(104º) DIARIO DE UN LINFOMA (Aterrizaje en el I.E.S. “Juan Coronel”).
11 de septiembre de 2022.
Hoy se presenta mi Black Sunday, pero ayer también fue un oscuro sábado. No sé si la acumulación de veneno en mi cuerpo va acrecentando los efectos de tanta toxicidad o es que, esta vez, al haber tenido solo 13 días de intervalo, mi menú de ABVD me ha pillado menos repuesto. El caso es que por la tarde estaba para el arrastre.
Esta noche con un Noctamid y un Paracetamol he podido descansar sin demasiadas molestias. Me he vuelto a levantar con menos fuerzas que un muelle de guita (creo que me puedo permitir estos dichos un tanto arcaicos). ¿Cómo es posible que el lunes corriera como un gamo por la pista de tenis y esta mañana sea incapaz de trotar 3 pasos? No, no exagero, me resulta imposible correr. Lo bueno de haber pasado 7 veces por esta desagradable rutina es que ya sé que no debo asustarme, cuando pase una semana, salvo cataclismo inesperado, volveré a moverme con rapidez persiguiendo bolas.
Ayer fue un día especial para mis compañeras de trabajo Pepi, Inma y Josefina. El viernes se consumó oficialmente su jubilación, después de toda una vida dedicada a la educación. Los compañeros habían preparado unos regalos para ellas y una comida de despedida. A esta última, por desgracia, no pude asistir, y Josefina tuvo el detalle de enviarme una foto de las tres desde el local donde la celebraron, como muestra de que se acordaban de mí.
Etapas que se abren y otras que se cierran. Hoy, precisamente, voy a empezar a abordar mi aterrizaje en el instituto Los Remedios en el año 2000. Como ya conté, ese verano nos despedimos de Valverde del Camino y de mi trabajo en Calañas. El curso anterior, 1999/2000, fue el de la implantación del ciclo formativo de Secretariado que yo iba a impartir. 30 alumnos, sobre todo chicas, lo habían cursado. Era un ciclo que abarcaba 1 curso completo y 1 trimestre, el primero del curso siguiente, dedicado a la Formación en Centros de Trabajo (F.C.T.).
El empeño de Juan, el director, por conseguir el ciclo, no iba acompañado de recursos humanos y materiales acorde a las necesidades de este. Yo iba a ser, el curso siguiente, el único con plaza fija de la familia de Administración, la responsable de impartirlo. Me acompañaba Virginia, pero ella no ocupaba vacante, no obstante, como también era de Ubrique, entre los dos nos volcamos en tratar de prestigiar el ciclo y de organizarlo lo mejor posible.
Fermín, el jefe de estudios y Paqui, la secretaria, confiaban plenamente en mí, de hecho, ellos dirigían a cualquiera que quisiera saber sobre el ciclo y su organización a mi persona, y dejaban en mis manos absolutamente todo lo relacionado con matriculación, organización de espacios, F.C.T., etc. Yo era una especie de jefe de estudios de Formación Profesional sin nombramiento. En este aspecto, tengo que destacar sobremanera, el buen hacer de los dos administrativos que todavía siguen en el centro, Reme y Diego, sin ellos, todo habría sido más difícil. Se trata de dos personas que realizan su trabajo como pocos. En aquel momento desconocían los entresijos de la Formación Profesional, pero rápidamente se pusieron al día y colaboraron conmigo haciéndolo todo mucho más sencillo. A día de hoy son dos pilares fundamentales en el éxito de nuestro ciclo a distancia. Son amabilísimos al teléfono, llevan perfectamente organizada toda la burocracia, y se adelantan, incluso, a los fallos que siempre se producen por parte de la administración, para minimizar su impacto sobre los alumnos.
Yo ya sabía que los 30 alumnos que habían cursado el ciclo tenían que hacer las prácticas en las empresas (F.C.T.), pero mis compañeros del curso anterior no las habían localizado ni informado a los alumnos de nada. Ese verano, me puse a buscar puestos de trabajo donde pudieran hacer las prácticas. En septiembre, el trabajo que había por delante era ingente. Había que redactar todos los acuerdos de formación con las empresas, empezar el curso con otros 30 alumnos, instalar el aula informática donde se impartirían las clases, porque habían enviado una dotación de ordenadores, pero ni tenían los programas necesarios, ni estaban conectados en red, ni tenían acceso a Internet.
Si a mí me hubiesen planteado ese panorama en cualquier otro sitio, creo que habría salido huyendo, pero se trataba de mi pueblo, del que iba a ser mi instituto, teóricamente, hasta que me jubilara, y el ciclo me acompañaría por muchos años, por lo que había que mimarlo. Ese año eché incontables horas de trabajo para que todo funcionara de la mejor manera posible, menos mal que conté con el apoyo de mi compañera Virginia.
Juan pudo ver su nombre en el pabellón deportivo del centro, que a pulso consiguió gracias a sus gestiones.
