es solo un espejismo que se esfuma cuando damos paso a lo que hay en nuestro interior.

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