(103º) DIARIO DE UN LINFOMA (¡Que sus patas son muy cortas!).

(103º) DIARIO DE UN LINFOMA (¡Que sus patas son muy cortas!).

10 de septiembre de 2022.


Este atardecer es de hace unos cuantos días en las pistas de tenis de Jerez. Como no la colgué en su momento, lo hago ahora.

Esta ha sido una noche más larga de lo que hubiera deseado, me he levantado 3 veces y, cuando he podido dormir, las pesadillas no me han dejado tranquilo, eran de esas que te atrapan, que te das cuenta de que estás teniéndolas, pero no puedes despertarte, intentaba hacerlo con desesperación y hasta pasado un buen rato, no lo conseguí. Me suele ocurrir cuando el malestar físico me acompaña, parece que este se refleja en ese sueño inquieto y esos oscuros terrores nocturnos.

Pero bueno, ya es de día de nuevo, y este se levanta brillante, sin viento y con perspectivas de calor, seguramente con los últimos sofocos del verano. Ayer por la tarde vinieron a traerme unos regalitos gastronómicos de Portugal mi compañera Anabel y su marido Antonio. Anabel es de las personas más generosas, con su esfuerzo y sus medios, que he conocido. Nuestra relación laboral ha desembocado en una amistad que aprecio muchísimo. Sus táperes con todo tipo de elaboraciones culinarias me han salvado más de un almuerzo y cena este último curso que he pasado cocinando yo, y durante los días entre semana, cuando me encontraba solo. Por mucho que me empeñaba en decirle que no hacía falta que me cocinara nada, que ya me las apañaba yo, además de los platos que me preparaban Ana, Pili o mis hermanas, rara era la semana que no me decía que me pasara por su casa a recoger algo. Si uno olvidara tales muestras de cariño, sería un desagradecido. En todos los ámbitos en que me muevo, ya sean laborales, familiares o espirituales, solo encuentro afecto, antes de estar enfermo, y mucho más, ahora.

Estos próximos 3 días, incluyendo el de hoy, suelen ser los más penosos de la semana post-quimio, voy a aprovechar esta mañana en la que todavía me encuentro medio bien, y mi mente es capaz de hilar pensamientos con cierta agilidad, para desarrollar una idea que me surgió leyendo el libro de Jordan Peterson, “12 reglas para vivir: un antídoto al caos”. La octava es “Di la verdad, o por lo menos no mientas”. 

El autor desarrolla esta sencilla, pero compleja regla a la hora de aplicarla, con todo tipo de argumentos y apoyos, para mi gusto, demasiado enrevesados. Yo suscribiría la frase tal cual, y diría que es una máxima que trato de llevar a cabo en mi vida, pero voy a apoyarla con mayor brevedad y, espero, que de forma más fácilmente asimilable.

En los 10 mandamientos de la Ley de Moisés, se incluyó la idea de la veracidad en lo que decimos con el mandato: “”No des falso testimonio contra tu prójimo cuando hagas de testigo” (Éxodo 20:16). En otro de los preceptos de este código legal, compuesto de más de 600 artículos, también se recoge: “No andes entre tu pueblo esparciendo calumnias.” (Levítico 19:16). Siglos más tarde Jesús ordenó a sus seguidores: “Simplemente, cuando digan ‘sí’, que sea sí, y, cuando digan ‘no’, que sea no” (Mateo 5:37).

Podría seguir citando muchas ideas similares que encontramos en la Biblia, y todas apuntan en la misma dirección, se considera un deber de integridad y un principio moral a seguir, el decir la verdad, evitar la mentira. ¿Es fácil lograrlo? ¿Están justificadas las llamadas “mentiras piadosas”? ¿Realmente es necesario decir siempre la verdad? Evidentemente son cuestiones que podrían debatirse y desarrollarse en cientos de páginas escritas o en innumerables horas de conversación, pero trataré de resumir mi opinión en unos pocos párrafos.

Punto número 1. ¿He mentido alguna vez? Sí, lo he hecho. ¿Me considero un mentiroso? En absoluto. Santiago 3:2 indica: “Porque todos tropezamos muchas veces. El que nunca tropieza con sus palabras es perfecto.” En ocasiones, el temor, el deseo de no herir, la inmediatez que exige una respuesta o la necesidad de salir de un entuerto, me han llevado a no decir la verdad. Ciertamente, me he arrepentido cuando lo he hecho, pero, no soy perfecto, como no lo es nadie. Ahora bien, los que me conocen saben que mi proceder habitual no es ese. Creo que siempre hay que decir la verdad o, al menos, no mentir.

