(53º) DIARIO DE UN LINFOMA (Viajar sin dinero también tiene alicientes).

(53º) DIARIO DE UN LINFOMA (Viajar sin dinero también tiene alicientes).

19 de julio de 2022.

Esta noche la he pasado sin náuseas. ¡Qué maravilla! Ayer fue un mal día, estuve todo el tiempo con el estómago en pie. Me consolaba pensando en lo que me dijo mi Abi, que me lo tomara como un embarazo, y bromeaba por whatsapp con mi amiga Isabel de Chiclana sobre eso. Le dije que en mis dos embarazos no había sentido ganas de vomitar, porque todas las pasó la Rubi. 

Probé de todo tipo de remedios. Tomé jengibre en cápsulas, Ondansetrón, Primperán, mi licuado de frutas y verduras y, finalmente, un remedio de la doctora Odile Fernández, una infusión de canela en rama, cáscaras de manzana y un trozo de jengibre. Parece que esto último funcionó algo más. Esta mañana vuelvo a sentir algunas fatiguillas, pero son más suaves que ayer. 

Todavía no me ha respondido Jesús a mi correo con la analítica, así que aún no sé cuándo me tendré que inyectar el Filgrastin para evitar otra bajada pronunciada de neutrófilos y poder recibir la próxima sesión de quimio el martes.

Voy a seguir con mis retazos autobiográficos volviendo al año 1993. El curso 92-93 fue el primero en Calañas. Al finalizar, regresamos a Ubrique para pasar los dos meses de verano. Ese año nos quedamos todo un mes en casa de nuestros amigos Diego y Pili en Benaocaz. ¿Cómo pudieron aguantarnos todo un mes, sobre todo Pili? Ellos eran 6 de familia en aquel tiempo, y con nosotros 9 en total.

En la primavera de ese año habíamos hecho un viaje al Valle del Jerte y nos alojamos en Plasencia. Fue prácticamente el único que hice con mi madre. Para ella todo era nuevo e ilusionante, porque apenas había salido de Andalucía. Como no podía ser de otra manera, guardo un recuerdo muy especial de aquella pequeña aventura. 

¿Se nota que mi madre era la única con falda? Era tan tradicional que costó mucho convencerla para que se pusiera pantalones más adelante.

Nuestros viajes con la familia de Diego y Pili, con sus 4 hijos: Gema, Ana, Isaac y Míriam, además de mi hermana-sobrina Auxi, eran por aquel tiempo bastante precarios, por calificarlos de alguna manera. Nuestro presupuesto siempre era demasiado corto para lo que nos gustaban aquellas excursiones. Merece la pena que cuente un poco cómo los planeábamos y cómo, después, el resultado era todavía más paupérrimo.

Esta foto, más abajo, de aquel recorrido por Cáceres, casualmente, recoge muy bien la calidad de nuestro turismo. Buscábamos los alojamientos más baratos y los bocadillos y latas de conserva sustituían a los restaurantes. Con tanto “zagalerío” no había otra forma de poder viajar por un módico precio. En la instantánea se puede apreciar que 4 de nosotros comemos bocadillos y bebemos refresco de botella de a litro bajo una pintada que ponía “La miseria nos invade”. Fue totalmente accidental que nos pusiéramos a comer allí, pero el letrero parecía que lo habían escrito para nosotros. Diego, Isaac, David y Antonio eran orgullosos representantes del turismo-miseria.

