(131º) DIARIO DE UN LINFOMA (Papeles, quiero papeles).
10 de octubre de 2022.
Un Paracetamol antes de cenar y otro a las 5 de la madrugada me han permitido descansar más o menos bien. Ayer apareció de nuevo la fiebre, pero parece que esta vez el malestar no ha sido tan significativo.
Esta mañana me he levantado tarde, a las 9:30, y espero que el día me vaya permitiendo contar con más energías y las náuseas vayan desapareciendo, porque estoy deseando poder saborear, de nuevo, las comidas.
Volviendo a mis primeros años en el instituto de Los Remedios, hoy voy a contar una aventura a la que me apunté en el 2002 y que repetí durante bastantes años después. Siempre he sido un amante de los idiomas. Empecé mis pinitos con el inglés y luego con el alemán. El primero de ellos se ha vuelto hegemónico en el mundo y predominante, sobre todo, en el mundo laboral, por eso, en aquel año escuché hablar de los programas Erasmus que permitían a los estudiantes realizar prácticas en el extranjero. En dichos programas se incluían a los estudiantes de F.P. Me pareció una gran idea organizar la estancia durante 3 meses de mis alumnos en países de la Unión Europea. Me lancé a organizar un Erasmus por mi cuenta, sin saber el esfuerzo que eso demandaba.
A pesar de ser administrativo de profesión, siempre he sentido cierto repelús hacia la burocracia, sobre todo a la que considero innecesaria, pues bien, aquel Erasmus reunía todas las características de la peor pesadilla burocrática. En los años siguientes, la Consejería de Educación creó un equipo de 3 personas que tramitaban un programa conjunto para toda la F.P. de Andalucía y los centros podíamos sumarnos a él, con lo que el mayor peso de la documentación requerida la llevaban estas 3 compañeras y, aun así, como centro acogido al proyecto también teníamos que mover un buen montón de papeles.
Pero en el 2002, fui yo el que presenté un proyecto que resultó aprobado por la Agencia Europea Erasmus, con el que se me adjudicaba un presupuesto para organizar la estancia de 8 alumnos de Secretariado en Inglaterra durante 3 meses. El proyecto en sí que presenté ya tenía que recoger bastante literatura en su redacción, tanto en inglés como en español, pero lo que resultaba más engorroso era luego presentar una justificación para cada gasto que se realizara, aunque fuera un ticket de supermercado, así como acuerdos de colaboración con las empresas y un sinfín de formularios más.
La Agencia Erasmus solo se limitaba a enviar el importe del presupuesto al centro y, a partir de ahí, yo tenía que seleccionar a los alumnos, ofrecerles dos semanas de un curso de capacitación lingüística, comprar los vuelos de avión y de tren, buscar alojamiento y empresas donde realizar las prácticas… una locura que no repetí, de este modo, los siguientes años. ¿Cuánto me pagaban por hacerlo? Como diría Aznar: cero patatero. Este tipo de iniciativas por parte del profesorado, que otros compañeros también realizan, no tienen la más mínima compensación pecuniaria, las tomamos porque queremos formar a nuestros estudiantes de la mejor forma, ese es el premio.
A través de Internet descubrí una empresa llamada The Training Partnership Ltd., con sede en Torquay, en el suroeste de Inglaterra, que se encargaba de organizar estancias laborales de alumnos de toda Europa. Organicé un viaje hasta Torquay en febrero de 2002 para entrevistarme con la directora de la empresa y visitar algunos de los alojamientos y lugares de trabajo para mis alumnos. Fue un desplazamiento de una semana, con 4 días en Torquay y 3 en Londres. Esos últimos días en la capital inglesa fueron la única recompensa personal que obtuve de toda mi gestión, aproveché para conocer la ciudad y sus principales atractivos. Hice el viaje solo y me prometí que nunca más lo haría, porque un febrero de invierno británico es un mal mes para moverse por aquellos lares. Antes de las 4 de la tarde era de noche y a las 6, hasta el centro de Londres, estaba muerto. Deambular solo por aquellas frías aceras era una pésima idea para hacer turismo.
Directora de The Training Partnership
Una de las empresas donde realizarían las prácticas mis alumnos.
