(179º) DIARIO DE UN LINFOMA (Discrepo, luego existo).
11 de diciembre de 2022.
Esta noche se ha hartado de llover y esta mañana ha diluviado por momentos. Así sí se pueden empezar a llenar los pantanos, pero harán falta muchas jornadas de este tipo para recuperar sus niveles hidrológicos.
Estoy en la recta final de mi diario, quizás escribiendo más de lo que imaginaba durante este mes de diciembre, pero el tiempo no deja participar en otras actividades al aire libre, así que qué mejor que ponerse delante del ordenador a contar cosas. Aunque yo soy el destinatario principal de mi blog, porque seguramente seré el que lo relea algún día cuando quiera recordar cómo viví este tiempo tan especial, también he tenido la fortuna de que casi 300 personas me hayan seguido habitualmente en mis divagaciones durante estos casi 8 meses que llevo derramando en el papel electrónico mis impresiones y forma de ver la vida.
A menudo pienso en todos los que me habéis acompañado con vuestra lectura en esta aventura y entiendo que algo os habrá gustado para que sigáis haciéndolo, pero también creo que en la discrepancia con mis planteamientos puede existir un aliciente para escucharlos, al menos yo lo hago a menudo con fuentes periodísticas que distan mucho en su línea editorial de lo que yo defiendo. Me gusta escuchar los argumentos que emplean otros para respaldar sus posturas, me ayuda a entender por qué cada uno piensa como lo hace.
En estas entradas finales de mi diario, entre otras cosas, voy a abordar algunos aspectos de mis creencias que no comparten muchas personas conmigo, pero que creo que pueden resultar interesantes para los que quieren conocer posiciones más minoritarias y costumbres que no sigue la mayoría. A fin de cuentas, poco hay que descubrir en los que se comportan como yo, ¿no? Si me gusta el fútbol, nadie me tiene que explicar mucho de él, pero sí que puede resultar interesante que un fanático del curling me cuente por qué le entusiasma.
Mis puntos de vista en cuanto a algunos asuntos son ciertamente poco compartidos por la mayoría, algunos de ellos ya los he explicado, pero me quedan algunos que, ya que llevo meses desnudándome a través de estas líneas, también me gustaría dar a conocer. Estemos o no de acuerdo, siempre es bueno escuchar opiniones diversas. Este sano ejercicio nos ayuda a entender a los demás y abrir nuestra mente a otras formas de pensar que puede enriquecernos o, por lo menos, satisfacer nuestra curiosidad. Vamos con una de ellas que explicaré en dos partes, para no hacer una entrada tan larga.
Cuando se conocen situaciones tan horrendas como las que se están viviendo en Ucrania, uno se pregunta si el ser humano tiene realmente algo que refleje lo que se supone que nos caracteriza, una cualidad que debería sobresalir sobre todas las demás, auténtico amor por su semejante. Jesús dijo que ese mandato de amar al prójimo tenía el mismo peso que el primero de amar a Dios con todo el corazón, alma y mente. (Mateo 22:36-40)
Nuestra visión del mundo está bastante distorsionada porque, aunque hoy tenemos muchísima más información que nuestros abuelos, está bastante condicionada por los intereses editoriales y porque, en cierto modo, las agencias de información internacionales destacan las noticias que consideran de más interés, pero estas no tienen por qué ser realmente las más relevantes. Por otra parte, nuestra capacidad de mostrar la debida atención por las novedades no es infinita, más bien todo lo contrario, bastante reducida. Los noticiarios en la radio no duran más de 5 minutos cada hora, y en televisión los informativos tampoco pueden ser demasiado largos, por lo que los redactores y directores de los programas seleccionan la información que van a presentar.
Estas limitaciones hacen que la opinión pública esté bastante condicionada por la información filtrada que nos llega. Por ejemplo, ahora llevamos desde febrero recibiendo una avalancha constante de datos sobre la guerra de Ucrania, pero eso no quiere decir que sea el único conflicto bélico que existe en el planeta. En Myanmar, Yemen y Etiopía también hay facciones enfrentadas y se producen conflictos armados. En Afganistán no pensemos que con la salida del ejército estadounidense han acabado las muertes y abusos, se siguen produciendo y ahora no nos enteramos. Vivimos en un mundo violento aunque tengamos la suerte de hacerlo en países “civilizados”.
Esta triste realidad puede hacernos pensar en la que parece una inevitable tendencia del ser humano hacia la hostilidad a su semejante más bien que a lo contrario. Los evolucionistas la explican en parte con esa máxima de la supervivencia del más apto que, supuestamente, nos ha llevado a mejorar la especie.
Recientemente, Arturo Pérez Reverte, en una entrevista, decía que todos somos muy buenos cuando podemos vivir teniendo las necesidades cubiertas y con cierto margen de libertad, pero que pusieran a todos los que asistían al programa de televisión en un sitio cerrado, con la comida reducida, sin poder salir y veríamos cómo se despertaban nuestros peores instintos y éramos capaces de hacer cosas horribles.
Ese planteamiento, si lo damos por cierto, nos puede llevar a desconfiar de la naturaleza humana y pensar que todos somos depredadores, que al igual que un león, mientras le suministren carne en el zoo se dejará acariciar, pero si escaseara el alimento, devoraría al primero que se le pusiera por delante. Trasladarnos al plano animal no es difícil, pero nos aleja de lo que en realidad somos, seres racionales y humanos, un diferencial que debe salir a relucir en algún momento. Ahora bien, ¿hemos sido capaces a lo largo de la historia de demostrarlo?
