(190º) DIARIO DE UN LINFOMA (Nos volveremos a ver, amigo).

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1 de enero de 2023

Casi terminando mi diario, nunca pude imaginar que las últimas entradas estuvieran cargadas de tristeza, y no por noticias relacionadas con mi enfermedad, sino con algo que temía tanto como si me tocara en primera persona.

El 2023 ha comenzado con una de las peores noticias que podría haber recibido. Mi más querido amigo, Diego, me ha abandonado sin saber el desenlace de mis males. A las 9 de la mañana, Ana, una de sus hijas me daba la noticia de que el 061 había acudido a atenderlo por un fuerte dolor en el costado y una súbita bajada de tensión. Fue trasladado en helicóptero a Cádiz y falleció en el trayecto.

La autopsia determinará la causa de la muerte, pero todo apunta a que el aneurisma abdominal, el que estaba esperando a ser operado, no aguantó más y se rompió, provocándole la muerte casi inmediata. Después de las esperanzas que nos dio esa milagrosa primera operación del aneurisma torácico, no pensábamos que pudiera ocurrir este terrible final provocado por el otro.

En la tarde de ayer fui a verlo y estuvimos, como siempre, charlando y bromeando durante una hora. Le decía que esta próxima semana volveríamos los dos a las reuniones presenciales y el día 8 íbamos a celebrar una comida junto con otros amigos. Todo esto ya no sucederá. Este desenlace no figuraba entre mis principales temores, de hecho, escribiendo ahora mismo en una sala de espera del hospital, todavía no me lo creo. Es un sentimiento de incredulidad que no tuve en los días previos a la muerte de mi madre y de mi gran amigo Juan. Parece que eran sendas esperables, pero no la de Diego.

Había superado con nota la difícil intervención del día 23 de noviembre y todo parecía apuntar de forma positiva a la siguiente para este mes de enero. Ha sido un mazazo seco en la cabeza de su familia y de los que nos considerábamos parte externa de ella. Una vez más, los planes no dejan de ser agua de borrajas.

Diego me deja huérfano de mi gran amigo, de mi referente, de esa persona que siempre estaba. Todos tenemos en nuestra vida a alguien que parece que no puede faltar, cuya presencia creemos eterna. Lo he visto envejecer pero siempre desechaba de mi mente pensar en su desaparición, porque me negaba a aceptar que eso se tendría que producir algún día. Hoy todavía no creo que haya ocurrido. Es la primera fase del duelo.

Echaré tantas cosas de menos de él que me faltarían líneas en cualquier entrada de mi diario para recopilarlas. Probablemente, la que más, su risa. Hemos reído juntos tantas veces… En algunas ocasiones en los lugares más insospechados, en los propios de la comedia y también en los del drama, porque la hilaridad no entiende de escenarios, aparece con la espontaneidad que se le antoja. Hoy se habría reído con una de mis ocurrencias al poco de enterarme: que había esperado un día para morirse para no coincidir con Benedicto XVI. 

He perdido esa persona a la que acudo cuando quiero una opinión determinante sobre mis decisiones importantes en la vida. Con los años dejé de consultarle casi todo, a hacerlo con la mayoría de las cosas. Cuando quería decidir algo crucial, me parecía imprescindible contar con sus apuntes de última hora que siempre arrojaban luz sobre qué hacer.

Su casa era de esas pocas de visitas no concertadas, solo había que llamar a su puerta, no existían más requisitos. En las últimas fechas, mi querida Pili era la que acudía a abrirme, y dar el primer paso más allá del umbral ya te hacía sentir en tu segundo hogar. 

Diego no era efusivo en sus afectos, no nos hemos abrazado muchas veces, pero no hacía la menor falta, el aprecio mutuo era tan evidente que nos enlazaban las complicidades en forma de palabras o simples miradas. 

De Diego me quedan ahora su Ana, Gema, Míriam, Isaac y su inconsolable hoy Pili, su familia que siempre fue la mía. Terminaba estas líneas en el asiento de la sala de espera del hospital en la que hemos pasado el día junto a ellos. Hemos sido los últimos en venirnos a casa, junto a Antonio y Ana, además de Josué y Gardenia, otro par de amigos que acudieron a consolarlos desde San Fernando. He cenado algo, me he duchado y tenía que seguir escribiendo algo más. Este refugio terapéutico que he encontrado en mi diario es hoy más necesario que nunca. Sigo en la incredulidad, en la estupefacción, en ese Matrix en que parecen haberme metido de golpe, viviendo una realidad paralela que no puede ser cierta.