Un par de anécdotas ilustran bien a lo que me estoy refiriendo. Un par de años antes habíamos buscado una pensión en Pampaneira, en las Alpujarras granadinas para pasar unos días. Se trataba de ver esa preciosa zona de la parte Sur de Sierra Nevada y acercarnos a Granada capital también para visitarla. El alojamiento era lo más austero que se pueda imaginar, pero, al menos, lo recuerdo limpio. Algo curioso es que Diego y yo nos compramos en una tienda de artesanía unos botos, ¿sabéis de dónde? Sí, de Valverde del Camino, no me digáis que no era premonitorio. Yo todavía no tenía ni idea de que acabaría viviendo allí. Pues bien, aquellos zapatos de cuero había que lubricarlos, teóricamente, con grasa de caballo, pero nosotros no teníamos, y a Diego se le ocurrió la feliz idea de sustituirla por aceite de caballa de una de las numerosas latas de conserva que llevábamos en el coche. Aunque pueda sonar igual, y el efecto sobre la piel del calzado era parecido, lo que no se podía aguantar era la peste a pescado que llevábamos en el coche. Todo por ahorrar unas pesetas.

En Trevélez, el pueblo considerado más alto de la península, famoso por la curación de sus jamones, encontramos una paletilla ibérica entre los cientos de jamones de pata blanca, los que normalmente se curaban en aquella población. Ese manjar exquisito duró, como diría Sabina, lo que duran dos peces de hielo en un whisky on the rocks. Vernos aquellos años al lado de la carretera, cortando jamón y haciendo bocadillos o, en verano, devorando sandías a boca llena, hacía que muchos turistas nos miraran desde sus coches con cara de asombro, y casi siempre sonriendo. Nosotros nos sentíamos orgullosos de ser exponentes del turismo atrevido, gracias a un bolsillo exprimido, valga el pareado.

A Granada bajamos el fin de semana, el primer día conseguimos que Diego accediera a comer en un restaurante, porque ya estábamos un poco hartos de los bocatas de jamón, queso y conservas. Mirábamos y mirábamos cartas y precios en todas las fachadas de los establecimientos, hasta que finalmente entramos en uno en el centro de la ciudad. Nos sentamos en una mesa y, cuando echamos un vistazo a las paredes, aquello parecía un santuario de Franco. El dueño había decorado con fotos del Generalísimo, banderas con aguiluchos y todo tipo de simbología del anterior régimen cada rincón del local. Nos daba un poco de yuyu, porque estábamos en una especie de reservado y pretendíamos hacer nuestra acostumbrada oración para dar las gracias a Jehová por la comida. No sabíamos cómo iba a reaccionar aquel hombre si nos veía, pero a ver quién era el guapo que se levantaba y se iba. Encima nos presentó toda una carta de platos y vinos, pero Diego ya había aleccionado a los suyos y todos tenían que pedir patatas fritas con huevos. Isaac intentó saltarse el menú programado y pidió filetes, pero rápidamente fue corregido y también se tuvo que conformar con el menú ovovegetariano. 

Aquel mismo día nos ocurrió algo graciosísimo. Después de casi una semana de furgoneteo intenso y comidas al aire libre, nuestras ropas, y, especialmente, las de los chavales, estaban llenas de lamparones, a consecuencia del aceite de las conservas y los jugos de las frutas. Tampoco es que lleváramos un vestidor ambulante, sino una reducida variedad de indumentarias, así que todos aparecíamos con una fachada bastante penosa. Paseando por el centro de Granada, pasamos por los escaparates de Galerías Preciados que, en aquel entonces, rivalizaba con El Corte Inglés, y aquellos días había una exposición de abrigos de piel. A Pili se le antojó entrar a verla. Ni en el mejor de sus ostentosos sueños habría invertido Diego una peseta en una de aquellas prendas, pero, ya he aprendido que a muchas mujeres les gusta entrar a comprar, aunque sea para no hacerlo. En la puerta del comercio había una pareja de ancianos pedigüeños, el señor extendió su mano hacia nosotros diciendo: “Una limosna, por favor”. No se me puede olvidar la reacción de la mujer. Le cogió la mano y le dijo rápidamente: “A esos no les pidas, ¿no ves que son pobres como nosotros?”. ¡Qué pena! Sentí compasión por ellos, pero también una poca por nosotros. ¡Cómo nos vería para actuar de aquella manera! Nos estuvimos riendo todo el día cuando nos acordábamos de la escena.

