Una sanción injusta no es para tanto

Una sanción injusta no es para tanto

 7 de marzo de 2024.

Tratar con jóvenes, para los que toleramos bien cierta irreverencia, un punto de rebeldía y alguna predisposición a soliviantar a los que deben velar por que su comportamiento se mantenga dentro de unos determinados límites, es una fuente, a menudo, de anécdotas divertidas.

Los lunes me toca hacer guardia de recreo en el magnífico pabellón de deportes de nuestro instituto, denominado con toda justicia con el nombre del difunto Juan Coronel, al que este centro, su alumnado actual y el ya graduado hace bien en recordar por su legado de trabajo y entrega durante casi 30 años como director. Mi labor durante media hora consiste en supervisar a un grupo de jóvenes mientras en uno o dos tercios de la cancha juegan al fútbol o al baloncesto, este pasado lunes le tocó al deporte de la canasta.

Algunos chavales y chavalas usan esta media hora para desfogar un poco, después de 3 horas de sedentarismo frente al pupitre. Es normal que vengan con ganas de saltar, correr y hacer un tanto el ganso, pero claro, dentro de unos límites. Yo que soy un defensor a ultranza del deporte, intento que jueguen respetando las normas aunque, por supuesto, con la informalidad que se espera de una pachanga. El problema es que algunos, fruto de su juventud, no saben donde poner la línea que delimita el espacio entre practicar un deporte siguiendo sus reglas y hacer el patoso y molestar a los que no quieren cruzar ese límite.

El lunes les advertí que los que quisieran participar tenían que jugar al baloncesto, nada de pegar pelotazos a los tableros, empujar a los compañeros o correr como un poseso sin botar el balón. Nada más comenzar, dos de ellos hicieron oídos sordos a mis recomendaciones, así que los expulsé del pabellón. Fui un tanto inmisericorde a los ruegos de uno de ellos:

– Maestro, de verdad, que ya no lo hago más, que es una tontería. Venga, por favor.

– Nada, eso me lo demuestras el próximo día, hoy se acabó para ti el baloncesto.

Los demás siguieron “jugando” al basket, pero mientras la mitad se empeñaba en hacerlo con cierta seriedad, la otra mitad seguía cometiendo pasos, dobles y realizando todo tipo de faltas a conciencia sin mucho interés por practicarlo dentro de las reglas. Acabé hartándome de ellos y les dije que me dieran el balón y que se acabó para ellos el deporte ese día, que el lunes siguiente vinieran con otra actitud. Solo dejé a un grupo de 5, 3 chicas y 2 chicos, que observaban y, ellos sí, estuvieron el resto del recreo echando el rato de baloncesto de forma ortodoxa.

Al irse el grupo expulsado, mi compañero Carlos, profesor de Educación Física, me dijo que había que dar sus nombres al jefe de estudios, y yo le contesté que ni sabía cómo se llamaban. Como él sí los conocía dio sus nombres via Whatsapp. Al rato vino a verme Javi, mi compañero jefe de estudios para preguntarme qué había pasado. Le resumí lo que acabo de explicar y le quité toda importancia porque pensaba que todo quedaría dentro del centro.

Mi sorpresa fue que vía SÉNECA (el programa informático con el que nos comunicamos oficialmente con la administración y los padres/madres) me llegaron 8 notificaciones de apercibimiento a los padres de los alumnos implicados, sancionándolos con una semana sin poder usar el pabellón. La verdad es que no esperaba que la cosa llegara así de lejos, aunque tampoco estamos hablando de expulsarlos del centro, ni tomar ninguna medida más drástica.

Ya me imaginaba que los miembros inocentes del grupo sancionado no se lo iban a tomar nada bien. Yo tampoco lo habría hecho, la verdad. Aunque el escrito que envía la jefatura de estudios guarda cierta formalidad en su redacción y habla de conductas contrarias a la convivencia y advierte sobre la repetición de dichas conductas y medidas más severas si se produjeran, no es más que una simple notificación de algo que no reviste mayor gravedad. Ahora bien, entiendo que suponga un pequeño pellizco figurado en las orejas de los sujetos apercibidos y cierta mueca de desagrado por parte de los padres.

