(145º) DIARIO DE UN LINFOMA (Lo que me enseñó la rana).

(145º) DIARIO DE UN LINFOMA (Lo que me enseñó la rana).

26 de octubre de 2022.

Otro día más sin teléfono, Internet ni televisión. Es difícil de entender que Movistar, la compañía de telecomunicaciones número 1 de España y una de las principales de Europa y del mundo, pueda ofrecer tan mal servicio. En Ubrique, por lo menos, tienen cobertura telefónica, pero aquí en Benaocaz, ni eso. Hace un par de meses nos tuvieron casi 4 días así y puse una reclamación telefónica para que, al menos, me descontaran esos días sin servicio de la factura. Pues nada, ni ese detalle tuvieron. Y ahora a reclamar al maestro armero.

Llevo un par de días sintiéndome mal y esta percepción tiene un carácter inespecífico pero novedoso. Tengo la barriga un poco suelta y una sensación desagradable, como cuando uno se va a poner malo de un resfriado o una gripe, pero todavía no ha roto. En fin, espero que mejore y no desemboque en subida de fiebre u otros síntomas más preocupantes. En este estado de inmunosupresión en el que me sumo pocos días después de la sesión de quimio, todo puede pasar. Ojalá cambien las tornas.

Esta mañana no estamos a 25 grados, pero 22 tampoco está mal para un 26 de octubre. Parece que ahora se reúnen de nuevo los líderes mundiales, en una cumbre auspiciada por la ONU, para tratar del cambio climático. Por lo visto, no llegamos a 2030 cumpliendo los objetivos, y la subida de temperaturas superará las previsiones más pesimistas. Siempre me acuerdo de aquel ejemplo gráfico que ponía Al Gore en su famoso documental “Una verdad incómoda”. Hablaba de la rana que está metida en un recipiente con agua que se va calentando muy lentamente. Se queda ahí y nunca encuentra el momento de saltar fuera del vaso para salvarse, hasta que ya es demasiado tarde y muere asfixiada y cocida. El que fue vicepresidente de los EE.UU. quería reflejar la forma de actuar que tenemos los seres humanos cuando nos advierten de un peligro, aguantamos sin hacer nada hasta que ya es demasiado tarde.

Seguramente muchos de los que me leen desconozcan un suceso que se desarrolló en el primer siglo de nuestra era. Jesús, en una ocasión, advirtió a sus seguidores de algo que afectaría a los judíos que vivían en Jerusalén. Según algunas estimaciones, la ciudad y aledaños podían albergar en torno a un millón de habitantes o algo más. En el año 33, año en que Jesús pronunció su advertencia, la provincia de Judea estaba sometida al yugo romano, pero distintas facciones nacionalistas judías estaban gestando una revuelta contra su sometimiento. En una colina cercana al imponente templo de la ciudad, mientras lo miraba junto a sus discípulos, con profunda pena dijo que no quedaría allí piedra sobre piedra. Los que lo escuchaban inquirieron sobre esa siniestra predicción y él les dijo que cuando vieran a la ciudad rodeada de ejércitos, tenían que huir sin demora a las montañas. Les anticipó que su capital sería rodeada con una empalizada de estacas puntiagudas y la afligirían y destruirían totalmente.

En el año 66, justo 33 años después de las palabras de Jesús, la ciudad sublevada se enfrentaba a la llegada y sitio de la misma por parte del general romano Cestio Galo. Su imponente ejército horadó la muralla exterior de la ciudad y los judíos se refugiaron dentro del recinto del templo, que disponía de otras murallas de protección. No hay registros exactos de lo que ocurrió en esos momentos pero, de forma sorprendente, las fuerzas invasoras se retiraron y sufrieron, incluso, algunas bajas en su huida. La mayoría de los judíos consideraron una victoria aquel paso atrás de las huestes de Roma, pero un grupo de cristianos recordaron la advertencia de Jesús: “Cuando vean a Jerusalén rodeada de ejércitos, huyan a las montañas”. El agua del recipiente de la rana estaba suficientemente caliente como para saltar fuera de él y evitar morir achicharrado. ¿Qué hicieron la mayoría de los habitantes de la ciudad? Se quedaron allí ajenos a la amenaza. Solo un grupo de seguidores de Jesús huyó en ese momento de la ciudad y se fueron a una pequeña población montañosa llamada Pela, según narra el historiador Eusebio en su Historia Eclesiástica.

Pasaron casi 4 años y no sabemos con detalle lo que hicieron en Pela los huidos de la ciudad. Sí se sabe que las circunstancias dentro de Jerusalén empeoraron, no abundaba la comida y las distintas facciones judías se peleaban entre ellos por imponerse, pero, desde luego, no había noticias del ejército romano. Aparentemente, se podía vivir tranquilo, sin el sobresalto de volver a recibir un nuevo asedio. Seguramente los que cambiaron sus cómodas viviendas urbanas por modestos aposentos en una remota población de montaña se plantearían si mereció la pena saltar, como la rana, fuera del recipiente, pero los acontecimientos se precipitarían en el año 70. Esta vez el general Tito volvió a invadir Jerusalén con un ejército romano todavía más poderoso. Los judíos vieron cómo la empalizada de estacas puntiagudas tomaba forma a pocos metros de sus murallas y, esta vez, no había forma de escapar. El agua del recipiente llegaba a su punto de ebullición.