La racionalidad que se nos supone nos permite actuar de formas muy diferenciadas a los animales. Las convicciones, por ejemplo, y no tienen por qué ser religiosas, nos pueden llevar a proceder contra lo que se supone que nos impone la naturaleza. Un animal no hace una huelga de hambre que le lleve a la muerte por reclamar un derecho o protestar ante una injusticia. Tampoco pone en riesgo su vida para descubrir un nuevo mundo, como hicieron los que cruzaron el Atlántico o el Pacífico en los siglos XV y XVI. Pero, ¿somos capaces de actuar de la misma forma por no hacer daño a nuestro semejante? ¿Podemos poner en peligro nuestra supervivencia para no derramar la sangre ajena? Para esto también se necesitan motivaciones extremadamente poderosas, de otra forma sucumbiremos a nuestros instintos primarios que, estos sí, coinciden mucho más con los animales.
Todos queremos la paz, al menos de partida, pero la historia de la humanidad está sembrada de guerras y enfrentamientos sangrientos. Según algunos historiadores, sociólogos y hasta filósofos, esa agresividad la llevamos en los genes y la territorialidad, el deseo de someter a otros y la inevitable jerarquía social hace que tratemos de imponernos violentamente a nuestros congéneres cuando nuestro estatus se ve alterado. Pero, aunque esta triste realidad forma la parte mayoritaria de nuestro registro histórico, honrosas excepciones señalan hacia una alternativa que también caracteriza al ser humano y, de hecho, lo ennoblece y distancia de ese comportamiento depredador que caracteriza a los animales salvajes.
Se aborde desde una óptica religiosa o simplemente histórica, la figura de Jesús removió las conciencias de su época y lo sigue haciendo 2 milenios después. Si hoy pensamos que nuestro entorno es conflictivo y violento, el que se vivía en Judea en el siglo primero lo era mucho más. Hace poco repasaba la obra “La Guerra de los Judíos”, de Flavio Josefo, historiador contemporáneo de aquellos años. Es una sucesión de masacres una detrás de la otra. Refleja aquel tiempo y aquella zona del imperio romano que vivía continuas rebeliones de distintas facciones judías contra la potencia que los dominaba, pero entre ellos mismos también se mataban, robaban y cometían abusos de todo tipo. Los líderes políticos y religiosos de la época acababan con la vida de los disidentes en juicios sumarísimos sin las más mínimas garantías procesales, como hicieron con el propio Jesús.
A título personal, en la larga historia humana han existido individuos que han llevado la no violencia hasta las últimas consecuencias, pero no ha sido igual en el caso de los colectivos. Si hablamos de los religiosos, no hay ninguna organización de este tipo que, sobre el papel, apoye la violencia o las guerras, pero la realidad histórica pone de relieve que eso no se ha llevado a la práctica, sino todo lo contrario. Hasta en el “civilizado” mundo del siglo XXI estamos observando cómo las iglesias de Ucrania y Rusia toman partido y justifican el comportamiento violento de sus respectivos compatriotas, y eso que tienen la raíz común de una iglesia hermana llamada cristiana ortodoxa.
Volviendo a la época de Jesús y teniendo en cuenta los antecedentes que he contado, su comportamiento y lo que enseñó despierta aún más mi admiración. No usar medios violentos para ningún fin, como instruyó por ejemplo desautorizando a Pedro en el uso de su espada para protegerlo a él de sus enemigos, a quién su apóstol consideraba el hijo de Dios, o dejando que lo mataran de aquella forma tan cruel e injustificada, así como sus enseñanzas en cuanto a amar hasta a los adversarios, fueron sin duda actos y preceptos que destacaban sobremanera en medio de un panorama tan agresivo e inseguro. No resultaría nada fácil seguir esos valores que él ejemplificó. ¿Lo hicieron sus seguidores?
Afortunadamente la historia sí registra con numerosas referencias cuál fue el comportamiento de los primeros cristianos, al menos durante la segunda mitad del primer siglo y parte del segundo. Varios historiadores detallan la conducta pacífica hasta el último extremo de aquel grupo que llevaba el nombre de su líder. Se negaban a participar en los ejércitos y a renunciar a su fe. Fueron víctimas por ello, al igual que su maestro, de una persecución cruel tanto por sus compatriotas judíos como por los romanos. Muchos acabaron devorados por las fieras en los circos repartidos por todo el imperio.
Desgraciadamente, los siglos siguientes dieron un giro radical al comportamiento de los que siguieron llamándose cristianos y, especialmente, cuando el emperador Constantino aceptó aquel cristianismo, ya muy desvirtuado, como religión autorizada en el imperio, esta adoptó muchas costumbres paganas y se involucró a partir de entonces en los conflictos bélicos que se produjeron en las centurias que vinieron.
En fechas más recientes, el siglo XX, el mundo ha vivido las dos mayores guerras de la historia, denominadas como Primera y Segunda Guerra Mundial. En las dos participaron activamente no solo los feligreses de distintas religiones, sino también su curia gobernante. Uno podría pensar que esto desacredita especialmente al cristianismo, puesto que fue en países llamados cristianos donde prendió la mecha de ambos conflictos, pero también se dio en ellos un fenómeno que ha pasado muy desapercibido por la historia, la posición de un grupo llamado los “Bibelforscher”. De esto hablaré otro día.