(XXXIX) DIARIO DE UN LINFOMA (¿morir para aprender a vivir?).

(XXXIX) DIARIO DE UN LINFOMA (¿morir para aprender a vivir?).

4 de julio de 2022.

¡Qué bien me he levantado hoy! Esta noche he dormido con plena normalidad y sin molestias. Hoy sí puedo decir que me siento casi perfectamente. Mañana llega la 3ª sesión de envenenamiento controlado, mi menú de ABVD (Adriamicina, Bleomicina, Vinblastina y Dacarbacina) me está esperando. 

Hace unos días leí sobre el efecto de cada uno de estos medicamentos. Para aquellos que os guste saber un poco más, actualmente la quimio usa distintos tipos de productos químicos en combinación, porque cada uno afecta a las células cancerosas de distinta forma, pero el objetivo es el mismo, destruirlas o impedir su reproducción. La Dacarbacina es un agente alquilante, impide que se reproduzcan las células dañando su ADN. A largo plazo puede afectar a la médula ósea.  La Adriamicina y la Bleomicina son dos antibióticos, pero distintos a los que se usan para combatir las infecciones, se ligan con el ADN de las células, interfiriendo en las enzimas que intervienen en su replicación, impidiendo que la célula se multiplique. Pueden dañar el corazón, por eso hay una dosis máxima que se puede recibir a lo largo de la vida (dosis acumulativa). Finalmente, la Vinblastina es un alcaloide de origen vegetal, es un producto derivado de las plantas e impide la mitosis, la división de las células y pueden dañar a los nervios, por lo que también es muy importante controlar la dosis máxima que puede recibir el organismo.

En realidad los 4 componentes de mi menú de mañana pretenden acabar con las células malignas que tan rápido se propagan en mi organismo, lo malo es que también hacen lo mismo con las buenas, con lo que los oncólogos o, en mi caso, los hematólogos tienen que ser muy cuidadosos para que la dosis sea la justa para acabar con unas, sin destruir demasiadas de las otras.

En la tarde de ayer volví a visitar Tavizna, en realidad, el campo de Paqui y Antonio, dos amigos que al final de un carril junto al río que lleva ese nombre, tienen un bonito huerto de naranjos y una pequeña casa con una piscina. Estuvimos unos cuantos amigos charlando y recordando anécdotas. Mi amigo Diego contaba algunas de las que había vivido en sus viajes a Centro y Suramérica. Se centraba en un hecho innegable, no en todos los países y culturas se ve la muerte con la misma perspectiva que en la sociedad occidental. El nivel de salud y protección social que hemos alcanzado en nuestros países más adelantados ha provocado una actitud que tiene algo que, a veces, juega en nuestra contra. Por el contrario, la desprotección que existe en esos países, ha naturalizado algo tan inevitable como la muerte. No quiere decir que se acepte con gusto, ni muchísimo menos, es traumática en todas las culturas, porque el ser humano tiene el deseo intenso de perpetuarse. Es curioso lo que dice Eclesiastés 3:11, que Dios “ha puesto la eternidad en el corazón de ellos”, refiriéndose a la humanidad, es decir, el intenso anhelo de no perecer. Ahora bien, cuando el fin de una vida se observa ineludible, se acepta con más resignación y entereza. 


En esa pequeña montaña se encuentra el Castillo de Aznalmara y a su izquierda fluye el río de Tavizna, en el que se encuentra el campo de Paqui y Antonio.
Autor foto: Miguel Ángel Ordóñez. Creative Commons.

En nuestra cultura hemos aprendido a erradicar enfermedades endémicas gracias a las vacunas. ¿Verdad que no hemos escuchado morir a ningún niño de sarampión? Pues no hace tantas décadas era frecuente. Los antibióticos han salvado millones de vidas que hace un siglo o algo más habrían sucumbido a una amplia variedad de bacterias. Antes las personas mayores acababan casi todas ciegas por las cataratas, hoy recuperan la vista con una sencilla operación. La diabetes se controla, los problemas de circulación se aminoran con los anticoagulantes. ¿Qué voy a decir del cáncer? Si no tuviera esperanza de curarme, no me sometería mañana a esa intoxicación controlada. Son millones las personas que hoy día se curan, de hecho, se calcula que, en conjunto, lo hacen más del 50%. Antes, la aparición de esta enfermedad era el preámbulo de una muerte anunciada. 

Dicho todo lo anterior, todavía la muerte sigue siendo el final que a todos nos espera, pero los avances médicos han conseguido postergar ese fatídico final en muchos casos. Este extraordinario avance en el campo de la medicina, por otro lado, nos hace creer que somos de alguna manera eternos. Genera en nosotros una absurda sensación de que bajo ningún concepto puede acontecernos un revés tan perturbador en nuestra vida. Muchas veces magnificamos cualquier contratiempo que se nos presenta porque nos parece mucho más inesperado de lo que debería ser. No ya la muerte, sino un accidente grave o una enfermedad importante, nos conmociona de tal manera que nos petrifica, nos deja fuera de lugar, como si algo así no debiera presentarse en nuestro camino.

