(66º) DIARIO DE UN LINFOMA (¡A mí me hablas bien!).
2 de agosto de 2022.
¡Qué ciertas son esas palabras de que después de la tempestad llega la calma! Esta noche no he tenido dolores, ni náuseas. No he descansado totalmente bien porque es imposible sentirse completamente normal estos días, pero nada que ver con los dolores de anteanoche. Me he levantado un poco más fuerte y me he plantado (vaya expresión en este contexto) en mi huerto para recolectar algunas verduras.
La mente es muy traicionera. Estos primeros días después de la quimio es casi inevitable hacer unos perversos cálculos. Llevo 4 sesiones y eso ha implicado pasar 4 semanas bastante desagradables. Me quedan otras 4 por lo menos, otras tantas semanas sufriendo, ¡28 días! ¡Qué cantidad de malos ratos me restan! No sé cómo lo llamarán a esto los psicólogos, pero yo lo voy a denominar “anticipación acumulativa”. Cuando se nos presenta delante nuestra una tarea o desafío que requerirá esfuerzo, cierto grado de sufrimiento o demandará casi todas nuestras energías, tendemos a juntar, lo que será algo que vendrá dosificado, como si lo tuviéramos que afrontar de una vez.
Ya aprendí que tenemos que desmontar los pensamientos irracionales, así que esta mañana, mientras desayunaba, me decía a mí mismo: “Vamos a ver, Manolo, esas 4 semanas malas las vas a vivir día a día, rato a rato, no vienen en tropel para arrollarte. Algunos de esos días serán bastante llevaderos, otros más complicados, pero no abarcarán siempre las 24 horas, solo ciertos momentos. Concéntrate en un solo día a la vez y ya verás cómo los vas superando. Un montañero ve ante su vista un pico de 8.000 metros, pero sabe que lo irá subiendo jornada a jornada, metro a metro, tendrá descanso en los campamentos base, e irá paso a paso, paso a paso, esa es la forma adecuada”.
No dejaré de insistir en lo importante que es cuidar nuestro diálogo interno. Lo que nos decimos influye decisivamente en nuestras emociones, eso es innegable. Un psiquiatra le preguntaba a mi suegra: “¿Usted quién cree que es la persona con la que más habla?”. Ella respondía dubitativa: “Pues… con mi hija, creo”. El médico le dijo: “No”. “Entonces, quizás con mi marido”, agregó ella. Él insistía: “Piénselo bien, porque no es así”. Después de una pausa, mi suegra encontró la respuesta que buscaba el doctor: “Claro, conmigo, ¿no?”. “Exacto”, finalizó él.
Todos hablamos continuamente con nosotros mismos, y no estamos locos por ello, no, de lo contrario la humanidad entera habría perdido la cordura. No importa hacerlo audiblemente o en silencio, es lo más normal del mundo, pero, aunque parezca una insensatez, generalmente, nos hacemos muchísimo caso. Ya lo he contado en otro escrito, pero como es algo que he observado en tantas ocasiones con mis alumnos, lo vuelvo a resaltar. Especialmente en los exámenes, en los que el nerviosismo aflora, me encuentro a algunos de mis pupilos atascados en una de las tareas del mismo. Generalmente son prácticos y los hacen con el ordenador. Mi materia es ofimática, por lo que se trata de hacer hojas de cálculos, documentos, presentaciones y otros archivos electrónicos con un programa.
Muchas veces los veo que le están hablando a la pantalla del ordenador, algunos lo hacen, sin darse cuenta, tan alto que les tengo que pedir que lo hagan más bajo. En realidad están conversando con ellos. Más de una vez los he escuchado decirse: “Que no, que no me sale”, mientras niegan con la cabeza. Algunos los he visto recogiendo sus cosas para levantarse y abandonar. Me he acercado y les he preguntado qué les pasa. Con evidente frustración me responden: “Nada, que no me sale, que lo dejo, que no soy capaz”. “Espera un momento, todavía tienes mucho tiempo por delante. Mira bien, que eso que buscas lo tienes ahí delante, seguro que das con la tecla, venga, sigue intentándolo”, les comento. Pues bien, no puedo asegurar la cifra, pero estoy seguro de que en la estadística, más del 80% que me hace caso, encuentra la forma de seguir y termina el examen de manera satisfactoria.
¿Cuál fue la diferencia? Su diálogo interno era derrotista, negativo y cumplía la autoprofecía. Mis palabras eran tranquilizadoras, positivas y motivadoras. Al escucharlas, echaban a un lado las suyas y esto les permitía seguir encontrando cómo resolver el problema, lo cual conseguían la mayoría de las veces. Más de uno me ha dicho al final del examen: “Si no me hubieses animado, habría tirado la toalla”. El aprendizaje de esto es sencillo: al único al que tenemos a nuestro lado las 24 horas para consultarle, preguntarle y desahogarnos somos nosotros mismos. Un ejercicio muy sencillo, pero que es tremendamente útil, es jugar a salirnos de nosotros y hablarnos como lo haríamos con otra persona. Me explico.