El domingo regresaríamos para casa y ya estábamos muy cansados. En aquellos años no era fácil encontrar tantos negocios abiertos como ahora, y nosotros fuimos incapaces de hallar una panadería, así que, aunque quedaba un remanente de latas y queso, comerse aquello a palo seco se antojaba un poco complicado. Diego se resistía a volver a comer en otro restaurante, y ya eran casi las 3 de la tarde y por más que mirábamos menús baratos, ninguno encajaba en la economía de su familia. Tengo que reconocer que yo tenía que multiplicar por 2 y medio (Abi era muy pequeñita), pero él tenía que hacerlo por 6, y, al final de la semana, el presupuesto estaba bastante sobrepasado. No puedo olvidar su lapidaria frase: “Por un día que no comamos, no pasa nada. Esta noche estamos en Benaocaz y nos hartamos”. Yo me negué en redondo, le dije que cómo íbamos a ir de viaje turístico a pasar hambre, así que nos metimos en el último restaurante que encontramos y salimos del paso como pudimos.

Cuento todas estas penurias y puede parecer que aquellas itinerancias las hacíamos para sufrir, pero para nada era así. Nunca me he vuelto a reír tanto como en aquellos momentos. Se unía la edad de nosotros como padres, con 30 años menos, y un grupo de jóvenes sano y repleto de energía y optimismo. Las limitaciones económicas avivaban el ingenio y he podido comprobar que un viaje con más lujos y dispendios no significa mayor disfrute, muchas veces todo lo contrario.

Volviendo a 1993, el final de aquel primer curso en Calañas fue especial. Siento decir que conforme han pasado mis 30 años de experiencia docente, la relación profesor-grupo de alumnos se ha hecho más rutinaria a fuerza de repetirse cada año. También, esa aceleración del tiempo que parece producirse con el paso de los años, hace que cada nuevo curso se vaya más rápido y no sea tan significativo, pero aquel primer curso de Calañas dejó una profunda huella en mi currículum como enseñante. Termino con las fotos que les hice a mis alumnos. Fueron tomadas con mi cámara rusa Zenit, la réflex más barata que se encontraba en aquellos años en el mercado. Posteriormente, las fotos de fin de curso ya han sido las típicas orlas que suelen realizar los profesionales. 

Año 1993, junio. 1º de F.P. Administrativo. Todavía recuerdo algunos nombres, como Abel, el más pequeñito de la clase, que era capaz de escribir a más de 400 pulsaciones por minuto en una máquina Olivetti mecánica. 

Año 1993, junio. 2º de F.P. Administrativo. Con este curso establecí una relación especial, hasta les escribí una carta de “amor” a final de etapa.

Mi vida no se diferencia mucho de la de otro cualquiera, no está compuesta de momentos extraordinarios en escenarios incomparables por su trascendencia. No soy un noble que pueda repasar sus encuentros con personajes de trascendencia histórica, ni relatar noches de palacio en cenas de alto postín. Tampoco soy un famoso que haya conocido a los protagonistas de nuestra historia reciente en un mano a mano, ni he alcanzado responsabilidades políticas o sociales que me permitan hablar en primera persona de lo que la mayoría ha leído en periódicos o escuchado en noticiarios. Pero creo que cada persona, cada vida y cada momento es tan único, que todos hacemos bien en otorgarles la importancia que merece. El nacimiento del más alto aristócrata no vale más que el del más humilde trabajador, ni la boda de un rey más que la de cualquier labriego. Si cuento estos pasajes irrelevantes de mi historia, sé que no sorprenderán por su grandeza o peculiaridad, pero tampoco espero que aburran, porque son vivencias paralelas o muy parecidas a las que los de mi generación han experimentado en las últimas décadas. 

Feliz día. El mío sigue discurriendo casi libre de náuseas. En un rato, a disfrutar del almuerzo, que hoy mis papilas vuelven a funcionar con precisión.



Los comentarios están cerrados.