Tito y sus soldados no tuvieron compasión, aniquilaron, según Josefo, a 1.100.000 judíos después de someterlos a un asedio que causó espantosas escenas de hambre y desolación dentro de la ciudad, pero los cabecillas de la revuelta judía no aceptaron las ofertas de paz del general romano. Unos 97.000 cautivos fueron deportados y acabaron muriendo en circos romanos muchos de ellos. La ciudad, su templo y sus murallas fueron casi totalmente demolidos, solo dejaron en pie una parte occidental del muro. La deportación de los judíos y el expolio de los utensilios sagrados del templo han quedado grabados en piedra en el arco de Tito que se encuentra en Roma. Yo me hice estas fotos cuando la visité. En el interior del arco aparecen los ejércitos romanos cargando un candelabro de 7 brazos y otros utensilios del templo (no sé si se percibe en la foto). El arco fue construido después de la conquista de Jerusalén y es un testimonio en piedra de lo que predijo Jesús.

Puede que un lector escéptico con lo que acabo de recordar, ponga en duda que Jesús supiera lo que iba a acontecer en Jerusalén unas 3 décadas antes, pero a los que creemos en los relatos de los evangelios y en el origen que él mismo se atribuía, más allá de un simple nacimiento humano, sino de una fuente superior, no nos sorprende que conociera factores y detalles que a simples humanos se nos escapan. También en aquella conversación profética con sus apóstoles expandió a un futuro mucho más lejano sus predicciones, porque ofreció advertencias similares a acontecimientos que afectarían a todos los pueblos y naciones de la tierra. Algunos leemos con atención sus palabras y observamos paralelismos extraordinarios en los acontecimientos que ahora observamos en la historia contemporánea. Al que le pique la curiosidad, que le eche un vistazo a los capítulos 24 y 25 del evangelio de Mateo.

Como me he vuelto a perder por los cerros de Úbeda, trato de volver al camino que inicié con la cumbre de la ONU sobre el cambio climático y el recipiente con la rana de Al Gore. A veces nos sorprende que volvamos a caer en el error de lo que García Márquez llamó “crónica de una muerte anunciada”. El desastre medioambiental que casi todos observamos estaba predicho desde hace ya décadas, pero no hacemos casi nada de lo que deberíamos. Podemos echarle la culpa a que la solución pasa por decisiones supranacionales que están fuera del alcance de los individuos, pero es que la realidad personal también muestra que volvemos a actuar como el anfibio en su agua recalentada. Cuántas veces el médico le dice a un paciente que si sigue fumando o abusando del alcohol sufrirá temibles consecuencias. Y cuántas veces, dicho paciente seguirá con sus prácticas nocivas sin cambiarlas. De repente, un día, una mancha en el pulmón o una cirrosis incipiente nos asustan, el agua está acercándose al punto de ebullición, pues todavía son muchos los que no saltan fuera de la olla recalentada, sino que siguen ahí. Si a título individual actuamos con semejante insensatez, ¿qué podemos esperar de instancias superiores?

No quiero sonar a pesimista, pero siempre recuerdo las palabras de Jeremías 10:23 “El hombre no es dueño de su camino. Al hombre que está andando ni siquiera le corresponde dirigir sus pasos”.

Si somos incapaces de gobernar nuestras propias decisiones para conducirlas por el camino de la sensatez, ¿cómo vamos a dirigir por dicha senda a millones de congéneres?

Recuerdo que mi padre, desde muy pequeño, me quería enseñar a conducir su Citröen 2 CV. Antes de que existieran siquiera los cinturones de seguridad, me sentaba en su regazo y en el llano del pantano, cuando en verano este permitía circular a los coches, me dejaba llevar el volante, pero cuando la cosa se complicaba y había que cambiar las marchas, pisando el embrague o se precisaba una maniobra más elaborada, me ponía de nuevo en el asiento de al lado y me decía: “Anda, déjame a mí, que esto todavía es demasiado complicado para hacerlo tú y, además, es peligroso”. Cómo es lógico, con 7 u 8 años, no iba a salir conduciendo a la carretera. Al lado del que hizo el mundo y lo hace girar, estableció los equilibrios climáticos y diseñó este magnífico planeta idóneo para la vida, los humanos somos simples aprendices de piloto. Queremos manejar un cuadro de mandos tan complejo que, haciendo uso de él, rompemos los delicados parámetros que gobiernan la vida y todo lo que permite su desarrollo. El problema es que todavía nos empeñamos en seguir manejando el volante y nos negamos a dejar en las mejores manos el curso de este mundo. Menos mal que yo confío en que el verdadero experto actúe antes de que nos quememos como ranas en un envase en ebullición.

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