(XLII) DIARIO DE UN LINFOMA (dientes limpios y paredes sucias).
7 de julio de 2022.
Esta mañana me he levantado bastante bien, ya se me ha pasado, parece, el efecto del Filgrastin. El día se presenta más caluroso, porque hemos amanecido a unos 22 grados en Benaocaz y eso pronostica unos 30 y algo al mediodía. He desayunado tranquilamente y he dado una vueltecilla por el huerto. Mis tomateras están cargadas de frutos, creo que en un par de semanas voy a estar comiendo mis tomates cien por cien ecológicos, solo les echo estiércol de cabra. Hoy la cosecha han sido 3 pepinos y 2 limones.
Ayer echamos un paseo de unos 5 kilómetros por la carretera de Benaocaz hasta Aguas Nuevas, un merendero cercano. Éramos 7, paseamos despacio y todo el rato charlando y recordando anécdotas. Ahora me sirve de mucho hacerlo, porque refresca mi memoria y me permite contrastar fechas y lugares, que luego plasmo en mis escritos. Les contaba algunas situaciones simpáticas y otras no tanto, que pasé con mis hijas. Siempre lo decíamos, pero nunca lo hicimos. Mi Rubi (Mª del Mar) y yo nos reíamos tanto con las ocurrencias de nuestras pequeñas, que tendríamos que haber anotado la mayoría de ellas. Los niños viven la realidad de una forma tan especial, que cuando te percatas de su inocencia y de cómo procesan de forma tan diferente lo que van aprendiendo, haríamos bien en imitar algunas de sus reacciones. Por ejemplo, a corta edad no ven el mal en los demás y eso tiene su peligro, claro que sí, en este mundo de mentes retorcidas. Hay que advertirles de ciertas amenazas a las que se enfrentan, pero, por otra parte, hay que dejarlos disfrutar de esa cabeza limpia de influencias paranoicas cuando se crían en un ambiente de amor y protección.
A Keila, igual que a Abi, procurábamos inculcarles los valores en los que creemos, como hacen todos los padres. Creo firmemente en el derecho que tienen los progenitores de ser la primera fuente de educación de los hijos. Estoy en contra de la delegación que hacen algunos en los colegios, de hecho, estos últimos deberían complementar lo que principalmente deberían aprender en casa. Es verdad que, lamentablemente, algunos críos crecen en un ambiente familiar tóxico y ahí, en casos graves, debe intervenir la autoridad, pero hoy llegan a los centros educativos, algunos chiquillos, sin la más elemental educación. A la mayor parte de mi generación, eran nuestros padres los que nos enseñaban las reglas básicas de conducta social: pedir las cosas por favor, dar las gracias, respetar a las personas mayores, no soltar palabrotas, compartir con otros, no gritar, respetar a las autoridades, llámense maestros, policía o lo que fuera, y así un largo etcétera de reglas no escritas de comportamiento, pero que todo el mundo aceptaba. Si hablamos de religión, pues ¿qué voy a contar? Creo que debería estar fuera de las escuelas. La Declaración Universal de Derechos Humanos, en su artículo 26.3 dice que “ Los padres tendrán derecho preferente a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos”.
Corría el año 1980 cuando se permitió, por primera vez, escoger entre Religión Católica o Ética en mi instituto. Yo acababa de empezar en 1º de Bachillerato y me tuve que matricular inicialmente en religión, pero a las pocas semanas, trascendió la novedad y nos permitieron cambiarnos. De 6 cursos de primero de bachillerato que había, yo fui el único alumno que elegí Ética. Tuve que hablar con el director y con el cura que impartía la asignatura, que se llamaba Miguel, para decírselo. Me costó algún que otro sudor, porque era tan joven que me asustaba parecer una especie de rebelde. Miguel trató de convencerme para que permaneciera en su asignatura, pero yo le dije que estaba estudiando la Biblia con los testigos de Jehová y que prefería Ética. Aquel año me iba con 2 alumnos de 3º a un pequeño despacho, donde el profesor de Filosofía nos daba clase a los 3, los únicos de todo el instituto, mientras fumaba en pipa. Uno de los ellos se llamaba Serafín, que posteriormente fue monitor de jardinería y compañero mío en la escuela taller, que, por cierto, se llamaba Ocurris, como mi sobrenombre en Internet y fue considerado el topónimo romano de Ubrique, antes de que se modificara ligeramente por Ocuri. Serafín me dejó, en aquel curso, un libro de Unamuno: “Del sentimiento trágico de la vida”, que nunca le devolví, y desde aquí le pido perdón, pero ya sabéis lo que ocurre con los libros prestados. En ese libro, Unamuno, que era un cristiano creyente, criticaba abiertamente a la iglesia por alejarse del auténtico cristianismo. Me impactó leer aquellos pasajes escritos en 1913, con la tremenda influencia que tenía la curia eclesiástica y las consecuencias que podría sufrir por su disidencia.