En los países más pobres, la enfermedad, los accidentes, la muerte, en definitiva, es más frecuente, mucho menos soslayable. Desgraciadamente siguen muriendo niños por infecciones que aquí están controladas, el cáncer no tiene tratamiento porque este es tan caro que casi nadie puede pagárselo, las enfermedades de corazón no son operables, y todo esto produce que esos funestos momentos sean mucho más cotidianos para ellos que para nosotros. Diego contaba que un matrimonio en Ecuador, con varios hijos, tenía una niña de 4 años que padecía una enfermedad que hacía que sus órganos internos crecieran más que su estructura corporal, lo que desembocaba en la muerte en 5 o 6 años. El padre cargaba con ella a todas partes, porque ya no podía andar, apenas escuchaba y no veía. Este le decía en una ocasión a su hija: “¿Y mi niña? ¿A quién de sus hermanitos le va a dejar su camita cuando ya no esté?” Le hablaba con una amable sonrisa en la cara. Diego contaba que él y Pili, su mujer, y otros que lo veían hablar de la muerte de la pequeña con aquella naturalidad, se quedaban descolocados y perplejos. No podían entender cómo podía interiorizarse una realidad tan trágica sin perder la serenidad. 

Yo recuerdo que mis padres contaban sobre ellos mismos y las familias de mis abuelos, que en todas había fallecido alguno de los hijos. Era raro conocer algún caso en los que con tantos descendientes como tenían cada una de ellas, no hubiera alguna pérdida. Así que en nuestro caso solo tenemos que hacer un viaje en el tiempo para encontrarnos con una realidad parecida a la que hoy mismo sucede en otros lugares del planeta.

Estar consciente de lo efímero de la vida no es necesariamente negativo, sino todo lo contrario. Yo no sé si a otros les habrá pasado lo mismo, pero cuando cumplí 40, fui perfectamente consciente de que había que darle la vuelta al jamón, expresión que me sigue haciendo la misma gracia que la primera vez que la escuché. Expresa muy gráficamente lo que hemos sentido los que hemos tenido el privilegio de cortar una buena pata de jamón de bellota. ¡Qué deliciosas esas dulces y brillantes lonchas recién cortadas, acompañadas de unos crujientes picos! Pero cuando empiezas la otra cara te das cuenta de que pronto se acabará ese delicioso placer, a menos que estés dispuesto a volver a soltar unos buenos cuartos. Los hombres vivimos de promedio unos 81 años en España, así que pasando de la mitad, ya sabes que cada día es uno menos. Es gracioso comprobar cómo, en esa famosa crisis de los 40, muchos de nosotros queremos hacer un vano esfuerzo por alargar la juventud, ya sabéis aquello típico de comprarse una moto, empezar a hacer deporte con más intensidad o vestirse con ropa juvenil. Lo cierto es que por mucho que estilices tu figura o vayas a la última, las rodillas duelen más al levantarte cada mañana de la cama, las arrugas que nos salen cerca de las orejas, junto a la mandíbula, no las esconden ni unas patillas de bandolero y el pelo solo crece desde las cejas hacia abajo. 

Esta realidad no tiene por qué ser triste, sino motivadora. ¿Por qué? Porque tenemos que saborear cada loncha del jamón, ya que sabemos que se acabará. En cierto modo, si somos conscientes de eso, nos saben hasta más buenas, porque sabemos que no van a durar siempre. Ahora me acaba de preguntar otro amigo que se llama Diego, un miembro del gallinero, que cómo me encuentro y le he dicho precisamente eso, que hoy estoy de lujo  e intento disfrutar del día, porque mañana, si mis neutrófilos se encuentran en una cifra decente, me volverán a estropear durante, al menos, una semana. Cuando me acuerdo de eso, las horas de este precioso día se me hacen cortas, porque me encuentro tan bien… las almendras que me acabo de comer saben como un manjar exquisito, mis intestinos tienen una calma inusual y no me incomodan, mis piernas están lo suficientemente fuertes como para agacharme y levantarme cuantas veces haga falta en mi huerto. Todas esas sensaciones que damos por sentado cada día que nos sentimos bien, cobran intensidad y disfrute cuando vienes de un periodo malo. Yo ya llevo haciéndolo mucho tiempo, pero ahora tendré cada día un nuevo incentivo. Cuando salga de todo esto, cada mañana que me levante me diré: “¡Qué maravilla, Manolo, hoy no tienes quimio! ¡A disfrutar!”

Hoy voy a recomendar una canción de letra positiva. Es muy conocida, pero de esas que puedes escucharla cientos de veces y sigue apeteciendo repetir. Es Wonderful life de Black. La única pega que le pongo al vídeo es que sea en blanco y negro, el inspirador mensaje que transmite la canción se merecía que esas imágenes fueran de colores brillantes que destacaran el azul del cielo y el verde de los campos, aun así, escucharla con los ojos cerrados es una agradable experiencia. Seguid disfrutando. Besos.



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