Botoncitos
8 de septiembre de 2025.
A mi hija Keila la llamaba de pequeña botoncitos, porque sentía una atracción irresistible de tocar cualquier cosa que se pudiera pulsar o graduar, no sé si por la curiosidad de averigüar lo que ocurriría a continuación o por otro motivo que nunca supe descubrir. El caso es que lo mismo me desconfiguraba el amplificador de música o echaba a andar algún cacharro eléctrico que producía cualquier tropelía sin control.
El recuerdo me viene a la memoria porque muchas veces me gustaría que los seres humanos tuviésemos a nuestra disposición un cuadro de mandos en el que regular con potenciómetros la intensidad de nuestros sentimientos o reacciones. A mí me parece que a medida que pasan las décadas, cada vez tenemos más pasados de rosca aquellos botones imaginarios que controlan nuestra ira, indignación, odio, repulsa y en la más baja de las escalas la ilusión, la alegría, el entusiasmo, el deseo de aprender, por poner algunos ejemplos.
¡Qué cómodo resultaría poder calibrar las escalas de nuestras reacciones con tan solo situar el botón correspondiente en el lugar adecuado! Imaginemos que hasta un dolor de muelas, sin la ayuda de analgésicos, pudiésemos bajarlo en su regulador hasta un nivel de sufrimiento aceptable, o que ante un agravio, tuviésemos la facultad de moderar la indignación en su respuesta hasta un grado que no nos haga perder la compostura. Desgraciadamente nada de esto existe y la forma de controlar nuestras reacciones depende de cómo racionalizamos las cosas, en el caso de los dolores emocionales, y de químicos que palíen los físicos.
No quiere esto decir que no tengamos, hasta cierto punto en nuestras manos, la capacidad de graduar en las escalas convenientes la forma en que nos afectan las cosas y cómo reaccionamos a las incomodidades, los insultos, los desacuerdos y otros inconvenientes que desatan nuestras bajas pasiones, y mucho tiene que ver con nuestro diálogo interno y el que llega desde fuera a nuestro oído físico.
Vivimos en una sociedad llena de calificativos, que son los vocablos que, como su nombre indica, definen o califican a los sustantivos, son los que establecen sus cualidades o propiedades y también adornan su intensidad en el caso de aquellos que se presten. No es lo mismo una camiseta rojo carmesí que rosa pálido, aunque esté en una gama similar de tonalidades.
Pues ahora parece que de toda la paleta de colores que el diccionario nos ofrece, los tonos intermedios los hemos borrado del vocabulario, como si solo existieran el blanco y el negro. La declaración de un político o es despreciable, aborrecible y vergonzosa o brutalmente real, acertada e incontestable. Lo llevemos al género musical (la canción o es vomitiva o supermegacool), al religioso, al deportivo, al comercial, al familiar y a cualquier otro ámbito en el que nos movamos.
A este fenómeno lo llaman polarización, pero más allá de definiciones, la realidad detrás del término nos está afectando como sociedad. Dicen que son las redes sociales las que fomentan la separación entre ideologías porque lanzan mensajes muy breves (de otro modo no se visualizarían) en los que se trata de apuntalar un determinado extremo de manera contundente, dejando a un lado los necesarios matices y consolidando solo las ideas de una parte del espectro. Después viene el maldito algoritmo que detectando la duración de nuestras visualizaciones, nos ofrece más de lo mismo.
Sea por un motivo u otro, yo creo que no debemos delegar nuestra capacidad de decisión ni en algoritmos, ni en los mensajes externos que se lanzan como piedras, sino que debemos recordar que, hasta cierto punto, todos tenemos un cuadro de mandos que podemos manejar solo nosotros y no dejar que otras manos se ocupen de establecer las intensidades que controlen.
No es tarea fácil cuando la información que recibimos es tan abrumadora, pero merece la pena reducir un poco la cantidad que recibimos y dedicar un tiempo de calidad a identificar cómo debería ser nuestra reacción más sensata. Voy a tratar de poner un ejemplo para terminar. Cuando se enfrentan dos equipos deportivos, a veces se produce una derrota abultada, como la de ayer, en la que España le ganó a Turquía 6-0. Seguro que más de un titular habrá sido algo parecido a “Brutal superioridad de España. Turquía, un equipo de aficionados”. Vale, está claro que hubo un equipo superior y el marcador así lo indica, pero hasta en una situación tan clara, podemos tocarle al potenciómetro del autoelogio y mostrar un poco más de respeto al rival si el titular fuera “España fue muy superior, a pesar de las grandes figuras del equipo turco”.
Quizás el ejemplo futbolero no es el más acertado, pero llevado a otros campos, la moderación adecuada y la evitación de los extremos nos puede hacer vivir más en armonía con nuestros congéneres y evite la caída en euforias excesivas o bajones pronunciados. Si cuando nuestro matrimonio va bien somos conscientes de que no es la repera y cuando hay dificultades no significa que sea un desastre, el diálogo racional y bien dimensionado evitará los estados de ánimo eufóricos o depresivos, ninguno de los cuales son deseables.
Si has leído hasta aquí es porque no eres una niña de pocos años como era mi Keila, y de un adulto maduro se espera que intente al menos regular con sentido esos botoncitos que bien calibrados pueden generar un estado de ánimo más equilibrado, sereno y, en definitiva, más saludable.