Volé hasta Londres y tomé un tren que recorría los casi 300 kms. que separaban a esta de Torquay. Allí me recibieron amablemente en la empresa colaboradora. Durante 3 días hice un poco de turismo por la zona y me llevaron a visitar las empresas y los alojamientos donde vivirían por 3 meses mis 8 alumnos.
Torquay es una población costera y con pinta de residencia de verano. Al parecer, la zona de Cornualles (Cornwall) en la que se encuentra, era lugar de veraneo de las clases pudientes inglesas. Desde luego, antes de que descubrieran España, claro está, porque aunque aquello es precioso y sus playas pintan magníficas, no seré yo el que meta el pie en sus gélidas aguas, y en verano, los días de sol son contados y la temperatura no suele subir de 20 grados. Vamos, que entre eso y Chipiona, como se puede comprender, no hay color. Pero si a un gaditano playero como yo le puede resultar deprimente el veraneo en semejantes condiciones, no os quiero contar lo que aquello parece en febrero. Casi todos los restaurantes, tiendas y atracciones infantiles están cerradas. Tengo en mi retina un pequeño parque infantil con algunos caballitos de estos que se mueven con una moneda, llenos del moho que se produce con la humedad permanente.
En las calles de Torquay
La playa de Torquay muy bonita, pero el clima…
Una tarde, cuando empezaba a anochecer pasadas las 3, vagaba por aquellas desangeladas calles, estirando las piernas y evitando encerrarme en la habitación del Bed and Breakfast que me habían buscado como alojamiento. Acostumbrado a cenar a las 9 o las 10 de la noche, se me hacía difícil esperar hasta esa hora dando vueltas por los oscuros rincones de aquella población fantasma. Pasé por la puerta de un restaurante indio, uno de los pocos que daba servicio, que abría a las 6 y decidí cenar allí. No conocía aquella gastronomía, así que le dije al camarero que me recomendara él. Me pusieron unas tortitas con distintas salsas y una ternera en un recipiente de barro con trozos de carne flotando. Lo único que le pedí es que no fuera muy picante, porque no estaba nada acostumbrado a ese sabor. No sé qué entendería por “not too spicy” (no muy picante), porque aquello superaba todo lo que yo había probado anteriormente. Ya me dolió pagar 3 libras por una cerveza de tercio, lo más caro en proporción de la cena, pero tuve que rascarme el bolsillo y pedir otra para aliviar el ardor de mi lengua. Menos mal que papá Erasmus se haría cargo de aquellos gastos.
Menú del indio “no muy picante”
Después de 3 días en los que establecí una cordial relación con los responsables de The Training Partnership Ltd., regresé a Londres con la misión cumplida. Ahora tocaba hacer un poco de turismo en aquella ciudad que tanto me atraía. Visité el Museo Británico, del que tanto había leído, con sus imponentes restos arqueológicos de Egipto, Asiria e Israel. Disfruté del Museo de Historia Natural y la National Gallery y, por supuesto, de sus emblemáticas calles. Cuento dos anécdotas curiosas que viví.
Mi pinta circulando por Londres. Aquí, en el metro.
La primera me ocurrió paseando por los alrededores del Big Ben y la Casa del Parlamento. Llegué a una puerta de aquellos edificios que custodiaban dos militares con metralletas en las manos. Miré hacia dentro y se veía un amplio recibidor lleno de estatuas y cuadros. Le pregunté a uno de los guardias si se podía pasar y me contestó que por supuesto, que estaba en la casa del pueblo. Con el frío que hacía en la calle yo estaba deseando estar bajo cubierto, así que pasé por un detector de metales y me senté en aquel recibidor que disponía de unos bancos pegados a la pared en todo el rectángulo. Unos cuantos turistas japoneses me acompañaban. Menudo ignorante, no tenía ni idea de dónde me encontraba ni a dónde me harían pasar, pero allí estaba sentado mientras un funcionario vestido de ujier, paseaba por aquella dependencia mirándonos a los turistas de arriba a abajo. La sala estaba circundada de estatuas de primeros ministros ingleses de los últimos 200 años. De repente el funcionario nos hizo levantar, pasar por un mostrador y dejar allí nuestras pertenencias, entre ellas mi cámara y una pequeña mochila. Nos hicieron subir por unas escaleras estrechas y, para mi sorpresa, llegamos a un anfiteatro superior en el que nos sentamos y teníamos a 10 metros a los parlamentarios de la Cámara de los Comunes en plena sesión. Nos dieron un folleto con el orden del día y las leyes que se estaban tramitando. Aquella escena que tantas veces había visto en las noticias, la tenía delante de mis propios ojos, en una posición privilegiada. ¡Qué sorpresa!
