(107º) DIARIO DE UN LINFOMA (¿Viejo yo? A mucha honra) .
14 de septiembre de 2022.
Autor foto: Orlando Sorensen. Creative Commons.
El día se presenta movido, porque tenemos que desplazarnos a Jerez, Rubi tiene sus citas médicas hoy, y yo mañana también. Espero que pueda tener una tarde con fuerzas renovadas, porque ayer noche me volvió a dar fiebre, solo 37,5, pero me deja el cuerpo tocado y exhausto. Esta 7ª postquimio se está alargando un poco, pero bueno, nos acercamos al final. Si la hematóloga que voy a consultar mañana coincide con las 8 sesiones prescritas por Jesús, solo me quedará una más e iniciaremos la recuperación.
A través de las redes y por mi entorno cercano, he conocido a varios enfermos de linfoma de Hodgkin. Algunos que ya lo pasaron, y tres de ellos que están en pleno tratamiento, como yo. Como no hay dos cuerpos iguales, y mucho más dispares son las mentes, no hay dos formas exactas de afrontar esta enfermedad. Que quede claro que cada uno puede reaccionar como le parezca, y no hay una forma correcta y otra errónea de hacerlo. En mi caso, aquí ando destapando mis intimidades y relatando minucias y detalles que probablemente a muchos no les interesen. Otros enfermos son mucho más herméticos y no quieren que trasciendan lo que consideran interioridades irrelevantes para los demás.
Algún compañero Hodgkin continúa con su actividad en las redes sociales, pero no le he visto ni un solo aspecto negativo, ni penuria compartida. Esto último me llama mucho la atención, porque aunque no he contactado para preguntarle, me genera la duda de si mis penosos efectos solo me afectan a mí. Jesús me dijo que a él le alertaba cuando alguno de sus pacientes, la minoría, le decían que no se estaban enterando de la quimio, porque generalmente eso era señal de que no estaba surtiendo el efecto que debía. Sin embargo, en el caso de este “instagrammer” sí me consta que el tratamiento le está funcionando.
¡Qué ideal sería que este “veneno” que nos meten solo actuara sobre las células tumorales y dejara sin tocar las buenas! O que, aunque las dañara, eso no se reflejara en malestar, dolores o fiebre, pero desgraciadamente, no está siendo mi caso, tampoco el de otros enfermos de cáncer con los que he hablado, aunque no sean de linfoma. El hecho de que el menú que nos ponen a Alicia y a mí sea el más largo, generalmente, debe significar algo, la cantidad de química que nos introducen en vena debe ser más alta que la de otros tratamientos. En fin, que todo esto se puede soportar, no vayamos a ponernos excesivamente trágicos, pero que es un difícil trago de digerir, también. Ya lo he dicho otras veces, quizás, para el que no está pasando por él, le resulte desagradable enterarse de sus penurias, pero para los que se encuentran en una situación similar, puede ayudarles a ver que no son bichos raros por sentirse tan mal, al menos a mí me consuela saber que otros han pasado por lo mismo.
Esta mañana, a las puertas del comienzo de un nuevo curso que yo no voy a vivir, no sé por qué, me acordaba de los numerosos alumnos que he tenido durante estos 22 años en el ciclo. Esta enseñanza de grado superior me ha permitido disfrutar de un aspecto peculiar relacionado con las características del alumnado que he tenido. Como su requisito es haber cursado bachillerato u otros títulos equivalentes, todos mis estudiantes han sido mayores de 18 años, pero, desde el principio, el perfil no ha sido precisamente homogéneo en edad, sino todo lo contrario. Ya en la primera promoción tuve una alumna en sus 50, Remedios, de la que guardo un grato recuerdo y que, desgraciadamente, falleció. Era una persona en la que destacaba su educación y simpatía. No ha sido la única madurita o madurito que he tenido en mi aula, también recuerdo a Pepi, Jesús, y tantos otros de los que he olvidado sus nombres.
Aunque el grupo más nutrido siempre fue el de los jóvenes entre 18 y veintipocos años, estos otros, que rompían esa estadística, solían ser los más aplicados. Siempre he sentido un aprecio especial por esos valientes que más allá de su 4ª década de vida, se atrevían a cursar unos estudios que les ofrecieran nuevas oportunidades. Los primeros días de clase los veías como un pez de mar en agua de río, se sentían extraños, en muchos casos con ganas de abandonar por el salto generacional que observaban en la clase. Yo siempre he intentado motivarlos, especialmente desde el principio, porque imaginaba lo que pasaba por su cabeza.