La anécdota, fruto de la situación que describo, la vivió mi compañera Montse anteayer cuando iba a recoger su coche que estaba aparcado cerca del garaje de un compañero que da clases particulares a algunos de los chavales implicados en la trifulquilla que he tratado de explicar. Escuchó mi nombre y por eso prestó atención. Uno de ellos le contaba a otro:

– Me han puesto un parte, quillo, y te aseguro que no he hecho nada. Estaba jugando al baloncesto y un tal Manuel Andrés Contreras nos echó a todos del pabellón. Yo te juro que no estaba haciendo nada y le han mandado un parte a mis padres. ¡Vaya injusticia!

– ¿Y ese Manuel Andrés quién es? – le preguntaba el amigo.

– Un calvo cabrón – le respondía.

Mi compañera me lo contaba ayer y los dos nos partíamos de la risa. Que esté tranquilo el chaval que me insultaba porque entiendo su enfado y mi alopecia es evidente aunque no me considere cabrón profesional. No voy a tomar ninguna represalia porque, no sé si en los mismos términos, pero sí parecidos, es probable que con su edad me hubiera referido a un profesor que me hubiera hecho pagar justo por pecador. 

Hoy, en la guardia de recreo, esta vez de pasillos, con educación y cierta timidez, 4 miembros del grupo sancionado se han acercado a mí diciéndome: maestro, el parte del otro día… Sin dejarlos terminar les he dicho que tienen razón, que yo no quería que les hubieran puesto un parte y que la mayoría de ellos se portaron bien, pero que afectados por la actitud de algunos compañeros, todos habían dejado de jugar al baloncesto y aquello no era ni un correcalles. Ellos lo admitieron y aceptaron mis disculpas por haberme excedido un tanto en la disciplina. Les dije que si alguno de sus padres querían hablar conmigo, les podía aclarar el pequeño malentendido. Los emplacé al próximo lunes para que vinieran al recreo con intenciones de jugar al deporte que fuera, pero con un poco más de seriedad. 

De esta insustancial experiencia me gustaría extraer un par de lecciones-ideas para los tres grupos que formamos la comunidad educativa. Los alumnos deben entender que hasta en las actividades lúdicas deben respetar ciertas normas y atender a las reglas que establezcan los profesores que los supervisamos. Creo sinceramente que los jóvenes se sienten mejor cuando están sujetos a cierta disciplina y la mayoría agradece que exista.

Los profesores tenemos que tomar nuestro papel de educadores en ámbitos alejados de la academicidad de nuestras asignaturas. Cuando nos toca gestionar grupos que simplemente se divierten, también podemos aprovechar esas situaciones para enseñarles que los comportamientos grupales exigen del respeto al compañero y seguir cauces de civismo.

Y finalmente, los padres, hacen bien en no vernos con sospecha a los docentes, incluso cuando actuemos, en ocasiones, con cierta injusticia, porque aunque podemos equivocarnos, como imperfectos que somos, nuestra intención siempre es velar por sus hijos e inculcarles valores mayoritariamente aceptados por la sociedad. Dadnos siempre el beneficio de la duda a nuestras actuaciones y respalden, en principio, las medidas que tomemos, porque hasta las parcialmente desacertadas transmiten una valiosa lección a sus hijos que repercutirá en el desempeño que luego hagan en la vida adulta. Encontrarán jefes, policías, jueces, inspectores de hacienda y multitud de autoridades que harán bien en respetar en lugar de cuestionarlas.

Aunque a veces actuemos como “calvos cabrones”, en general, los profes somos bastante bondadosos y la inmensa mayoría vemos a sus hijos de la forma en que a menudo nos referimos a ellos: como nuestros niños.

 

 

 

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