Mi realidad es lo que no veo.
Autor foto: CodyHoffman. Licencia: CC BY-NC 2.0 Deed
24 de marzo de 2024.
Permitidme que, en estos días, me vuelva más místico, no como Coque Malla, que en su último disco canta justo lo contrario en una de sus canciones “Yo no soy místico”. Si no te interesa el tema, ya sabes, no sigas leyendo, que hoy me voy a extender. ¡Vaya novedad!
Catherine Heymans, como otros astrofísicos, reconoce que desconocemos de qué está hecho el 95% del universo que nos rodea, una parte de él que ni brilla ni se detecta directamente y se ignora su naturaleza. Del otro 5%, la mayoría de los mortales solo conocemos lo que perciben nuestros ojos, que es otra ínfima parte de lo que sí pueden observar los expertos a través de artilugios especializados.
Muchos siguen diciendo que solo creen lo que ven, y no se dan cuenta de que, por lo tanto, están prácticamente “ciegos” a la realidad, pero el ser humano es tan prepotente que pretende afirmarla con un conocimiento tan superficial sobre lo que nos rodea. Sujetos a esa herramienta tan limitada de la visión, pretendemos confirmar o rechazar la veracidad de todo lo que nos circunda.
Imaginemos que nuestro planeta fuera un lugar de absoluta oscuridad y a alguien se le diera una linterna con alcance de 4 metros y un radio de visionado de 2. ¿Cómo podría explicar con esa rudimentaria herramienta la grandiosidad de un océano, la altura de una majestuosa montaña o el alcance de una interminable pradera? Aún así, en el ejemplo, el afortunado poseedor de la luminaria se encontraría más capacitado para hacerlo que cualquiera de nosotros con nuestra vista ante la realidad de ese 95% que desconocemos.
En su consciencia, el ser humano, desde su mismo comienzo ha tratado de explicar la realidad que nos rodea apelando a un dios o dioses creadores dotados de poderes mucho más allá de los humanos. En un universo tan complejo, que nos encontramos ya creado, y a pesar de las limitaciones de nuestros antepasados para conocer el alcance de esa complejidad, su lógica les hacía pensar que esas divinidades dotadas de capacidades insospechadas eran las originadoras de semejante maravilla que se presentaba ante los limitados ojos humanos.
El craso error que casi todas las civilizaciones antiguas cometieron, y que se perpetúa, es el de buscar la explicación desde la óptica humana, nunca mejor dicho, porque enseguida les dieron formas antropomórficas, animales o astrales a esas supuestas deidades responsables de la creación del universo material y las criaturas vivas. El “yo solo creo en lo que veo” llevó a atribuirle poderes sobrenaturales a representaciones escultóricas o pictóricas que representaban a sus dioses.
La única excepción surgió cuando el dios de los hebreos se presenta como un espíritu al que no pueden ver y que expresamente prohíbe una representación de absolutamente nada que pueda recibir veneración como dios. Exige devoción exclusiva y dejar a un lado la capacidad visual que tan esclavos nos hace de creer en esa tan limitada parte de la realidad que nos rodea. Resulta tan tajante su mandato que cuesta olvidarse de él para los que pretendemos actuar conforme a lo que nos manda. “No te hagas ninguna imagen tallada ni nada que tenga forma de algo que esté arriba en los cielos, abajo en la tierra o debajo en las aguas No te inclines ante esas cosas ni te dejes convencer para servirles” (Éxodo 20:4,5). Fue nada menos que el segundo de los 10 mandamientos.
Se le impone esta prohibición a un pueblo hebreo que venía del cautiverio en Egipto, con la grandiosidad de sus templos y la infinidad de deidades que adoraban con toda forma de representaciones, desde las celestiales, como Amón-Ra, el dios Sol, Isis, el dios de la Luna, o las animales, como Seth, representado por un chacal o Horus por un halcón. Aquel pueblo que formaría Israel recibe la orden de alejarse de cualquier tipo de representación material y acercarse a un dios que se presenta como un espíritu, alguien que los ojos humanos no pueden alcanzar a contemplar y, por lo tanto, no pueden materializar de una forma visible.
