Hablemos, solo eso.

Hablemos, solo eso.

7 de marzo de 2023.

Un amigo me decía hace algún tiempo que en su familia, para las ocasiones especiales en las que se reunían, como la comida de Navidad, habían llegado a un acuerdo tácito, y no recuerdo si tan tácito, de no hablar de temas espinosos, dejando a un lado los comentarios sobre política, fútbol y religión. Yo le preguntaba que por qué esa decisión, y él me argumentaba que ya habían salido escaldados en ocasiones anteriores después de agrias polémicas y encuentros agradables estropeados por enconados enfrentamientos verbales.

Me pareció triste que hubiera que dejar a un lado, a conciencia, interesantes conversaciones por no saber afrontarlas con la debida actitud.

El caso de mi amigo no es excepcional, sé de otros en los que una peña, grupo cultural o simplemente una agrupación de conocidos que se reúne con cierta frecuencia para tomarse una cerveza, llegan a la misma decisión. Ahora bien, de los tres temas que intentaban evitar los familiares de mi amigo, uno quizás sea el más ignorado, el de la religión, no ya porque suponga una enemistad en potencia por la pertenencia de los interlocutores a distintas confesiones, algo que no suele darse en nuestro país en un ámbito poco cosmopolita como el que he vivido en la sierra, sino por otros motivos que no acabo de entender en su plenitud.

Me parece que los temas tabú para conversar sobre ellos calmadamente no deberían existir, de hecho, produce más daño que beneficio no hacerlo en casos concretos. En las familias de mi entorno, cuando yo me criaba, no se hablaba de sexo, del suicidio, de la muerte en general, del abuso de menores y otras cuestiones espinosas que estaban latentes y tristemente existentes, muchas de ellas, sin que se abordaran con madurez, amplitud de miras y con el encomiable objetivo de evitar disfunciones que provocaban mucho sufrimiento.

¿Qué problema hay en escuchar a alguien que opina de forma diferente a ti? Nunca lo he entendido del todo, quizás porque ha sido algo muy habitual en lo que me he encontrado en mis visitas domiciliarias como testigo de Jehová. Como solo en pocas ocasiones encontraba alguien que comulgara con mis ideas (valga el verbo empleado en la sociedad católica que me tocó vivir), casi siempre el que se prestaba a conversar mostraba puntos de vista diferentes al mío, si no contrarios, pero esas conversaciones no tenían de derivar en discusiones, de hecho nunca lo hacían, al menos por mi parte. Hace mucho tiempo que asumí el principio expresado por el apóstol Pablo en 2 Timoteo 2:23,24: “Además, rechaza los debates tontos y sin sentido, pues sabes que provocan peleas. El esclavo del Señor no tiene que pelear, sino que debe ser amable con todos, estar capacitado para enseñar, controlarse cuando lo tratan mal.”

El pasaje bíblico citado ofrece luz sobre el tema que abordo. Cuando una conversación civilizada se desvirtúa y deviene en un debate tonto y sin sentido, es el momento de abandonarla, porque provoca peleas. Pero, ¿por qué ocurre esto? Sin duda por falta de madurez de uno o más de los intervinientes. A veces observa uno esa actitud pueril hasta en el más elevado de los foros en los que se debería par-la-men-tar. Este verbo, según la R.A.E., significa: “Entablar conversaciones con la parte contraria para intentar ajustar la paz, una rendición, un contrato o para zanjar cualquier diferencia.”

Esa definición es lo más alejado en su concepto de lo que se hace hoy en nuestros parlamentos. Los diálogos son, la mayoría de las veces, de besugos. Difieren poco de esas discusiones tontas en las que dos niños casi bebés se dicen el uno al otro: “Este juguete es mío” y el otro responde: “No, es mío”, y así se repite el diálogo sin fin hasta que uno o los dos acaban llorando. “Usted miente señoría”. “No, el que miente es usted”. “En absoluto, es usted”. “Usted sabe muy bien que lo hace”. “No, el que lo sabe es usted”. Esta sucesión de afirmaciones sin ninguna argumentación es mucho más frecuente de lo que podría esperarse de nuestros representantes políticos, de los que se esperan argumentaciones mucho más sesudas y trabajadas.

Afortunadamente, en otros ámbitos mucho más anónimos, sí que me he encontrado a personas con las que he podido conversar partiendo de una serie de premisas que ambos respetamos: no alzar la voz, escuchar mientras el que piensa contrario se explica, nunca recurrir al insulto, plantear argumentos, no simples declaraciones, en una palabra: respetar. Con esas reglas y con el sano deseo de conocer por qué mi interlocutor piensa de forma distinta a mí, podemos llegar a conclusiones interesantísimas, aprender de otros mecanismos mentales, empatizar con otros comportamientos y disfrutar de la diversidad que los seres humanos mostramos, fruto de nuestra libertad y avanzado raciocinio.

Opinar distinto no es una ofensa, creer que hay una vía distinta de solución a un problema, no lo agrava, ofrecer una alternativa a mi forma de actuar no supone despreciarla. La comunicación bien desarrollada es una virtud tan valiosa que nos define como seres humanos. Hablar nos permite evitar usar otros medios más coercitivos. Un chimpancé solo puede indicarle a otro primate que quiere el plátano arrebatándoselo de las manos, poco puede explicarle con chillidos. Hasta un ser humano solo puede evitarle una electrocución a un bebé retirándole la mano del enchufe. Pero, cuando se trata de adultos o niños capaces de entender conceptos abstractos, no hay nada más desarrollado que convencer con palabras y razonamientos.

Volviendo a Pablo, en su visita a Atenas se encontró cierto desdén de parte de algunos epicúreos y estoicos hacia sus ideas cristianas, pero otros tenían una sana curiosidad por escucharlo. El interesante relato de Hechos 17:18-21 dice lo siguiente: “Pero algunos filósofos de los epicúreos y de los estoicos empezaron a discutir con él. Unos preguntaban: “¿Qué querrá decir este charlatán?”. Otros decían: “Parece que es un predicador de dioses extranjeros”. Decían esto porque él predicaba las buenas noticias de Jesús y de la resurrección. De modo que lo agarraron y lo llevaron al Areópago. Decían: “¿Podemos saber cuál es esa nueva enseñanza de la que hablas? Porque estás hablando de cosas que nos suenan extrañas, y queremos saber qué significan”. De hecho, todos los atenienses y los extranjeros que había allí no hacían nada más durante su tiempo libre que contar o escuchar cosas nuevas.”

Me parece maravilloso que hubiese autóctonos y extranjeros que dedicaran gran parte de su tiempo a escuchar o contar cosas nuevas en aquella colina ateniense. Por algo parece que en Grecia se dio comienzo a una forma política y de relacionarse más civilizada que las anteriores y otras contemporáneas de su época. Hoy se echa en falta esa actitud de estar dispuesto a escuchar cosas nuevas, que muchas veces son ideas antiguas, pero alejadas de nuestra forma de pensar. 

Discutir no tiene que derivar en pelear, y charlar amigablemente para acercar posturas o reafirmar las propias, tiene poco que ver con beligerancia alguna. Desde luego, a menos que se me crucen los cables, estoy abierto a charlar de lo que sea, con quien sea, siempre que sentemos unas bases de concordia, respeto y atención. ¿Por qué nos vamos a privar de los aprendizajes mutuos que suponen las interesantes conversaciones sobre cualquier tema?



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