¿Por qué considero tan perjudicial la falsedad en lo que decimos? Utilizando en mejor momento que nunca la metáfora, porque es un cáncer en las relaciones humanas y, por desgracia, este está mucho más esparcido hoy día, que su equivalente físico. La mentira se ha imbricado de tal forma en la conducta humana que alcanza a todo ámbito: familiar, laboral, social, político, comercial. Se instila a los niños desde que tienen uso de razón y acaban asimilándola conforme crecen. 

Observo que naturalizamos el engaño desde el mismo momento en que lo usamos, por ejemplo, para conseguir que nuestros hijos nos obedezcan, o por seguir con las tradiciones heredadas. El famoso hombre del saco que vendrá a por ellos si salen fuera de los límites que les hemos establecido, las artimañas inventadas para que coman, los Reyes Magos de pega, las cigüeñas portabebés, tantas y tantas invenciones que sencillamente son mentiras que trasladamos a las rutinas de comunicación con los hijos y que, más pronto que tarde, descubren y acaban incorporando a las suyas. En nuestra casa, nada de eso se lo hemos transmitido a nuestras hijas. Siempre hemos intentado decirles, pura y llanamente, la verdad, pero, lo desarrollaré un poco más adelante, no todo momento es el adecuado para expresarla, aunque siempre considero improcedente la mentira.

Cuando nuestros hijos descubren el entramado de engaños en los que los han educado, empiezan a observar que, del mismo modo, en la sociedad se naturalizan esos mismos comportamientos. Su padre justifica la tardanza en llegar a casa con unas horas extra en la oficina que fueron, en realidad, cervezas en la barra de un bar. La madre justifica parte del presupuesto familiar en compras de alimentación que se emplearon en pedicura. El hermano mayor pasó la tarde estudiando en la biblioteca, cuando fue visto en la pista de skate. 

Saltando al ámbito ampliado de los que llevan las riendas de los estados, el modelo sigue implantado. Los programas electorales de los políticos son papel mojado. Lo que hoy, antes de gobernar, es intolerable, pasado mañana, en el poder, se incorpora a la rutina como inevitable. Es curioso cómo se trata a la sociedad en conjunto, como si fueran los menores de una familia, incapaces de actuar con sensatez y por ello se les engaña. Palmaria fue la mentira de la inutilidad del uso de las mascarillas cuando comenzó la pandemia, justificando la falacia por el hecho de que no se disponían de ellas. Se consideró mejor decirnos que no eran necesarias, en lugar de transmitir que no había existencias. Y se continúa con total naturalidad, y se acepta el engaño, es parte del juego aceptado por todos.

En Europa nos llevamos las manos a la cabeza cuando observamos con la facilidad que se compran armas en los Estados Unidos, se almacenan en las casas y los mayores de edad acceden a ellas sin restricciones apenas, aunque sean todavía imberbes. Las sociedades naturalizan los comportamientos por pura costumbre, a fuerza de repetirlos. El poder de la palabra es infinitamente mayor que el de las armas, y todos tenemos un arsenal en nuestra lengua, pero no somos conscientes de ello. Las mentiras acaban con uno de los valores más preciados en toda sociedad: la confianza. 

El desarrollo y el bienestar de una sociedad está basado, sobre todo, en el nivel de confianza que los ciudadanos tienen en sus gobernantes, sus instituciones, comercios y la gente que los rodea, en general. De nuevo, mi pragmatismo, me lleva a intentar actuar en el microcosmos que habito, porque hablar de la sociedad en general, son palabras mayores, y excede de mis posibilidades, e incluso de mis deseos, modificar comportamientos generales o masivos, me basta con intentar vivir con congruencia en mi ámbito familiar, laboral y social. 

