(57º) DIARIO DE UN LINFOMA (las mujeres no son yegüas).

(57º) DIARIO DE UN LINFOMA (las mujeres no son yegüas).

23 de julio de 2022.

No pude esperar, sé que algunas veces soy un poco impaciente, pero ayer por la tarde me puse mi inyección de Filgrastin, me he adelantado unas horas a lo que me dijo Jesús, pero espero que así, todavía estén más altos mis neutrófilos. No quiero volver a suspender quimio. Quiero mi semana mala cuando toca y empezar agosto con la buena. 

Ayer mi amigo Sixto me dijo que se divertía con las peripecias y andanzas de mi Rubi y yo, que le parecía una historia bonita. Pues bueno, tengo otros temas en el tintero, pero ya que ayer me desahogué con uno que no produce mucha risa, vamos a seguir con otro más liviano y agradable, aunque también incluya un pequeño relato sumamente triste para mí. Me quedé en el verano de 1993 con mi estancia en casa de Diego y Pili y el viaje a Alemania. Tengo que rectificar dos cosas, aquí no ha habido censura, sino aclaración de la Rubi. No nos quedamos en casa de Thomas y Angela en Hannover, sino de María, la madre de Thomas, y Angela estaba embarazada de su primera hija, no de la segunda, de hecho, la tuvo estando nosotros allí y la visitamos en el hospital. Hecha esta enmienda, seguiré.

Fue el primer año que, después del verano, regresábamos a Calañas. Al principio nos costaba volvernos a alejar de nuestra tierra y nuestra gente, pero cada vez suponía menos esfuerzo, ya que íbamos fraguando una excelente amistad con nuestros amigos y hermanos de la congregación de Valverde. A mí también me apetecía volver a encontrarme con mis compañeros de trabajo y alumnos, ya que intenté seguir con los grupos que había tenido el curso anterior. Lo que sí nos costó ese año fue volver a vivir en Calañas, nos veíamos demasiado aislados y empezó a germinar en nuestras cabezas la idea de mudarnos a Valverde. María del Mar estaba embarazada y ese curso fue ajetreado con el parto en mira, este se produjo el 16 de mayo de 1994.

Hicimos mucha amistad con un matrimonio de Huelva capital, Antonio y Toñi. Él era natural de Calañas y se interesó por conocerme al saber que vivía y trabajaba allí. Tenían más o menos nuestra edad y compartían aficiones y también eran testigos de Jehová. Tuvieron una niña, Elisenda, creo que poco tiempo después de nacer Keila. La historia de Antonio fue muy triste años después. Era jardinero del ayuntamiento de Huelva y me encantaba visitarlo cuando íbamos a la capital. Trabajaba manteniendo un parque de la ciudad y siempre me lo podía encontrar allí por las mañanas. A veces, Rubi se quedaba visitando alguna tienda y a mí me apetecía dar una vuelta por el parque y acompañar a Antonio mientras trabajaba. Era una de esas personas con las que conecté a las primeras de cambio y pronto se convirtió en un excelente amigo. Tenía un carácter muy abierto y alegre. A los dos nos interesaban los temas de ciencia e historia, y cuando visitábamos su casa o ellos venían a la nuestra, manteníamos conversaciones interesantísimas. Toñi era y sigue siendo una mujer encantadora, dulce y cariñosa, siempre con una sonrisa en la cara. 

La tragedia les sobrevino cuando Antonio sufrió un infarto en su casa. Toñi llamó a los servicios de urgencia y acudieron a reanimarlo, pero, aunque el hospital Juan Ramón Jiménez estaba muy cerca de su domicilio, esos minutos que tardaron en llegar e intentar devolverle las constantes vitales fueron fatídicos para él. La falta de riego que se le produjo en el cerebro fue clave para producirle unos daños irreparables. Consiguieron devolverle el pulso y la respiración y, de hecho, Antonio vivió algunos años, pero su cerebro quedó como el de un niño de 5 o 6 años. Apenas conocía a nadie y tenía una movilidad reducida. Toñi fue un ejemplo impresionante de amor y lealtad durante los años en los que su marido quedó en esas condiciones. Nunca perdió la esperanza de recuperar a su Antonio de siempre, pero eso no ocurrió. Lo llevaba a todas nuestras reuniones, al principio en silla de ruedas, le ayudaba a hacer las tareas más básicas y no se apartaba de su lado un momento. Era un modelo inspirador, no he visto a muchas personas actuar con aquella ternura y apego hacia el que ya no parecía ni su marido, se había convertido en una especie de extraño al que aquel suceso había alejado de lo que fue. Pasados unos años Antonio murió y Toñi y su hija Elisenda quedaron solas. Eso ya se produjo cuando nosotros habíamos vuelto a Ubrique años después, pero no se me borra de mi recuerdo ese hombre de complexión fuerte, de anchas espaldas, generosa sonrisa en su amplia boca, con aquel pelo que se rasuraba tan corto porque sus cabellos eran como púas, fuertes y tiesos, aquel que un día fue mi gran amigo y que, al igual que Juan y tantos otros, anhelo volver a abrazar algún día.