Como coincidía con mis compañeros en todas las asignaturas menos en la de Religión, un día me contaron que Miguel, el cura, les había mandado un trabajo sobre las diversas religiones que había. En Ubrique, solo existía en aquel entonces la Católica y los testigos de Jehová. Así que un par de compañeros de clase habían decidido hablar de los segundos. Me preguntaron si alguno de los responsables de la congregación estarían dispuestos a asistir un día a clase y exponer nuestras creencias. Yo lo consulté, y Diego, mi íntimo amigo, que fue el que me enseñó a mí de la Biblia junto a Klaus, una especie de misionero alemán que estuvo 6 años en Ubrique, se ofrecieron. Miguel aceptó que se usara una de sus clases para la presentación. Mis dos compañeros no tenían ni idea de qué preguntarles, así que me pidieron a mí que les indicara las cuestiones que podrían formularles. Yo les hice un amplio cuestionario, con algunos interrogantes polémicos que dejé para el final.
Aquel día asistí a la clase de religión, porque quería ver cómo se desarrollaba. Miguel, el cura, fue bastante abierto y recibió amablemente a Diego y Klaus. Permaneció en silencio casi toda la hora, salvo al final. Yo había preparado las preguntas para que se explicaran nuestras principales creencias: por qué la Biblia era para nosotros el libro base, por qué no participábamos en las guerras ni en el servicio militar, por qué veíamos tan importante ir a las casas de las personas a hablarles del mensaje de Cristo y tantas otras. El tema espinoso llegó cuando una de las preguntas trataba sobre por qué no usábamos imágenes, ni estatuas en nuestros centros de adoración. Diego llevaba la Biblia de Jerusalén, una traducción católica y mostró algo llamativo, el segundo mandamiento, que en el catecismo católico se había, casualmente, eliminado. Ahí se lee: “No te harás escultura ni imagen alguna ni de lo que hay arriba en los cielos, ni de lo que hay abajo en la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra. No te postrarás ante ellas ni les darás culto. (Éxodo 20:4,5).
Diego y Klaus explicaron que no solo en este pasaje tan significativo, los 10 mandamientos, que a los niños nos habían hecho repetir, en la versión “abreviada-recortada”, tantas veces en las escuelas, sino en otros muchos versículos de la Biblia, se prohibía expresamente el uso de imágenes en la adoración a Dios. El propio Jesús aclaró, como también lo vierte la Biblia de Jerusalén que “Dios es espíritu, y los que adoran, deben adorar en espíritu y verdad”. (Juan 4:24). Miguel en ese momento objetó y sacó una foto de su madre de su cartera y dijo que, según eso, ¿no podía tenerla?, que eso no significaba que la adorara, y que las imágenes no se adoraban, sino que se veneraban. Diego le dijo que el matiz entre los dos verbos no sabía cuál era, pero que el mandamiento de Éxodo era más explícito, hablaba de no postrarse ante ellas, ni darles culto, lo cual era claramente lo que se hacía en las iglesias. La charla fue muy interesante y Miguel mostró una mentalidad bastante abierta para lo que había en aquel tiempo.
Aunque me he desviado de mi línea inicial, vuelvo a retomar la idea que mencionaba en los primeros párrafos, que los padres educamos a nuestros hijos en los valores que creemos mejores para ellos. Nosotros hicimos eso con nuestras hijas, pero como es habitual entre nosotros, no bautizamos a los bebés, sino que dejamos que sean ellos los que decidan hacerlo cuando alcancen una edad apropiada con una capacidad de decisión que les permita razonar sobre un paso tan importante.
