(175º) DIARIO DE UN LINFOMA (Y la mañana fue gris…).
7 de diciembre de 2022.
Hay cosas que cuento en el diario que ni siquiera he compartido con las personas más cercanas. No sé por qué puede resultar más cómodo poner por escrito ciertas preocupaciones o sentimientos que hablarlas, aunque uno sepa que ese escrito, como es el caso, van a leerlo otras personas que no resultan tan allegadas.
Ayer por la mañana hice dos visitas: una a mi querido padre y otra a mi suegra, a la que tanto extraño. Las dos me dejaron un sentimiento agridulce. Mi padre porque cada vez que lo veo lo encuentro un poco más apagado. En su caso se circunscribe al aspecto físico, porque sus ánimos parecen intactos. Se volvió a poner eufórico por vernos a Rubi y a mí, y de nuevo me decía, con idea de tranquilizarme, que a él no le dolía nada.
El encuentro con mi suegra me resultó más doloroso, y ese sentimiento fue el que no quise compartir con mi Rubi ayer. Nos desplazamos a Zahara de la Sierra. Hacía muchos años que no pisaba aquel precioso pueblo que se halla a unos 45 minutos de Benaocaz. El tiempo amenazaba lluvia, aunque solo dejó unas gotas imperceptibles durante el rato que pasamos allí. La mañana gris y fría contribuyó a que el paseo que dimos con ella me dejara un poso de melancolía.
Para llegar a la residencia hay que bordear todo el pueblo por una sinuosa carretera que va subiendo constantemente. A la izquierda podíamos observar un precioso paisaje con la vista hacia el pantano, que se encontraba, sin embargo, como nunca lo había visto, casi vacío en comparación con su aspecto habitual. No sé si es que yo ya llevaba el corazón impregnado de tristeza o es que esa visión un tanto desoladora la incrementó.
La residencia es un edificio antiguo que restauraron para convertirla en lo que hoy es. Paqui, la gobernanta del centro, nos recibió en la puerta y en pocos minutos apareció con mi querida suegra que mostraba una amplia sonrisa en su cara. Cuando Rubi le preguntó si me conocía respondió como siempre: “Claro que sí. Tú eres Manuel, ¿no? Aunque te llaman de otra manera…” Ella nunca me ha llamado Manuel, sino Manolo. Se lo recordé y respondió: “¡Claro!” Pero ese “claro” indicaba justo lo contrario, que en su cabeza pocas cosas hay claras, como comprobamos al iniciar un corto paseo que echamos por el camino que dejaba esas espectaculares vistas al lago.
Su conversación es una mezcla de certezas que no son tales y frases sueltas no coherentes con el hilo de nuestros diálogos. Las pocas personas con las que nos cruzamos eran habituales para ella, aunque eso no era en absoluto así. El anciano que paseaba un perro trabajaba en la residencia, en el centro solo había mujeres aprovechadas que todo el día estaban comiendo. Sus escasas apreciaciones eran todas desacertadas y solo reales en su atribulada mente. Lo bueno era el tono de sus afirmaciones, siempre acompañadas de una risa que nunca fue tan habitual en su ánimo cuando se encontraba bien.
Yo me encontraba físicamente bien y Rubi le explicó que ya había terminado mi tratamiento, pero esas apreciaciones sobraban, ella asentía y me felicitaba sin ser consciente siquiera de lo que había supuesto mi enfermedad, ni de lo que había tenido que pasar todos estos meses. De lo poco bueno que ofrece su estado es esa enajenación, el vivir un ahora que no le permite valorar ni lo bueno ni lo malo que ha ocurrido desde que su cabeza enfermó ni de lo que está por venir.
La parte final de la mañana la echamos sentados en una sala que le llaman la capilla, que nunca tuvo una finalidad religiosa, pero que ahora presenta las paredes llenas de imágenes de vírgenes, cruces y santos, junto a sillones en los que sentarse para los residentes y sus visitantes. Estuvimos solos, puesto que habían reservado esa hora para nosotros, aunque se incorporó poco después Francisco, un compañero testigo que lleva algunos años viviendo en el centro. Él tiene su cabeza perfectamente, pero estaba dolorido porque 4 días antes se cayó en el patio y tenía el costado contusionado.
A las 13:00 llegó una de las auxiliares para llevarse a Hilaria al comedor y esta se agarró a su brazo de buena gana y nos dejó en aquella sala mientras acompañaba a su cuidadora riéndose y diciendo que con ella iba a donde fuera. Nosotros la vimos marcharse e hicimos lo propio por una puerta de salida que daba a la estancia. Era mi primera visita a aquel sitio que ahora suponía la vivienda y el lugar donde mi querida suegra pasa sus horas y días. Me inundó una gran tristeza al tratar de asimilar que ya nunca la volvería a ver en su verdadera casa, aquella de Ubrique en la que la conocí hace unos 40 años, en la que pasé tantas horas sentado con ella mientras cosía, en la que siempre me recibía con una sonrisa de menos amplitud que la que ahora me muestra, pero que me transmitía una alegría que ahora se torna en lo contrario.