Mosquitos y camellos.

Mosquitos y camellos.

Autor foto: I.C. Tirapegui. Licencia: CC BY-ND 2.0 DEED

6 de enero de 2024.

¿Alguna vez reflexionamos sobre la libertad de acción que tenemos? A mí me resulta chocante algo de lo que se nos acusa a los que nos sometemos a un código de conducta promovido por una confesión religiosa. Un querido familiar mío de más de 80 años siempre me decía que él no quería comprometerse con ninguna religión porque no le gustaban los compromisos y que le restringieran su libertad, que él quería hacer lo que le pareciera bien sin ataduras.

No hace mucho una jueza calificaba a la organización a la que pertenezco como una que ejerce un “control excesivo” y una “supervisión insistente” sobre los que somos miembros de ella. 

Es curioso cómo aceptamos situaciones que, a todas luces, son restrictivas, y las vivimos como si fueran normales y en modo alguno coartaran nuestras acciones y movimientos, mientras que otras que son mucho menos limitantes las vemos con la sospecha de que nos impiden desarrollar nuestra libertad.

No hay una organización que ejerza mayor “control y supervisión” que el Estado de Derecho, que bien podría denominarse “Estado de las Obligaciones”. Por hablar del nuestro, desde que nacemos empieza el control y la supervisión. Estamos obligados a inscribir a todo nacido en un registro, asignarle un nombre y un número, así como declarar su domicilio, parentesco y los datos relevantes de salud. A partir de ahí, la vigilancia y el registro ya no acabarán el resto de nuestra vida.

Estamos obligados a vacunarnos, a asistir al colegio a una determinada edad, a renovar nuestra documentación cada cierto tiempo, a declarar nuestro empadronamiento cada vez que nos mudamos, a registrar la mayoría de las posesiones de cierta importancia que adquirimos. Se nos limitan los sitios por los que podemos movernos y en ocasiones excepcionales hasta las horas en que podemos hacerlo.

Tenemos que dedicar casi la mitad de lo que ganamos a pagar impuestos, someternos a la autoridad de las personas que la detentan, vistan uniforme, como jueces o policías, o no. Tan solo por el hecho de movernos con un automóvil, hay infinidad de reglas que debemos respetar: desde la velocidad a la que nos desplazamos, hasta cuándo estamos obligados a pararnos, las veces que tenemos que revisar nuestro vehículo o lo que podemos beber o consumir para poder usarlo.

Muchas veces no nos percatamos de la cantidad de preceptos que estamos obligados a cumplir, pero afectan a aspectos tan personales como la salud, las relaciones de pareja o familia en general, los negocios que iniciamos y hasta la forma en que nos deshacemos de nuestros desechos corporales o alimenticios. Y el “control y la supervisión” en lugar de reducirse, se acrecienta a medida que las nuevas tecnologías ponen en manos de los estados un abanico mucho más amplio de medios para conocer los detalles más ínfimos de sus ciudadanos.

¿Me siento personalmente esclavizado por toda esa maraña de reglas, leyes y preceptos? En absoluto, todo lo contrario, la inmensa mayoría de ellos los agradezco, porque de otra forma, la vida en sociedad sería mucho más complicada. Ahora bien, no dejo de reconocer que me limitan, y mucho.

Pues bien, todo los principios y valores que mi religión propugna son nada, en comparación con lo que ya he explicado. ¿Qué mis valores cristianos, expresados en un reglamento escrito como es la Biblia afectan a mi forma de vivir? ¿Qué duda cabe? ¿Que influyen en aspectos personales también como las relaciones familiares, de pareja, en la educación que elijo y muchos otros? También. 

Ahora bien, los términos en los que me permiten moverme son mucho menos específicos o limitantes. No encontraremos en la Biblia muchos números: velocidades a las que circular, porcentaje de impuestos a pagar, edades a las que poder acceder a servicios, frecuencia para renovar permisos, etc. Los principios que me inspiran son mucho más imprecisos, pero abarcadores. No me indican el porcentaje que mi empresa tiene que pagar por el impuesto de sociedades, pero sí me anima a darle a “César lo que es del César” (Mateo 22:21). No dice el tanto por ciento de alcohol que puedo llevar en la sangre para conducir, pero sí me dice que sea prudente y respete la vida propia y ajena (Mateo 19:19). No me establece la edad mínima para contraer matrimonio, pero sí que lo haga cuando “haya pasado la flor de la juventud” (1 Corintios 7:36). 

No obstante, hay una gran diferencia entre las consecuencias de no seguir el reglamento del Estado y el de mi confesión religiosa. En el primer supuesto, si me salto las leyes de menor peso, en el mejor de los casos, recibiré una multa, pero si lo hago con las consideradas más graves, puedo dar con mis huesos en la cárcel, con lo que la pérdida de libertad ahora sería absoluta.

Si, en el otro supuesto, no estoy dispuesto a seguir los dictámenes de mi religión, simplemente lo hago sin mayores consecuencias punitivas, aunque por coherencia debería abandonarla, y en concreto, si no lo hago con la mía, ya se encargarán de echarme, que para eso entré con absoluta libertad y nadie me obliga a permanecer en ella. Pero esa nueva situación en modo alguno limitará el resto de mi libertad, porque seguiré moviéndome en la sociedad, eso sí, siempre dentro de los límites que seguirá imponiendo “papá Estado”.

¿Me parecen injustas ambas situaciones? En absoluto. Agradezco que existan las reglas que la sociedad de los estados de derecho han impuesto, nos permiten vivir en comunidad y protegen más que restringen. Pero me resulta casi innecesario tener que defender que para vivir dentro de una comunidad religiosa también haya que respetar sus normas. ¿Acaso no las tienen un club de fútbol, un partido político y hasta una asociación carnavalesca? Nadie se sorprende de que las tengan y que expulsen a sus socios, militantes o miembros cuando no están dispuestos a cumplirlas.

Alguien pensará que es del todo innecesario aclarar algo como todo esto, pero no se crean, que vivimos en una sociedad que cada vez más se le parece a la que se encontró Jesús cuando acusó a los dirigentes de su época de su hipocresía a la hora de valorar con distinto rasero las cosas que les convenían: “Cuelan el mosquito y se tragan el camello” (Mateo 23:24).

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