A Rubi y a mí nos encanta el cine, y uno de los sacrificios que tuvimos que hacer al tener hijos, fue dejar de acudir a las salas de proyección. Al principio porque no teníamos con quién dejar a las niñas y, sobre todo, porque no podíamos llevarlas a ver las películas que nos gustaban a los mayores, porque se aburrirían como ostras. Durante varios años solo pisábamos esos sitios para ver películas de Disney. Yo estaba hasta el gorro de sirenitas, bellas y bestias. Cuando fueron creciendo, empezamos a llevarlas a películas de aventuras y otras que, por su calificación, las considerábamos apropiadas para ellas. Recuerdo algo que nos pasó con Keila un día que fuimos a ver “Seis días, siete noches”, que se estrenó en 1.998, tenía por tanto 4 años. Estábamos Diego y Pili, Rubi, Keila y yo. Era apta para todos los públicos. En aquel tiempo la lucha que teníamos con ella era que no se fuera a la cama sin lavarse los dientes y cada noche trataba de darnos esquinazo. La hacíamos levantarse, ir al cuarto de baño y cumplir con el protocolo.
Pues bien, la película, si no la habéis visto, lleva al protagonista, Harrison Ford, y a una chica, Anne Heche, a una isla en la que quedan como náufragos después de que se estropee la avioneta en la que hacían un trayecto. En una escena, el que iba a convertirse en marido de la protagonista y la novia de Harrison Ford, se consuelan mutuamente en la puerta de un hotel, llorando la posible muerte de sus respectivas parejas. Empiezan a abrazarse y besarse y se van calentando poco a poco hasta que entran en la habitación y se van los dos a la cama. Yo ya pensaba que, a pesar de la calificación de “apta para todos los públicos”, íbamos a ver una escena subida de tono y mi hija se la iba a tragar delante mía. En ese momento, Keila me tira de la manga y me dice algo al oído. Yo anticipaba que me iba a comentar que esos dos no estaban casados o algo por el estilo, pero su observación fue: “Papá, esos dos se han ido a la cama sin lavarse los dientes”. Diego, que estaba en el asiento de al lado, se enteró y los dos empezamos a reírnos a carcajadas. Diego, con su característica forma de reír, estaba dando botes en el asiento y yo me pasé el resto de la película sin poder concentrarme, pues no podía parar de reírme cuando me acordaba de lo que me dijo Keila.
Como esta, creo que todos los padres hemos vivido anécdotas hilarantes con nuestros hijos. ¡Cómo te alegran la vida! A veces viene uno del trabajo hecho polvo y una ocurrencia de ellos te quita el estrés o el cansancio en un momento. ¡Qué pena que solo recordemos algunos de estos momentos tan graciosos!
Mi Abi, también nos dio una sorpresa, esta vez mucho más cochambrosa, pero que provocó un buen rato de risas, a pesar del sucio trabajo que nos hizo realizar. Cuando vivíamos en el piso encima del asador, tendría algo menos de dos años. Todavía usaba pañales y se había hecho caca. Tuvo la feliz idea de apoyar su espalda contra la pared que estaba frente a la entrada de la puerta del piso, meterse sus deditos en el pañal por detrás y limpiárselos en la pared moviendo sus brazos de arriba abajo como si estuviera batiendo unas alas. Nos hizo una preciosa obra de arte moderno con tonos marrones a lo largo de todo el frontal. Parecía un Miró, mucho más artístico, pero también más asqueroso. Si no hubiese sido por el olor que lo acompañaba, habría decorado la entrada por algún tiempo. Lo limpiamos, pero sin parar de reírnos con la idea que había tenido la adelantada artista.
Esta carilla de mala ponía Abi cuando hacía alguna fechoría.
Es una pena que perdamos la mayor parte de la bondad de la niñez cuando nos introducimos en el mundo adulto.La candidez, la sinceridad, la fantasía, la curiosidad, y tantas otras cosas que nos acompañan en la infancia, se diluyen en un mundo mucho más falso, artificial y malpensado. Es verdad que necesitamos malearnos un poco para que no nos engullan los depredadores que circulan por este mundo, pero, de vez en cuando, es bueno recordar que una vez fuimos niños y apartar un tiempo para jugar, volar con la fantasía de nuestra mente y dejar que el crío que fuimos aflore y recupere su sitio, aunque solo sea por un rato.