Antonio, precisamente, fue el que nos recomendó al ginecólogo que atendería a Rubi en el parto. No doy su nombre porque, con el gatillo rápido que soy con las teclas, igual sobrepaso la línea de la prudencia hablando de él. Se convirtió en uno de esos médicos que he encontrado a lo largo de los años en los que puedes confiar. Todavía vamos todos los años a las revisiones de Mar hasta Huelva. Vamos a llamarlo Eulogio (ya puestos, que sea un nombre raro). Antonio y Toñi ya nos advirtieron que era un personaje particular. Me gustaría ofrecer un esbozo sobre su semblante y apariencia, que también es particular, pero lo voy a evitar. Solo voy a decir una cosa: o lo amas o lo odias, no hay término medio, así que si alguno en privado me abordáis para que os dé sus datos, os advierto que puede que te caiga como un tiro, aunque sea un magnífico doctor.

En aquellos años era el ginecólogo más visitado de Huelva y su consulta estaba siempre llena. Su mujer atendía el teléfono y llevaba la agenda. La consulta no estaba en consonancia con la fama que tenía, estaba muy limpia, pero era vieja y necesitaba una reforma. Las visitas a Eulogio había que hacerlas con una santa paciencia. Si entrabas antes de las dos horas siguientes a las que estabas citado, eras un tipo con suerte. Antonio me había dicho que atendía a casi todas las mujeres de los testigos de Jehová, porque era muy respetuoso con nuestra negativa al uso de la sangre. En su consulta siempre había revistas Atalaya y Despertad para leer y había tenido buenas conversaciones con algunos compañeros de Huelva.

Desde la primera visita hicimos buenas migas y, después de tantos años, cuando nos recibe en consulta, a menudo echamos un buen rato de charla. A él le da exactamente igual lo que piensen los siguientes pacientes, cuando le apetece hablar contigo, puede estar media hora contándote sus batallitas políticas, puesto que tiene las ideas muy claras en ese sentido, o te habla de los caballos, la única afición que le conozco. Yo más de una vez le he dicho que no creo que la política pueda resolver los problemas del mundo y él conoce perfectamente mis ideas religiosas, pero le da exactamente igual, cuando está embravecido, suelta por esa boca todo lo que le parece de los políticos a los que detesta. Lo de no tener pelos en la lengua se le queda corto a él. Te dice las cosas a las claras y la mayoría de sus frases van salpicadas de tacos e insultos, todo con mucha calma, eso sí.

Nada más entrar el primer día, le dijimos que nos lo habían recomendado unos amigos testigos de Jehová. Nos contestó que era normal, porque él era el mejor en su oficio. No, tampoco tenía atisbos de humildad por ningún sitio, pero la verdad es que reunía motivos para presumir, porque nunca encontré a nadie a quien no le hubiera resuelto de la mejor forma sus problemas médicos. Nos dijo que llevaba para aquel entonces unos 700 partos en su historial, así que os podéis imaginar cuántos llevará ahora. Debería estar jubilado, pero sigue al pie del cañón porque le encanta su profesión. Él dice que ha ganado mucho dinero, pero que le gusta gastarlo en su consulta, que otros médicos se compran un coche de alta gama, o un barco, pero que él prefiere tener el mejor aparato de ecografía que hay en el mercado, aunque no lo amortice. Me consta que no trabaja por dinero, porque sigue haciéndolo para las compañías privadas y le importa un bledo que le pases la tarjeta antes de marcharte.

Duerme entre 3 y 4 horas por la noche. Yo ya le he dicho que no entiendo cómo puede tirar para adelante así, pero él siempre me dice que no necesita más. Últimamente lleva años acostándose tardísimo, porque dice que antes se acostaba a las 12 y a las 3 o las 4 de la mañana ya estaba despierto y no sabía qué hacer. Ahora con Internet dice que se queda leyendo artículos de medicina hasta muy tarde, para levantarse a las 7 de la mañana y empezar su día al paso de las demás personas.