Jesús dijo en Juan 1:18 “A Dios ningún ser humano lo ha visto jamás. El dios unigénito (refiriéndose a él) que está junto al Padre, es el que nos ha explicado cómo es él.” Sí, no solo Jesús, quien se presentó como su hijo, sino todos los escritores de la Biblia, lo que tratan es de explicarnos cómo es Dios, ante la prohibición de representarlo gráficamente.
Quizás alguien se pregunte por qué esa prohibición tan expresa. Mi respuesta personal no pretende establecer cátedra, pero la tengo tan clara que me permito exponerla por si alguien la comparte o, al menos, le encuentra el mismo sentido que yo. Habiendo dejado claro que nuestros ojos no pueden percibir casi todo lo que existe, limitar al originador de ese todo a una expresión visual sería como pretender explicarle el océano a alguien con una gota de agua. Ni por su volumen, ni por su contenido, podría alguien percibir la grandeza y naturaleza del inmenso mar por una simple gota de agua, y estamos hablando de elementos comunes, ambos están formados por dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno. En el caso que nos ocupa, cualquier cosa que observen nuestros ojos, poco tiene que ver con lo que hay detrás de esa realidad.
De alguna forma, Dios parece que quería decirle a Moisés y sus contemporáneos: “Yo soy el Creador de todo lo que tú no percibes, que es la mayor parte; mi dimensión, alcance y naturaleza escapa de lo que tus sentidos puedan valorar, ¿cómo pretendes asemejarme a una escultura o imagen solo para satisfacer a tus limitados ojos?” En su trayectoria humana, Jesús siguió en esa línea y dijo: “Dios es un espíritu, y los que lo adoran tienen que adorarlo con espíritu y con verdad” (Juan 4:24). Nunca dijo que guardaran una imagen suya o representaran gráficamente a su padre para usarlo en su rituales de adoración. Los primeros cristianos siguieron ese mandato que los judíos habían respetado durante siglos.
Pero el ser humano vuelve a esclavizarse a la limitación de sus sentidos y, sobre todo, del más poderoso, la vista. Con el tiempo quiso satisfacer la demanda de sus ojos con representaciones supuestamente de Dios, su hijo, y de infinidad de seres humanos a los que se van atribuyendo capacidades milagrosas. Queremos ver lo que adoramos, y caemos en el error que Pablo expuso cuando les escribió a los romanos, congregación de cristianos rodeada de una sociedad con esa otra amplia gama de dioses representados en esculturas y de otras formas, que adoraban los súbditos del imperio: “Ellos cambiaron la verdad de Dios por la mentira, y adoraron y le dieron servicio sagrado a la creación más bien que al Creador” (Romanos 1:25).
En definitiva, el Dios de la Biblia, no quiere que se adore a la creación, sino al Creador y eso solo es posible si se ve (hasta empleamos el verbo ver para definir lo no visto) como lo que realmente es, un espíritu, un ser que se une a ese 95% material que no percibimos para formar parte de una realidad mucho más amplia fuera del alcance de nuestros sentidos.
Por otra parte, para los que hacemos ese esfuerzo de acercarnos a un Dios que no podemos ver, esto no se convierte en ningún hándicap, todo lo contrario, a mí personalmente me hace sentirlo más real, porque sé que poco tiene que ver con nada ni nadie de los que en estos días mucha gente se fija, se postra y le ora. El causante de la complejidad de la vida y el universo está en una dimensión ajena a nuestros ojos, pero muy cercana a nuestra existencia. Se trata de hacer un ejercicio de visualización de la realidad, pero con los ojos cerrados, percibiendo que ese 95% que desconocemos existe, nos rodea, forma parte de todo. Sigue un orden sujeto a leyes que todavía no conocemos, permite que pasen cosas para las que no tenemos explicación y sobrepasa todas nuestras expectativas, porque no se puede esperar lo que desconocemos.
A mi modo de ver, la grandeza del Creador no puede reducirse a una expresión gráfica, pues rebaja su estado. Además, si expresamente nos pide que no lo hagamos, ni nos postremos ante nada ni nadie, para rendirle adoración, no me veo con el atrevimiento, ni mucho menos la autoridad, de enmendarle la plana al que tiene todo el derecho a establecer cómo quiere que sea la base de nuestra relación con Él.