Superado ese impacto inicial, al sentirse más cómodos, empezaban a tomar con entusiasmo sus estudios y a participar con más libertad en clase. Tengo que decir que, para mí, ha supuesto una satisfacción especial ver que cuando, en el segundo curso, les tocaba hacer las prácticas en empresas, algunas de ellas, superaban ese obstáculo de la fecha de nacimiento, y accedían a admitirlos como aprendices. Algunas deshonrosas excepciones también hubo, y objetaron a enseñar en sus oficinas a alguno de mis madurito/as, pero la mayoría no lo hizo, de hecho, ha supuesto un orgullo ver que varios de ellos se quedaron contratados en las firmas donde iniciaron su formación. Visitar una gestoría, un ayuntamiento, o cualquier otra empresa pública o privada y recibir su atención en sus despachos, me recuerda que mereció la pena que, con aquella edad “impropia”, decidieran reciclarse, formándose para iniciar un nuevo rumbo laboral.
Esto destaca un hecho que, al ritmo que vamos, acabará difuminado, en este mundo de inmediatez y de exaltación de la juventud, el dicho castellano de que “la veteranía es un grado”. Durante milenios, el término viejo no tenía carácter peyorativo, sino todo lo contrario, era sinónimo de sabiduría. Mis alumnos más aplicados, en general, han sido los de más edad. Seguramente eran más conscientes que los jóvenes de la oportunidad que tenían que aprovechar; de que si se habían levantado una hora antes de lo habitual para dejar a sus hijos preparados para el cole, el almuerzo listo y se iban al instituto a formarse durante 6 horas, no estaban allí para perder el tiempo, sino para sacarle el máximo partido. Luego, por las tardes y noches, se quitaban horas de sueño y descanso para presentar las tareas que les pedía. ¡Cómo no quitarse el sombrero ante tales despliegues de abnegación! Demostraban, además, la sensatez que te lleva a pensar que todo esfuerzo tiene una recompensa.
¡Cómo no destacar, por otro lado, las virtudes de la juventud! El joven tiene la energía, la ilusión, el optimismo y la ingenuidad en su aspecto más positivo, eso tampoco tiene precio. Cuando une a esas cualidades la humildad de dejarse enseñar y dirigir por quienes bien los quieren, el éxito está más cerca. Pero no olvidemos esas otras excelencias que nos otorga el paso de los años: la perspectiva más ampliada, el bagaje de la experiencia, la paciencia, la capacidad de sacrificio, las expectativas moderadas, el análisis de los hechos con más detalle, y tantas otros haberes que nos ofrecen los días vividos.
Como las nuevas tecnologías han aparecido en la época milenial y posterior, son los jóvenes los que acaparan la mayoría de esos medios de influencia. No son muchos los “influencers” de más de 60 o 70. Pero, si lo pensamos bien, ¿quién debería tener más repercusión en la sociedad, el que apenas está empezando a vivir y acumular experiencias, o el que ya las ha vivido y puede hablar de sus resultados? A estos últimos no los vamos a encontrar fácilmente en vídeos de Youtube elaborados con pericia, pero sí los tenemos a nuestro alcance, son nuestros padres, nuestros abuelos, nuestros vecinos jubilados, los que pasean por el parque, los que acaban sus años previos a la jubilación. Nos pueden enseñar tantas cosas, nos pueden servir de tanto sus tropiezos y aciertos…
He observado que la sociedad traslada sus valores en movimientos pendulares, y ahora estamos en el extremo donde se aleja de ese campo de madurez y veteranía que tanto atesoran los mayores, no sé si el péndulo será capaz de volver a acercarse a nuestros ancianos para extraer lo positivo de su sabiduría, pero, de nuevo, dejemos que la sociedad se mueva por los derroteros que sea, yo, a título personal, no voy a dejar de valorarlos, de hecho, estoy a las puertas de ser uno de ellos, así que ¿cómo no voy a hacerlo? Aunque no pueda presumir de ellas, por tonalidad y por escasez, sigo pensando como el escritor de este proverbio: “Las canas son una corona de belleza, cuando están en el camino de la justicia.” (Proverbios 16:31). Y este otro mandato que se encontraba en la ley de Moisés podría haberse incluido hasta en nuestra constitución: “Ante canas debes levantarte, y tienes que honrar a las personas mayores”. (Levítico 19:32).