Era muy bruto hablando, pero se lo tenías que perdonar. En una de las últimas visitas antes del parto de Keila, le volví a recordar que, por favor, respetara nuestra posición en cuanto al uso de sangre y va y me dice: “Tú tranquilo, que la Clínica de los Naranjos es muy pequeñita y tranquila, un lugar muy bueno si te tienes que morir”. La madre que lo parió. Eso no se lo dije, pero sí: “Eulogio, hombre, no me digas eso, que nosotros no hemos acudido a ti para morir. Lo que quiero es que seas muy cuidadoso para que no haga falta transfundir”. “Que no, hombre, tranquilo, que no va a hacer falta, si yo soy un fenómeno en el quirófano, te lo decía para tranquilizarte”, me respondió.

En fin, me podría estar contando historias de él varias horas. Siempre le decía a toda la que iba: “¿Cuándo vas a tener otro hijo? ¿Qué pasa, que tu marido no te mete mano?”. Solo quería que vinieran hijos al mundo. Ya digo, a algunos como nosotros nos cae muy bien, porque lo conocemos ya de tantos años que se lo perdonamos todo, pero te dice unas cosas que te quedas con las patas colgando, menudo personaje.

Cuando le faltaban dos semanas para cumplir, fuimos una tarde a una consulta rutinaria y aunque Rubi no tenía señales de parto claras todavía, cuando la examinó le dijo que se quedara ya en el hospital que iba a parir en las próximas horas. Así fue, esa misma madrugada ocurrió. Pasó por el hospital aquella tarde noche y las enfermeras lo avisaron finalmente cuando ya el parto era inminente, que fue justo a la medianoche del 16 al 17 y hubo que decidir qué día poner en la partida de nacimiento. Al médico le gustó más el número 16. Yo le había insistido mucho en que quería asistir al parto y él no era del todo partidario. Me decía: “A ver si te vamos a tener que atender a ti en el quirófano, que alguno se me ha caído en redondo allí”. Yo le dije que me dio mucha rabia no haber podido asistir al primero y que no me iba a desmayar, que yo era fuerte para eso y no quería perderme este. Hasta el momento en que se la llevaron en la camilla para el paritorio, le estuve diciendo que no me fuera a dejar tirado sin avisarme. Con resignación me dijo que sí, que me llamaría en el momento oportuno.

Cumplió su palabra y al rato una enfermera me recogió para acompañarme al quirófano. Cuando me vio entrar me dijo: “Quédate en ese rincón y no te muevas”. Me situó a unos 3 o 4 metros de la camilla de parto, de pie, con la espalda sobre una pared, justo enfrente del sitio por donde le daría la bienvenida a Keila. Yo iba muy lanzado, pero cuando presencié aquella escena, lo cierto es que me impactó bastante más de lo que imaginaba. Rubi estaba mucho más tranquila porque Eulogio la había convencido para ponerse la epidural, aunque había pasado todos los dolores de la dilatación hasta justo ese momento. Ella era reticente a la anestesia, pero él le dijo que con las mujeres no hacía como con sus yegüas, que no había necesidad de sufrir, así que, en ese momento, no tenía los dolores de la dilatación. Eulogio estaba con su amigo el anestesista, con el que lleva, hoy día, trabajando más de 40 años, y los dos tan tranquilos conversando de sus cosas, mientras yo estaba impresionado con aquellos cortes, la sangre y todo lo que conlleva un parto. Él no dejaba de bromear: “Es que soy el mejor costurero que existe”, decía al finalizar su trabajo. Cuando a Keila terminaron de lavarla, me la dieron en los brazos y me la llevé a la habitación. Esos momentos fueron irrepetibles y emocionantes. Al poco trajeron a Rubi en la camilla para que terminara de reponerse de la anestesia en la habitación. 

Mi madre y mi suegra con Abi en la habitación del hospital el día que nació Keila.

Mis suegros se habían quedado en Calañas con Abi y estaban esperando nuestra llamada para desplazarse a Huelva. Lo hicieron a la mañana siguiente. A Abi le habíamos comprado una barbie Jasmin, de la película Aladdin, para intentar compensar los lógicos celos que le provocaría la llegada de una hermana. No se me olvida su cara cuando apareció por el pasillo que daba a la habitación. Yo estaba allí con Keila en brazos y ella me miró con una cara que era mezcla de asombro, extrañeza y cierto disgusto. Yo le presenté a su hermanita y le dimos los regalos que le habíamos preparado. Intenté por todos los medios volcarme con ella para que no se sintiera desplazada. Durante todo el embarazo le había dicho muchas veces que, aunque ahora venía una hermana, ella siempre sería mi nenita.







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