En el entorno familiar, creo que hay que decirles a los hijos absolutamente toda la verdad, pero dosificándola conforme la pueden asimilar. Creo que Rubi y yo hemos sido sinceros con nuestras hijas en todo lo que les hemos contado. No es fácil transmitirles la realidad sobre la muerte, la enfermedad, lo es mucho más explicarles la vida, pero también hay que buscar el momento para que entiendan cómo se concibe, qué peligros acechan, de verdad, fuera de las paredes del hogar y tantas otras cosas que tendrán que aprender progresivamente. Hay que aprender a decirles: ahora no es el momento para explicarte esto, en lugar de mentirles. La verdad va estrechando los lazos que afianzan la confianza entre padres e hijos. No sé hasta el grado que lo hemos conseguido, eso lo tendrían que decir nuestras hijas, pero hasta el día de hoy, no creo que desconfíen de cualquier cosa que les digamos, el flujo natural que ha existido desde que nacieron es el de la verdad, por defecto, lo contrario, la mentira, se ha evitado con los oportunos silencios.

En la relación sentimental, la mentira corroe más que el óxido. Por supuesto que deben existir los ámbitos privados, esas islas de intimidad que no hay por qué compartir, pero volvemos a la máxima: di la verdad o, en todo caso, no mientas. De nuevo, como en casi todo en la vida, huyamos del todo o nada. Quizás no hemos sido totalmente sinceros en ocasiones, pero acerquémonos al pleno de transparencia y veracidad en la medida de lo posible. No lo he experimentado, pero he visto parejas vivir en un equilibrio imposible para mantener una vida de engaño. Ese ejercicio, además de resultar inútil con el paso del tiempo, supone un desgaste emocional que acaba destruyendo cualquier complicidad. 

En un aspecto menos íntimo, las relaciones comerciales y laborales se convierten en insufribles cuando uno de los actores se mueve en la mentira. ¿Quién sigue comprándole al que te engaña con los plazos de envío? ¿Cómo confiar en el compañero de trabajo que te dice que se encarga de un trabajo que nunca realizará? ¡Cuánto aprecio la honestidad en este ámbito! Siempre recordaré a un constructor ya fallecido, Pepe, con el que tuvimos tratos comerciales. Siempre fue fiel a sus presupuestos escritos, pero iba más allá, era esclavo de sus palabras, que a veces no estaban reflejadas en un papel, pero que cumplía escrupulosamente, como si lo estuvieran.

Este afán por ser veraz, por principios personales y por apego a los que se derivan del cristianismo, me ha llevado con los años a disponer de estrategias para sortear las situaciones complicadas. Los que me conocen saben que, si piden mi opinión, van a recibir, simple y llanamente, lo que considero la verdad, pero también saben que no soy áspero ni tajante en la forma de expresarme. A veces no es el momento de exponerla, y también he aprendido a esperar el momento oportuno para hacerlo. Es mucho mejor postergar una opinión que puede ser controvertida, que endulzarla con una mentira que minará la confianza en mis apreciaciones.

No creo que haya que tratar a los niños como mayores, ni a los ancianos como niños. Cuando somos pequeños, tenemos que vivir en el mundo de la infancia mientras sea posible, y las preocupaciones y desafíos del mundo adulto llegarán de forma natural, sin forzarlos, por eso hay que dejar que los críos se enfrenten a las verdades de la vida en su debido momento, y habrá que explicárselas con fidelidad cuando lo demanden y estén preparados para asimilarlas. Pero más penoso me parece engañar a un anciano que se encuentra todavía en su pleno juicio, aunque le falten facultades físicas. No hay necesidad de transmitirles con crudeza toda la realidad de situaciones desagradables que se producen a su alrededor, si no es necesario que las conozcan, pero tampoco mentirles sobre realidades que tienen que admitir, que quizás afronten con más confianza, si se les considera merecedores de conocerlas.

No soy intransigente y sentenciador con los que usan las mentirijillas, las medias verdades o, por debilidad, maquillan un poco la realidad, en mi ámbito privado, yo mismo he caído en ese error, como empecé explicando, pero creo que el camino personal por el que me muevo me da mucha más satisfacción que los senderos que otros transitan, cargados de embustes y dobles vidas. La mentira no es necesaria, cuando optas por conducirte por la verdad. Esta tiene sus peajes, que algunos se quieren saltar acudiendo a la vía alternativa del engaño, pero mi experiencia me dice que el precio a pagar, a corto, medio y largo plazo es muchísimo más costoso. 





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