La segunda anécdota fue una de aquellas coincidencias que me han ocurrido en lugares insospechados. Aquel verano anterior, habían estado en mi casa Manuel, mi amigo de Alemania, uno de los que aparecía en la foto de mi viaje a Berlín en 1.984, y un matrimonio de Londres llamados Timothy y Celeste. En aquel momento, Manuel llevaba algún tiempo trabajando en Londres en la recepción de un hotel e hizo amistades con esta pareja que eran también testigos de Jehová. Como la madre de Manuel, María, tenía una casa en Benaocaz, vino a visitarla en verano e invitó a esta pareja para que los acompañara. Una tarde estuvieron en nuestra casa de Benaocaz tomando café.
Aquella fría tarde de febrero, de nuevo me movía como un perro vagabundo por las calles de Londres. Otra vez sufriendo un turismo solitario no deseado y la oscura noche que ahogaba la tarde desde casi el mediodía. Había reservado un hotel de precio medio en el centro de Londres, pero la relación calidad-precio de los alojamientos allí poco tiene que ver con la que puedes encontrar en España. Era un hotel relativamente caro, pero no llegaría a una estrella en nuestro país. En una de las calles aledañas pasé por la fachada de lo que parecía una pequeña iglesia, me fijé en el rótulo que la describía y cuál fue mi sorpresa cuando leí Kingdom Hall of Jehovah’s Witnesses. En realidad el edificio había sido una iglesia de una confesión protestante, al que se le había respetado la fachada, pero, por dentro, era como cualquier otro Salón del Reino de los Testigos de Jehová. Dos hermanas entraban a la reunión y las abordé, les dije que era testigo de Jehová que estaba pasando unos días en Londres. Las dos me invitaron a pasar y asistir a la reunión que estaba empezando. Yo iba bastante desaliñado, con barba de varios días, pantalones vaqueros y, desde luego, no como suelo asistir a nuestras reuniones. Las dos insistieron en que no pasaba nada, que entrara.
Ante la perspectiva de encerrarme en la habitación del hotel a ver la televisión británica, me parecía mucho más atrayente conocer a mis hermanos de aquella congregación y escuchar una reunión en inglés. Me senté al final, junto a un joven negro que debía llevar poco tiempo asistiendo a nuestras reuniones, porque compartió su cancionero conmigo y desafinaba bastante más que yo, se notaba que no conocía nuestros cánticos.
La sorpresa llegó cuando en la segunda parte de la reunión se sube a la plataforma nada menos que Timothy, el que había estado tomando café en mi casa de Benaocaz el verano anterior. Ofreció un pequeño discurso y yo me quedé estupefacto. En Londres debe haber 20 o 30.000 testigos y cientos de congregaciones y salones del reino, pero, casualmente, paseando por Londres, en la hora de su reunión de entre semana, yo me había plantado allí, en una de las miles que se celebran cada semana y justo cuando casi el único londinense testigo que conocía participaba en ella. Cuando terminó la reunión me acerqué a él y no me reconoció. Claro, ¡cómo se iba a imaginar él que Manolo el de Benaocaz estaba delante suya en Londres! Le dije que yo a él sí lo conocía, que había estado tomando café en mi casa. Entonces dijo con voz fuerte y acento inglés: “¡Manolo! ¿Pero qué haces tú aquí?”, me preguntó con gesto de asombro. Llamó a Celeste y entusiasmado le contó mi pequeña historia de aquella curiosa coincidencia. Me preguntó cuántos días iba a estar por allí, pero le dije que me marchaba en un par de días, así que, aunque me invitó a su casa, no tuve ocasión de aceptar su ofrecimiento. Nunca más los he vuelto a ver, pero aquella fría tarde londinense y esta inesperada sorpresa quedaron en mis registros de las casualidades más imprevistas.
La estancia de mis 8 alumnos en Torquay transcurrió desde el mes de marzo hasta junio de aquel año, pero los papeles del Erasmus me tuvieron entretenido varios meses más. ¡Dios mío, qué nos gusta la burocracia en Occidente!