Generalmente somos mucho más condescendientes, amables y animadores con otros que con nosotros. Si un buen amigo nuestro ha suspendido el examen del carnet de conducir, nunca se nos ocurriría decirle: “Eres un inútil, ¿para qué te presentas si sabes que vas a suspender? Los nervios te han traicionado, porque lo tuyo no tiene solución. A la próxima te va a pasar igual. Ya verás, dinero tirado otra vez. ¡Pero qué tonto eres!” Ninguno de nosotros le hablaríamos así a un querido amigo, ¿verdad? Pues justo en esos términos es muy probable que lo hagamos con nosotros mismos. Somos mucho más crueles y nos dirigimos hacia nuestro interior sin filtros. De lo que se trata es de cambiar adrede esa manera de hablarnos, hacerlo como si lo hiciéramos con nuestro mejor amigo.
En mi caso, si le hubiera dicho a Jesús, mi hematólogo, lo que me preocupa de las próximas semanas, sé perfectamente lo que me respondería: “Vamos a ir poco a poco, no se preocupe, ya iremos viendo cómo va respondiendo el cuerpo e iremos adoptando soluciones si surge algún inconveniente”. Pues bueno, sin tener que acudir a él, yo mismo me puedo decir lo mismo. ¿Produce el mismo efecto? Pues probablemente sí, y si no al mismo grado, muy cercano a él.
Proverbios 25:11 recoge una acertada expresión: “Como manzanas de oro en adornos de plata, así es la palabra dicha en el momento oportuno”. Encontrar la frase adecuada en la situación que la requiere no es fácil, pero cuando se consigue, es más valiosa que ese adorno de metales preciosos que incluye el dicho de la Biblia. Eso es oportuno cuando nos dirigimos a otros, pero también al hacerlo con nosotros. Alguien puede pensar que es cuestión de ingenio, pero no, es más de práctica. Uno aprende a saber qué decir en el momento adecuado. Un ejemplo: ya asimilé que de lo peor que le puedes decir a una persona con depresión es “¡Venga, anímate!” Eso es lo que quisiera el enfermo, pero no puede. Si le decimos eso, es como restarle importancia a lo que tiene y dejar en su responsabilidad salir de ese estado. Es mucho mejor algo como “Aquí estoy para escucharte cuando tengas ganas de hablar y, si no, para acompañarte”. Igualmente ocurre con los miedos o fobias, la timidez, cuando muere un ser querido y queremos expresar nuestras condolencias, al corregir a nuestros hijos, ante alguien enfadado, al visitar a un enfermo. Hay muchos momentos en los que decir algo desacertado produce más daño que beneficio. Es una buena idea informarnos sobre qué decir en esas circunstancias. Hoy día hay donde encontrar buenos consejos al respecto.
Es cierto también que los receptores de esos mensajes tenemos que tener un grado de tolerancia y comprensión ante las meteduras de pata de nuestro interlocutor. Yo intento ir más allá de las palabras y quedarme con las buenas intenciones, porque, generalmente, el que se dirige a nosotros para preocuparse por nuestro estado, lo hace con los mejores deseos, si luego no encuentra las palabras oportunas, ¿qué le va a hacer el pobre? Bastante hace con mostrarnos su apoyo.
Recuerdo que un buen amigo, preocupado por la situación de mi madre antes de morir, y después de saber que ya no tenía la cabeza en su sitio, que había que asearla, darle de comer y hacérselo todo, me dijo: “Vaya situación más penosa. No sé cómo puedes aguantarla. Yo no sería capaz. De hecho, no voy a ver a tu madre, porque me pongo muy mal. Vaya marrón que tienes encima”. Me entraron ganas de decirle: “Chiquillo, ¿cómo me dices eso? Menudos ánimos que me estás dando.” Menos mal que me contuve, porque inmediatamente pensé: “Bueno, por lo menos se está interesando por la situación de mi madre. De alguna forma quiere animarme, porque lo conozco y me aprecia un montón, solo ha dicho una inconveniencia”.
Os aseguro a los que me leáis que hoy no iban los tiros por donde han salido. Iba a continuar con mi relato autobiográfico de 1994 en adelante, pero, como me pasa la mayoría de los días, me pongo a escribir y me voy por derroteros desconocidos. Como siempre, todo lo que escribo, me lo cuento a mí, y no veáis lo mucho que me sirve. Echo gran parte de la mañana entretenido y dándome unos consejos estupendos. No penséis que los sigo a rajatabla, muchas veces me pueden las creencias irracionales y, cuando vengo a darme cuenta, estoy llenando de morralla los rincones de mi mente, pero algo tengo claro, mientras estemos vivos, no hay esfuerzo mejor empleado que seguir luchando por razonar de forma sana, porque algo parecido a la felicidad nos espera cada día si lo hacemos.
Hoy recomiendo una de mis canciones favoritas. Bob Marley la incluyó en su último disco de 1980. Era la última de ese LP y suena a despedida, porque ya estaba enfermo y acabó muriendo poco después en 1981 a causa de un melanoma. Se llama “Redemption song”. En un par de versos dice lo siguiente: “Emancipate yourselves from mental slavery/ None but ourselves can free our mind.” (Emancípate de la esclavitud mental, nadie salvo nosotros mismos podemos liberar nuestra mente). Creo que va en consonancia con lo que hoy he expresado en el diario. De las dos versiones que existen, enlazo la que interpreta solo con su guitarra, creo que suena más íntima y auténtica.