Los primeros días de septiembre ya me dieron una pista de lo que me esperaba, la dinámica y las formas en las que las cosas se desenvolvían en este centro poco tenían que ver con las de Calañas. Lo más determinante y pintoresco, por llamarlo de alguna manera, era la personalidad de Juan y su supervisión paternal sobre todo lo que tenía que ver con el instituto. El centro era su niña bonita, el objetivo prioritario de su vida. No exagero, y los que lo conocieron pueden atestiguarlo. Pasaba las mañanas y gran parte de las tardes en su despacho, todos los sábados por la mañana también acudía a él con su periódico e incluso algunos domingos. El verano era de carácter laboral para él, porque durante todo el curso iba generando ideas sobre las reformas que iba a realizar en los dos meses de “vacaciones”. Todos los años, en los 22 años que llevo en el instituto, ahora que Fernando, su actual director, sigue en una dinámica parecida, los veranos han supuesto un trasiego de albañiles, carpinteros, fontaneros y otros profesionales que han ido moldeando el centro para hacerlo uno atípico entre los públicos de Andalucía, cuidado, acogedor y con todo tipo de instalaciones en el mejor estado posible.
Las 8 de la mañana en el instituto eran muy particulares. El primer día que acudí a la sala de profesores, ubicada en la primera planta, me sacudió un poco el corazón, mientras subía las escaleras, escuchar un tajo de voces que procedían de allí, parecía que había una fuerte discusión entre Juan y otro compañero, claro que solo se le escuchaba a él. Fermín lo llamaba “voz de trueno” y cuando bramaba, a ese torrente de voz, el “grito hipohuracanado”, aludiendo a unos dibujos animados de nuestra infancia, que los menores de 50 no recordarán. Cuando crucé la puerta, a los pocos segundos, me percaté de que no se trataba de ninguna encendida discusión, simplemente Juan se dirigía a Nicolás, otro colega, a menos de medio metro de su cara, recriminándole a no sé qué político su poca valía. Nicolás, por otro lado, se le veía acostumbrado a esa vehemente forma de expresarse y lo miraba impertérrito mientras él vociferaba en su cara.
Con la misma intensidad que le chillaba a Nicolás, acto seguido, con calma, volvía su cara hacia mí y me decía con una sonrisa e insospechada calma: “Hombre, Manuel, buenos días”, y cambiaba de tercio la conversación discurriendo por unos cauces absolutamente calmados. Inmediatamente me dí cuenta de que aquella escena iba a ser bastante habitual, que no había que alarmarse. Juan era así, y ya está.
Las discusiones de índole político eran muy divertidas en las mañanas del instituto. Entre el claustro había un amplio espectro ideológico, y algunos de los compañeros habían participado activamente en la vida política del pueblo, algunos como concejales en ese momento. Juan se había presentado muchos años atrás para la alcaldía por la Unión de Centro Democrático, si mal no recuerdo, y otro compañero era concejal en ese momento, por el P.S.O.E. Otro lo había sido por Izquierda Unida, de modo que teníamos un buen abanico de posiciones distintas. En medio de todo, estaba yo, que no había votado en la vida y que no participo en la política, otro día puede que explique mi neutralidad. Juan, sin embargo, me hacía partícipe de alguno de sus debates, aunque yo intentaba escabullirme para dedicarme a mis labores docentes.
Llevarle la contraria a Juan no era tarea fácil. Con el tiempo aprendí a hacerlo de forma poco traumática. La defensa de sus argumentos en cualquier asunto era tan intensa, que parecía imposible hacerle bajar del burro, pero, con el tiempo, descubrí que no era una persona orgullosa y obcecada. Quizás no consiguieras hacerle cambiar de opinión en el momento, pero si le ofrecías argumentos convincentes, al poco, aunque no te diera la razón, demostraba con sus decisiones que había virado en su postura. Yo, la verdad es que conseguí que me secundara en casi todas mis peticiones.
Al principio, mi obsesión era dotar al ciclo de una infraestructura adecuada y eso pasaba por disponer de equipos informáticos apropiados. En un año conseguí instalar un videoproyector en el aula, conectar en red los 30 equipos, comprar impresoras, escáneres, etc. El presupuesto del instituto lo manejaba Juan de forma personalísima. ¡Qué cambio con mi centro de Calañas! Allí, una de las reuniones más “calientes” al comienzo de cada curso era la que tenía lugar entre los jefes de departamento y la dirección para repartir el presupuesto. Cada jefe arrimaba el ascua a su sardina, tratando de llevarse el trozo del pastel que consideraba justo. Al final, como todo el mundo tenía que disponer de algunos recursos, muchas veces se otorgaba un importe, por ejemplo, al departamento de Matemáticas, que, al final, no se gastaría y se empleaba en comprar rotuladores o algún libro, que eran del todo innecesarios.
Juan sostenía el principio que él llamaba de “caja única”. Cualquier profesor, a través de su jefe de departamento, podía solicitarle alguna compra y él la autorizaba o no, pero no se repartía, de antemano, nada a ninguno de ellos. Yo tengo que reconocer que prácticamente nada de lo que le pedí me fue rechazado, cuando entraba en su despacho para proponerle una adquisición, siempre salía de allí escuchando “cómpralo”.
En febrero de 2021 Juan falleció, pero su recuerdo permanece imborrable en la mayoría de los que componemos el personal del instituto. Mi querido compañero Juanfran hace una bonita semblanza de él en este enlace de la página web del centro.
El claustro de mi instituto ha ido creciendo con el paso de los años desde una cincuentena a más de 80, actualmente. En un grupo tan nutrido y variopinto, a lo largo de los años, han surgido multitud de anécdotas, en futuras entregas contaré algunas de ellas. Intentaré no ser demasiado indiscreto y preservar la confidencialidad, pero hemos tenido momentos de risas y llantos. En todo ámbito, la vida es una tragicomedia.