Me acostaré pensando que mañana, de nuevo, sacaré un ratito para ir a ver a Diego, para preguntarle si quiere echar un paseo, si ya lo hizo por la mañana, para sacarlo de su cómodo sillón del que últimamente no quería levantarse para forzar un poco las piernas y los pulmones. Íbamos a comentar cualquier tema de actualidad y, por medio, echar alguna risa de cualquier pamplina que se nos ocurriera. Nuestras conversaciones han sido siempre variopintas y ricas, salpicadas por sentencias de las suyas, de esas que nunca apunté pero que quedaron en mi recuerdo en forma de ideas expresadas en otras palabras. Pero no, mañana él no estará. Hoy se ha dormido con rapidez. Su insomnio de las últimas semanas se ha convertido, de repente, en un largo letargo a la espera de un futuro despertar, pero no será mañana. 

En 1979 empezó conmigo lo que llamábamos un estudio de la Biblia. Lo hicimos con un libro llamado “La verdad que lleva a vida eterna”. Yo tenía 13 años y empezaba en el instituto. Fue el comienzo de interminables disertaciones sobre todo tipo de temas, más allá de los religiosos. También fue el comienzo de mi “adopción” como miembro de su familia, de las puertas siempre abiertas de su casa, de hacerme un hueco en el Seat 124 azul, más tarde en el Renault 18, y hasta terminó comprándose una furgoneta de 9 plazas para que entrara su familia y la mía en los muchos viajes que hicimos juntos. 

Diego y yo nunca hemos discutido, hemos discrepado en algunas ocasiones, pero jamás hemos acabado distanciados por encontronazos de ningún tipo. Es la ventaja de los amigos queridos con los que no tienes que compartir techo ni tampoco lecho. Es difícil que esa sintonía perpetua se dé con tu pareja, pero sí es posible con esas personas especiales con las que encajas, pasas mucho tiempo con ellas, pero no habitas continuamente espacios comunes.

Hoy es el primer día de mi vida sin Diego, y nunca pensé que llegaría a decir esto. Su familia inmediata sufrirá la pérdida con mayor intensidad que yo, pero seguro que será de naturaleza distinta. A mí se me va alguien irremplazable, nadie por mucho que fragüe nuevas amistades tiene ya tiempo de suplir las más de 4 décadas que nos unieron, que enlazaron nuestras ideas, emociones y esperanzas de forma tan inextricable. 

Pero la historia no acaba hoy, no, ni mucho menos. Diego y yo compartíamos un plan que permanece oculto para la mayoría de la humanidad, uno que no diseñamos nosotros, pero del que nos hicimos partícipes y beneficiarios, que se remonta al principio de los tiempos. 

Viajaba esta mañana hacia el hospital cuando volvía a sonar el teléfono con una llamada de Ana, su hija. Con un llanto desconsolado me decía: “Manolo, mi padre ha muerto”. Ni Rubi ni yo pudimos retener las lágrimas que nos acompañaron el resto del camino. Al principio permanecimos en silencio, después lo rompí yo con rabia y solo me salían unas ideas expresadas con energía y apretando los dientes: “No me van a hacer tirar la toalla. Voy a luchar, voy a seguir adelante.” La sucesión de reveses severos parece no acabar, ni una cifra nueva en el año del calendario lo evita. Vinieron a mi mente la ideas de este pasaje: “Nos oprimen de toda manera posible, pero no nos aprietan hasta el punto de no poder movernos; estamos indecisos, pero no sin salida;  nos persiguen, pero no estamos abandonados; nos derriban, pero no nos destruyen.” (2 Corintios 4:8,9). La muerte, como una telaraña, nos envuelve y nos somete, nos destruye temporalmente, pero su poder sobre nosotros no será eterno. 

Diego y yo volveremos a reír, viajar, beber y comer juntos. Esta vez lo abrazaré más, no le permitiré que siga con su timidez aproximativa. De nuevo solventaremos los pequeños problemas que se nos presenten con nuestras imaginativas y muchas veces improductivas propuestas. Le seguiré permitiendo que me deje con la intriga cada vez que él y Pili se rían de sus cuchicheos. Oraremos de nuevo juntos y esta vez le daremos gracias a Dios por habernos dado la oportunidad de haber sido la parte beneficiaria de ese plan eterno que diseñó, el de que sus criaturas inteligentes en la tierra pudieran disfrutar de la vida eterna en paz, esa en la que, en 1979, aquel librito de pasta dura azul me hizo confiar. 43 años después lo sigo haciendo, por eso también nuestra despedida es un “hasta luego”. Así que, espérame amigo. Nos volveremos a encontrar. 

Pero, cuando esto que es corruptible se vista de incorrupción y esto que es mortal se vista de inmortalidad, entonces se cumplirá lo que está escrito: “La muerte es eliminada para siempre”. “Muerte, ¿dónde está tu victoria? Muerte, ¿dónde está tu aguijón?” (1 Corintios 15:54,55)

 

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